MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Gráfrica IV


Grafrica-4-Im-15Picasso siempre negó la influencia del arte africano en su pintura, pero es bien sabido que Derain lo arrastró en 1907 al Museo Etnográfico de París, del cual era visitante asiduo, al igual que Matisse; los dos, coleccionistas de piezas exóticas. Aquel día, en el Palais du Trocadéro, el malagueño cayó del caballo. Al regresar a su estudio del Bateau-Lavoir, se puso a trabajar febrilmente en su última tela, eliminó dos figuras masculinas, cambió los rostros de dos de las femeninas, eliminó todo rastro de perspectiva espacial y redujo los cuerpos a manchas planas: ni de frente ni de perfil, sino todo lo contrario. Señoras y señores, con el permiso de Juan Gris y Georges Braque (analíticos ellos), el cubismo queda inaugurado. Las putas de la calle de Avinyó de Barcelona ni se enteraron. Publicado en Visual 164


A finales del S.XIX los colonialistas franceses, de regreso a la metrópoli, llevaban en sus equipajes “muñecos” africanos, a menudo regalos para las niñas y niños de la familia que no osaban ni tocarlos, tan extraños les resultaban a ellas al lado de los bibelots de porcelana de Sèvres a los que vestían con los últimos modelos de la moda parisina, y a ellos que solo tenían ojos (y manos) para los autómatas de cuerda mecánica. Los niños siempre tienen razón aunque no sepan el por qué; su rechazo estético estaba del todo justificado, los muñecos no eran juguetes sino estructuras culturales y espirituales que encerraban secretos centenarios, alma de pueblos enteros, objetos peligrosos para quien no supiera utilizarlos según las reglas.
A los artesanos africanos les importaba un pepino el Arte, noción que les era del todo ajena. De hecho, las estatuillas talladas en madera, policromadas o no, las fabricaba el herrero, oficio transmitido de padres a hijos, casta a la que solo se le permitía mezclarse y tener descendencia con otra, femenina: las peluqueras. Dicho así puede resultar extraño. Ellos dominaban el fuego con el que moldeaban tanto armas blancas como utensilios cotidianos, recipientes para el agua o el vino de palma o la cerveza de mijo, taburetes para sentarse en reuniones importantes, puertas historiadas de acceso a casas nobles (como en las catedrales góticas cristianas), o incluso, a partir de la segunda mitad del S.XX, fusiles de cartuchos de un solo disparo copiados de modelos franceses fabricados en origen en la armería de Saint Étienne. Ellas no solo peinaban (una sesión podía durar un día entero), también trenzaban cestos, esteras, cuerdas para bajar y subir los recipientes de agua del pozo.
El caso es que a las estatuillas no se les atribuía ningún valor particular –aparte del reconocimiento que pudiera tener el herrero por su habilidad–, a menos que no estuvieran “ungidas”, “sacralizadas”: su valor de uso era funcional solo si habían sido partícipes de una ceremonia, ya fuera secreta o colectiva, que les dotara del aura del poder que el animismo atribuye a los objetos. A menudo, las tallas no eran más que un soporte para el fetiche, generalmente un saco lleno de cosas dispares, ya fueran orgánicas o inorgánicas, recubierto con la sangre de los sacrificios que había recibido a lo largo de años (podían ser cientos), pasado de iniciados a iniciados, tal y como se llenó en su origen, sin que nadie pudiera abrirlo y averiguar su contenido.
Si la artesanía africana adquiere estatus de Arte –aparte del interés de los artistas occidentales (que ya se sabe, son como niños)– es gracias a dos de las proezas civiles del colonialismo. En 1923, el magnate del automóvil André Citroën, después de haber hecho algún viaje por el Sáhara, imagina un proyecto turístico de alto standing para burgueses deseosos de experiencias exóticas: una travesía en co-ches-oruga con tracción de cadenas (como los tanques), construcción de carreteras y hoteles de lujo. Para ello pone a los ingenieros de su empresa a trabajar en un modelo de motor con el que espera, además, fastidiar a su competidor, Louis Renault. El delirante proyecto fracasa estrepitosamente a causa de su coste exorbitante y por una amenaza de insurrección armada en el sur de Marruecos: el gobierno francés prohíbe el paso por la zona por algo que no es más que una conspiración de Renault. No obstante, la tozudez de Citroën le lleva a resucitar la aventura por otros medios: en 1924 parte de Colomb-Béchar (base de la Legión Extrangera) una caravana de ocho vehículos cargados de etnólogos, geólogos, meteorólogos, zoólogos, antropólogos, geógrafos, cartógrafos, un cineasta, un operador cinematográfico, y un pintor, un ruso blanco, Alexandre Iacovleff; un total de diecisiete miembros, la Croisière Noire. La operación es un éxito: al cabo de 28.000 km y siete meses de viaje, la caravana es recibida en París con todos los honores y da lugar a una exposición en el Louvre; mientras, la Societé de Geographie financia una película muda de 70 minutos, gran éxito de público. Mas, debido a la poca capacidad de carga, la mayoría de objetos acumulados durante el viaje habían sido abandonados; en el Louvre, el espacio lo ocupan los automóviles ya que el resto no tiene gran interés: muestras botánicas, insectos, pájaros disecados y dibujos de mamíferos. A Citroën le resultó, había lanzado la primera operación mediática cultural de la época moderna, que tuvo sus consecuencias en el mercado: la artesanía africana empezó a cotizar. Un empresario del textil, Pierre Loeb, abre en 1924, en sincronía con el regreso triunfal del crucero negro, una galería de “arte africano y oceánico” en pleno centro de París. Entabla amistad con las vanguardias y expone a Miró, Klee, Man Ray, Max Ernst, De Chirico, Artaud (que sin ser pintor hará numerosos esbozos de su familia) y Picasso –de quien nunca logrará ser marchante, sobrepasado por el intelectualismo de Daniel-Henry Kahnweiler.
El reconocimiento del artesanata africano y su elevación definitiva al olimpo artístico la remacha otra expedición, esta vez sin propósitos industriales, sino científicos: la Misión Dakar-Djibouti. Un ingeniero fracasado, Marcel Griaule, deseoso de trascendencia religiosa, involucra a la flor y nata de la intelectualidad francesa en el proyecto que inaugurará la etnografía moderna: durante más de dos años, una expedición atravesará de Oeste a Este, desde Senegal a Etiopía, el África colonial. No serán plantas ni insectos lo que recojan, sino pura ideología etnocentrista, inventando cosmogonías de fantasía e incorporando cientos de objetos a la Historia del Arte Universal en el mayor saqueo cultural desde que las tropas napoleónicas invadieran Egipto. Sin que se le caiga la cara de la vergüenza, en un arrebato de sinceridad, Michel Leiris escribe en su diario de la Misión (Afrique fantôme. Gallimard, 1934) la siguiente confesión:
“[…] A la derecha de la gruta, en un pequeño santuario, una bella estatuilla de madera. Aparentamos no hacerle caso para no llamar la atención, pero basta una ojeada a Schaeffner para ponernos de acuerdo: esta noche iremos los dos a robarla […]”.
París, epicentro del Arte antes de que Nueva York le arrebatara a golpes de talonario la primacía, se tiñe de betún. Lo “negro” entra en tromba en el imaginario colectivo: en el music-hall, a través de Josephine Baker, una americana de Missouri nacionalizada francesa (que participó más tarde en la Resistencia contra los nazis), y del jazz afroamericano que sedujo tanto a algunos intelectuales como a la juventud francesa más in- quieta. El Grupo Surrealista, siempre alerta en detectar e influir en las últimas tendencias, se apresuró a publicar un relato de la expedición en el segundo número de su revista Minotaure, antes de que Leiris y Griaule hubieran publicado sendos libros sobre su experiencia viajera.
Si hay un autor que haya contado la cruda verdad, este es Yambo Ouologuem. Ganador en 1968 (año de buena cosecha) del prestigioso premio literario francés Renaudot, vio cómo su libro Le devoir de violence –que desvelaba tanto las atrocidades de los colonialistas como las de los caciques negros (cómplices que supieron aprovecharse)– fue tachado de plagio y los ejemplares impresos secues-trados y llevados a la guillotina con prohibición de reimpresión ad aeternum, tabú que todavía es vigente: la traducción al español fue prohibida hace pocos años. Ouologuem (acusado además del pecado nefando) volvió a su país, Malí, donde parece que, después de un exilio interior, ejerce de sacerdote islámico. Occidente crea sus propios enemigos.
“[…] Saïf elevó el nivel de la especulación en la bolsa del arte negro, fabulando con la salsa de la tradición y los valores humanos, una cocina de arte simbólico, religioso, puro, que llegó a los curiosos, turistas extranjeros, colonos etnólogos, sociólogos que afluyeron en masa al Nakem […]. El arte negro bautizado como estético, y mercantilizado –oyé!–, en el universo imaginario de los intercambios vivificantes. […]. El arte negro forjaba sus cartas de nobleza en el folklor de la espiritualidad mercantilista, oyé, oyé, oyé. […]. Bastó que el imperialismo blanco se infiltrara con su violencia, su materialismo colonizador, para que un pueblo civilizado se precipitara al estado salvaje, acusado de canibalismo y primitivismo, mientras que –testimonio: la grandeza de su arte– el esplendor de los imperios de la Edad Media constituía la cara verdadera de África, sabia, bella, ordenada, no violenta y potente, así como humanista –cuna de la civilización egipcia […]. Así que adquirir máscaras antiguas empezó a ser un problema desde que Shrobénius y los misioneros se beneficiaran de su compra en cantidad. Saïf, pues –y la práctica está en vigor hoy en día–, hizo enterrar quintales de máscaras, hechas a toda prisa, en el barro de las orillas de pantanos, charcas, estanques, lagos o ciénagas, para exhumarlas poco después vendiéndolas a curiosos y profanos a precio de oro. […] Estaban estas máscaras, viejas de tres años, cargadas del peso de cuatro siglos de civilización. […]”.

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En 1977, iniciamos entre tres (un etnopsiquiatra, una etnosocióloga, y un fotógrafo/ técnico de sonido) el primero de una serie de viajes al África Occidental, proyecto autofinanciado que se prolongó a lo largo de años. El objetivo era entrar en contacto con los curanderos tradicionales que trataban la locura, intercambiar métodos terapéuticos, documentar sus prácticas y, en colaboración con el Instituto Nacional de Medicina Tradicional del Malí, establecer un censo a través de encuestas entre la población que nos permitiera elaborar un mapa de los que eran auténticos, separándolos de los que eran simplemente charlatanes. Ahí entramos, poco a poco, en un mundo poco conocido en Occidente, el alma profunda de los comportamientos cotidianos, las brechas culturales y psicológicas que llevadas al límite podían ser causa de descompensaciones psíquicas.
En Bodio, aldea de unos quinientos habitantes en la meseta dogon, de difícil acceso, lejana de los circuitos turísticos –que ya existían en el acantilado de Sanga, consecuencia de la expedición de Marcel Griaule–, encontramos a un curandero, un féticheur, Kasselem Sagara (custodio del fetiche cuyo dibujo aparece en el inicio de este artículo), que nos acogió, nos abrió las puertas y empezó nuestra iniciación, avisándonos de que hasta que no hubiéramos llegado a un cierto nivel no “veríamos” nada. Personaje humilde, un campesino, que había recibido su saber (revelado) de los espíritus del bosque después de un episodio psicótico propio, en una de las decenas de cintas audio que grabamos nos contaba lo que sigue
“Venís por la mañana y por la tarde a mi casa. Me gusta mucho, esto trae la civilización a mi patio. Esta es una aldea escondida, hay gente que nunca había visto a un blanco. Habéis venido de muy lejos para aprender algo de lo poco que sabemos, así el mundo evoluciona, conociendo lo que otros saben. Cultivar con una carretilla lo aprendimos de vosotros, hasta entonces solo lo hacíamos con la daba (la azada); las carretillas, las bicicletas, los coches, todo esto lo aprendimos de vosotros. La palabra “escribir” ni siquiera existía, no la conocíamos. En Bandiagara se abrió una escuela y algunos enviaron a sus hijos a aprender a leer y a escribir. Los hubo que se fueron a Francia y ya no regresaron, así es como las cosas evolucionan. Cuando volváis a casa, podré pedir a Guindo* que escriba una carta para pediros algo, y será también gracias a vosotros, que podéis mandar mensajes desde muy lejos. Si no sabes escribir, si hablas con la boca, la voz no llega ni a los lindes de la aldea, la oye tu vecino.
El conocimiento de un dogon es como el de un pollo; no sabemos fabricar ni una bicicleta, nuestro automóvil es el caballo. Ahora hay dogons que suben a los coches, que viajan en aviones. Todo gracias a vosotros. Si venís de vez en cuando lo mejor sería que montárais una fábrica de bicicletas.
Cuando dejaron el Mandí donde fueron creados, mis antepasados dogon llegaron hasta aquí. Lo hicieron para cultivar mijo, arroz y cebollas; ni frutas ni verduras. Se les dijo que comieran solo mijo y arroz. Cuando salieron del país Mandingo, Dios les obligó a fatigar, a trabajar todo el día, mal alimentados. Un dogon puede cultivar durante 24 horas comiendo solo mijo, sin vitaminas ni nada. Después puede caminar muchos kilómetros, mientras que los blancos no habéis hecho nunca ni un kilómetro a pie, tenéis todos los medios para desplazaros, voláis por el espacio, navegáis con barcos en el agua. Me contaron del Apollo II en la luna, pero yo no lo vi, y no me lo creo, no creo que los americanos dieran la vuelta a la luna, la luna está pegada al cielo y no se puede ir por detrás. Pero oí hablar de ello, lo que aumentó mi conocimiento.
Cuando los dogon dejaron el país Mandingo, llevaron consigo una herencia: los fetiches. Tallar maderas, ponerles encima los objetos sagrados, encerrarlos en una casa y degollar pollos o corderos para el sacrificio. Y curar con raíces y plantas. Son las raíces las que curan, junto con las cosas que recitamos, no los fetiches. Pero los herreros tallan las estatuas para plantar los fetiches, y los curanderos llamamos a los guinnarous del bosque que nos indican que raíces son las que curan y dónde encontrarlas.
Ahora, en la aldea, los hay que rezan*, otros no lo hacemos. Antes, si no venías a pedir al fetiche no podías tener una buena cosecha. Si no tenías mujer, el fetiche te decía dónde encontrarla. Si no tenías un hijo, con el fetiche lo engendrabas. El fetiche sabe que hay la mitad que rezan, y ya no da tanto como antes. Los que sabían curar han abandonado, los ladrones vinieron a robar y vender, por uno, dos millones. Han malogrado el país, y por ello hay sequía: por eso no tenemos mijo ya que el fetiche lo sabe todo y actúa en todo; cuando se los respetaba, la lluvia caía abundante. Ahora los han vendido y han destrozado el país. Los compradores tienen su interés, les gustan las estatuillas, pero los que han vendido han destrozado el país. No debían hacerlo.”
Kasselem murió al año siguiente de un infarto, rarísimo en un dogon; sintió un dolor en el pecho, se tumbó y pidió que alguien se le subiera encima del tórax, presionando el corazón. Al año siguiente, un viejo noble dogon nos contaba: “Kasselem había venido a saludarme, estaba de paso, iba a visitar a una de sus hermanas y después a su hermano mayor. Le pedí que dejara en mi casa su saco de viaje, yo lo custodiaría (llevaba dentro sus gri-gri, sus “compañeros”). Así me aseguraba de que volvería a por él. Cuando lo hizo, al despedirse con los saludos de rigor, me dijo que era la última vez que nos veíamos. ‘¿Tan mal te he tratado para que me digas esto?’. No contestó. Al cabo de algunos días, su hermana vino para anunciarme su muerte. Aquel día no pude dormir.”
El deceso de un personaje es la chispa que prende y enciende su mito. A Kasselem le habíamos visto hacer demostraciones de su potencia, como acostarse en el suelo, ponerse un mortero de madera de cuarenta kilos sobre el pecho y dejar que cuatro o cinco mujeres molieran el mijo que contenía. Físicamente era explicable, algunos “harrijasotzailes” vascos lo practicaban como exhibición: ponerse un pedrusco en el tórax y dejar que lo rompieran a mazazos: la roca absorbía la energía cinética de los golpes y no afectaba al cuerpo. En cambio el mito da lugar a lo inexplicable, lo mágico: “Kasselem iba de vez en cuando a una laguna totémica, di dama (agua prohibida), y estaba una semana bajo el agua”. “Kasselem era capaz de subir de un salto una casa de tres pisos…”. Lo que sí que salió a la luz sin dejar lugar a dudas es que poco antes de nuestra llegada había sido llamado por el jefe de la policía de Bamako, Tiékoro “Django”, antes de intentar un golpe de Estado, para que le adivinara el porvenir. Conducido en coche oficial a la capital desde su aldea remota, después de hacer sus prácticas adivinatorias, lo vio tan negro que no se atrevió a decirle la verdad, solo que los espíritus aquel día estaban de viaje y no respondían. El golpe de Estado falló, el golpista fue ejecutado por las bravas (ver Gráfrica I).

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Un bisnieto de Savorgnan de Brazza que ejercía de diplomático en Bamako, coleccionista de bois, “maderas” (que es como llaman los africanos a las esculturas sacras), nos decía que, para saber si eran auténticas o no, había que olerlas. Félix de Azúa, en su Diccionario de las artes, lo cuenta en una anécdota entrañable:
“[…] Recuerdo muy bien una reunión literaria en la que un invitado, originario de Guinea, no se movió de su sillón, atornillado a un whisky y a la mirada demoníaca de un muñeco sucio y recosido que reposaba en una urna a la que nadie, excepto él, prestaba la menor atención. No abrió la boca y se retiró muy temprano. Es la única vez que he visto palidecer a un negro. Nadie volvió a saber nada más de él […].” Makari, Makari!

Orfeo movía árboles, rocas y flujos de ríos, cosa que viene a ser lo mismo (aunque en más grande) que lo que hace un artesano africano cuando esculpe.
Para un animista, un árbol no es un árbol, ni una roca es una roca, ni un río es un río: el árbol, la roca, el río, son él mismo, su esencia y la de sus antepasados.

Art nègre? Connais pas

Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nemopuceno María de los Remedios Cipria-no de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso, respondiendo, en 1920, a un periodista de la revista Action.

Texto: Albert y Jordi Romero

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