MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Beau geste


El gesto como representación ha sido el reino de los juglares, del teatro popular, de los saltimbanquis, de los payasos, del cine mudo. No es extraño que en los 50/60 el mimo se impusiera en algunos países de Europa como modo de expresión refractario a las imposiciones de las dictaduras de un lado, y de la democracia formal de otro. Publicado en Visual 167

En plena ocupación nazi de Francia, en 1945, Marcel Carné filmó una obra magna: Les enfants du paradis. Diálogos de Jacques Prévert. Ambientada en el París de los bajos fondos que pronto vería la Revolución de 1848, de sus cuatro protagonistas (una señorita de vida fácil, un dandy anarquista individualista, un actor de éxito y otro actor modesto, su alter ego) sobresale la interpretación de éste último, Jean-Louis Barrault, el mimo, el que dice sin hablar. Fue maestro; sin él no habrían existido I Guffi, milaneses vestidos con mallas negras y bombín, impulsados por Dario Fo; ni Els Joglars, del ínclito Boadella; ni el Teatro Negro de Praga. El mimo es una marioneta sin hilos que lo atan a un conductor, quizás por ello tuvo su más alto nivel de aceptación en los países que reprimían la expresión escrita o hablada; el gesto de girar el índice en la sien no era adecuado en una jura de bandera española (hubo quien lo hizo y se encontró con cinco años de condena en el penal militar de Cartagena), pero en un cabaret (un café-teatro) era incontrolable: los censores no estaban preparados para todo lo que no fuera tachar líneas de texto con lápiz rojo u ocultar el escote de una dama en una película. El Arte, sea pintura, escultura, teatro, cine, arquitectura, o los menores, que incorporan la palabra “diseño”, siempre es político, aunque no pretenda serlo.
En fotografía, la diferencia es flagrante: los fotógrafos de Magnum, la agencia creada por Cappa, Seymour y Cartier-Bresson, que puso las bases del reportaje humanístico, no concebían su trabajo sino como acercamiento al sujeto fotografiado: los ojos y el gesto, despreciando la anécdota. En cambio, los grandes artistas del Este, excepto Joseph Koudelka que abrazó la tesis del instante decisivo, se iban por las ramas, fotografiaban señoras desnudas en ambientes degradados, paredes desconchadas, ruinas, o recuperaban los aspectos más simples del surrealismo. Del mismo modo que la animación televisiva tuvo un gran momento de esplendor en la Checoslovaquia de los 60, o que el cartelismo polaco fue ejemplar e influyó en la cultura pop de los países capitalistas: ficción o montaje contra la cruda realidad cotidiana.
En la Cuba posrevolucionaria surgió un grafismo particular, directo, sin florituras, opuesto a las imágenes que la publicidad norteamericana había puesto de moda con ilustraciones relamidas y mucha técnica, celebrando el triunfo de la familia, del dinero, del éxito individual. En enero de 1968, antes de las revueltas del Mayo francés, se celebró en La Habana un Congreso Cultural al que acudieron intelectuales y artistas izquierdistas de todo el mundo que se hincharon a fumar marihuana y a fornicar a destajo con mulatas. A cambio, fueron a cortar caña, sin esforzarse mucho. Max Aub había escrito en 1960, en Humanismo, una revista mexicana:
“Me es muy difícil –a mí como a tantos– darme exacta cuenta de lo que es y se propone la actual Revolución Cubana por la evidente parcialidad contraria de la mayor parte de la prensa. (Lo que no es nuevo ni particular al movimiento encabezado por Fidel Castro; los republicanos españoles hemos conocido el mismo alevoso mal).
Por otra parte –aun sin saber–, la Revolución Cubana entra a formar parte, –sin duda alguna ni paso atrás posible, sean las que fueren las contingencias futuras– del nuevo perfil que adquiere el mundo dibujado por múltiples países de reciente historia patria”.
En 1968, cuando nadaba entre dos aguas, Aub escribía mientras asistía al Congreso:
“No hago juicio, doy lo que vi ofreciendo libremente mi sentimiento. Si algo suprimo no es en cuanto a la realidad sino a los respetos humanos. No pronuncio sentencias, solo las publico. […] En general, la primera impresión es favorable. Pero no puedo olvidar que penden de un hilo. Lo que refuerza la simpatía. Estos insensatos indefensos, geográficamente hablando, dispuestos a dar la vida al primer grito de Fidel… (No todos, claro, pero los suficientes para quedar en la Historia)”. […] Éste es mi diario de enero de 1968, en Cuba. Cuento; no miento”.
Quien había dado la vida, fusilado en Bolivia en Octubre del 1967, era el Che Guevara. Ministro de Industria incompetente, presidente improvisado del Banco Nacional, escritor mediocre, brillante diplomático. Prochino: Fidel Castro —que no era comunista sino nacionalista—, necesitado de la ayuda de la URSS lo mandó al carajo y el Che rompió amarras. Fracasó en el Congo (no tenía ni idea de cómo funcionan las cosas en África), e hizo un gesto: pretender organizar la Revolución en Sudamérica. Sin el apoyo del Partido Comunista Boliviano ni el de los indígenas a los que pretendía liberar del yugo imperialista, denunciado por Régis Debray (un intelectual francés con menos luces que una bombilla fundida) que cantó al cabo de poco que los agentes de la CIA se ocuparan de él, su gesto, convertido en gesta, lo elevó a los altares, y su icono (derivado de una fotografía reencuadrada de Aberto Korda de 1960), compite todavía con el de Jesucristo (los Beatles también se apuntaron a la carrera). Maradona lo tiene tatuado en un brazo, y no hay front-man de grupo de rock antisistema que no lo incorpore en su camiseta. Es la imagen más reproducida de la historia contemporánea desde que Pete Seeger cantara un poema de José Martí, Guantanamera, y Carlos Puebla Hasta siempre Comandante. Por algo será. Texto: Albert Romero

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