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Cajetillas españolas: humo que se va


05 GitanesEn 1940, los directivos de Lucky Strike, preocupados por el auge de sus mayores competidores, Camel y Chesterfield, buscaron a la estrella del diseño industrial, Raymond Loewy, sagaz remozador de logos. Con la sencilla maniobra de colocar en ambas caras de la cajetilla la diana (Lucky strike quiere decir algo así como “golpe de suerte” y apela directamente al béisbol, una de cuyas jugadas principales es el strike) y eliminar el espeso verde del fondo, además de modernizar las letras, relanzó de tal modo la marca que al poco tiempo había duplicado las ventas. Publicado en Visual 177

Pero cuando ejecutivos de Camel quisieron cambiar de imagen en 1958, encontraron la enérgica oposición del público, para quien el animal-insignia de la marca era una mascota más familiar que el águila calva del escudo nacional. Camel fue uno de los pioneros del american blend (que no blond), el “rubio americano”, una compleja mezcla de hasta 128 clases de picadura, con base virginiana y aportaciones turcas. Para aludir a este elemento otomano de la composición se ambientó el diseño en un escenario oriental. En 1913, la empresa litográfica de Richmond encargada de las cajetillas envió un fotógrafo a retratar en un circo próximo a Old Joe, el modelo del dibujo. ¿Que es un dromedario y no un camello, y que las pirámides están en Egipto y no en Turquía? Qué más da, una vez que el inconsciente colectivo ha interiorizado hasta el fondo una imagen. El dromedario de Camel no se toca. Los americanos hicieron tan profundamente suya la imagen que sobre ella proyectan sus fantasías y en las líneas del animal ven encriptadas numerosas figuras, como un joven empalmado y otras calenturas subliminales.
En un principio se ignoraba el nombre del autor de tan obsesionante dibujo, pero con el tiempo sabemos que fue Otto “Fritz” Kleesattel. Resulta que durante la guerra, una guerra, había trabajado como técnico artístico de camuflaje, pintando edificios, puentes, vehículos y otros potenciales objetivos militares, de forma que se hiciesen invisibles. De ahí a suponer que camufló figuras en el camello, el salto lo da la fantasía popular con tanta facilidad como con la autoestopista de la curva.
También conocemos el nombre de los diseñadores de Gitanes y Gauloises, marcas tan francesas que cuando vemos en libros y revistas de época la foto de una persona francesa (Bardot, Camus, Delon, Beauvoir, Sartre, Godard, Vartan, Pompidou…), si no tiene en la boca un gitanes tiene un gauloises, como si formase parte del atuendo nacional. Ambas cajetillas primeras las creó Maurice Giot, un paisajista: Gauloises en 1925 y Gitanes en 1927. Más adelante fueron revisadas respectivamente en 1936 por Marcel Jacno, cuya firma aparece en cada paquete, y por Max Ponty en 1947, también firmando.
De los diseñadores españoles de cajetillas sólo conocemos el nombre de Carlos Vives (1900-1974), autor, antes de la guerra civil, del paquete de Ideales azul y del logotipo de Smoking, el papel de fumar. Pero la forma de resultar conocido como padre de objetos tan populares, así como su singular talento para el troquelado y la invención de cajas y envases, lo denominado técnicamente hoy packaging, es bastante celtibérica: saltó primero a una relativa fama porque estuvo décadas sin pegar ojo, desde los 21 años, y lo contó en una carta publicada en la prensa.
Había diseñado papel moneda (el primer billete de peseta) y folletos propagandísticos para la Generalitat y la CNT. Detenido al regresar de un fallido refugio en Francia al término de la guerra, juzgado y absuelto, afrontó la posguerra viudo y con cuatro hijas. Se dedicó al diseño de tarjetas navideñas para las que inventaba pliegues y despliegues, relieves y troquelados.
En los años treinta, en un país que fumaba liando picadura guardada en petaca de cuero, se puso en circulación el “rubio americano”, a imitación de los tabacos virginianos que se exportaban desde USA a todo el mundo. Cigarrillos ya hechos para consumo de la élite social, pues su precio era prohibitivo y funcionaba como signo externo de riqueza y estatus. Del diseño del primer paquete de Bisonte, puesto en circulación en 1933, se encargó Carlos Vives. No queda otra que señalar que se trata de una descarada copia de la cajetilla de Lucky Strike entonces vigente, la anterior al rediseño de Loewy. Tanto los colores del fondo y la diana central, así como la disposición y tipo de las letras, son una copia directa. La variación aportada es la inclusión en el círculo de un compacto bisonte dibujado a plumilla con estilo clásico, que remite a las praderas americanas. Es difícil saber el origen de esta servidumbre, tal vez una imposición del cliente. En cualquier caso, en la época la autoría de estas labores gráficas, anónimas para el público destinatario, carecía de la menor importancia. Otra cosa es la cajetilla de Americanos, la elegante silueta de un galeón recortada limpiamente en potente rojinegro, planteamiento también utilizado por Vives en un cartel del diario ‘El Matí’ de Barcelona, su ciudad natal.
España era un país aficionado al tabaco. Los primeros fumadores europeos fueron los expedicionarios de las carabelas colombinas. El padre Las Casas testimonia en sus Historia de las Indias cómo los indígenas usaban “unas hierbas secas metidas en una cierta hoja, seca también, a manera de mosquete hecho de papel, y encendida por una parte de él; por la otra chupan o sorben, o reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así dizque no sienten el cansancio. Estos mosquetes, o como los llamáremos, llaman ellos tabacos”. Esa embriaguez seca que causaba el tabaco se asoció pronto a efectos terapéuticos y algunos médicos trajeron a la península cargamentos de hojas de la planta para fines curativos. La Iglesia no tardó en verlo diabólico e instar a Felipe II a prohibirlo. Pero el consumo y la circulación eran incontrolables y el propio Felipe II creó en 1634 el Estanco del Tabaco, el monopolio estatal para controlar el negocio, a la manera de los estancos de otras cosas monopolizadas, como el bacalao seco, que por eso importaba ser quien lo cortaba. Todavía hoy llamamos estancos a las expendedurías, una de las palabras más retorcidas de nuestra lengua. El tabaco se consumía más bien en polvo, aspirándolo por la nariz (rapé), como estornudífico, en nomenclatura de Larra. Con ese formato estuvo de moda unos siglos en la alta sociedad europea, la de pelucas de rizos blancos y lunares postizos.
La Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, el mayor edificio civil español de su tiempo, elaboraba la mayor parte de ese rapé, llamado “polvo sevillano”. El enorme movimiento del sector explica el surgimiento de un activo contrabando que, aun habiendo tráfico de otras drogas, se ha extendido hasta hoy. Del caudal de los impuestos recaudados da idea el que la creación de instituciones como la Real Academia Española y su Diccionario, por ejemplo, se financiasen con una tasa especial añadida a las del tabaco.
En el XIX la moda del rapé decayó en España y dio paso al tabaco de fumar. Se fumaban cigarros, así llamados por su parecido en color, textura y dibujo de filamentos a la cigarra y su aspecto de hoja seca, lo que no sorprende dada la capacidad de muchos insectos para mimetizarse con el entorno. De los cien mil habitantes de Sevilla, seis mil eran cigarreras de la Real Fábrica, trabajadoras de peculiar carácter que dieron pie al prototipo de Carmen.
El pueblo llano era de cigarros y pronto, en cuanto se inventaron los finos papeles engomados, de cigarrillos. De nuevo los españoles los primeros de Europa, donde se veía como una extravagancia. Larra, cuya mirada sobre las costumbres locales era más bien europea, y de ahí sus depresiones, veía así a los fumadores cuando entraba en un café: “Cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco”. Se fumaba en todas partes, ejerciendo un rito asociado al descanso y la charla. Un alto para sacar petaca, librillo de papel y chisquero, por educación ofrecer a la compañía, y pegar la hebra un rato.
Así décadas, durante las cuales se fabricó la primera cajetilla de cigarrillos ya liados, para quien quisiera ahorráse la tarea, y las maquinillas o esterillas, para quien no tuviera dedos mañosos. Se generó un vocabulario de diminutivos como los que el español despliega para manejar las cosas castizas de la vida diaria. Cajetilla, cigarrillo, pitillo, librillo, papelillo… Como paseíllo, carajillo, monaguillo, farolillo…
En la guerra se hizo difícil fumar porque la picadura estaba en un bando y el papel en el otro, y además la paralización general afectó también a la producción tabaquera. Pero se fumaba como fuese: peladuras secas de patata, hojas de maíz… Se aplacaban de una vez el síndrome y el hambre.
Tras la contienda, lenta reanudación de actividades en el país destruido, también en la industria tabaquera. Se reabrieron los estancos, asignados a viudas y huérfanas de guerra. Se repartieron cartillas de fumadores, con las que recoger la correspondiente ración de algo que, aunque de pésima calidad, al menos era tabaco. La picadura se distribuía en paquetes cuadrados, –cuarterones, mataquintos–, con el águila franquista estampada en el centro del basto papel. Los Ideales, o caldo de gallina (parece, dentro de la ironía, una denominación apreciativa porque, como decíamos, al menos era tabaco, y no míseros sucedáneos o la bazofia que componían los colilleros con restos recolectados en ceniceros y rincones), seguían contribuyendo con su imperturbable diseño art dèco al paisaje de la vida cotidiana, elemento fijo del ecosistema visual. Obra segura del artista insomne, Carlos Vives. Contra lo que parece, el paquete no traía cigarrillos listos para fumar sino paquetes cilíndricos de papel de trigo conteniendo la medida de picadura que volcar en el papelillo.
Constituida en 1945 la empresa nacional Tabacalera S.A., sustentadora del tradicional monopolio, se fueron lanzando varias marcas en el intento de levantar la industria y afianzarla frente a la presión exportadora de las compañías norteamericanas, cuyos paquetes casi todos rojiblancos (Pall Mall, Lucky, Winston, Marlboro, Philip Morris, Chesterfield…), habían pasado a ser signo distintivo de la nueva clase pudiente, en la que con la resucitada oligarquía se mezclaban arribistas, nuevos cuadros, estraperlistas y otros logreros. Fueron apareciendo Tritón, con el dibujo de un viejo lobo de mar, que sobrevivió en Timonel cuando esta marca sustituyó a la anterior; Bubi, un elefante con aires de personaje de tebeo, como si pretendiese conferir equívocamente un toque de golosina al producto; Reno, un dibujo naturalista y fragmentario, como extraído de una enciclopedia; Ganador, también con un indeciso estilo de ilustración; Jirafa, una estilizada figura del animal destacada sobre fondo blanco; el veterano Diana… La sucesión de mascotas culminó con la reaparición en 1953 del bisonte. Pero no el republicano, el de las praderas yanquis, sino uno español, según la tendencia autárquica de convertir el aislamiento internacional en una afirmación de las esencias. Qué mejor que el de Altamira, cuna de la civilización y reserva espiritual ya desde la noche de los tiempos. Lo cierto es que el diseño del nuevo bisonte, que podría haber sido un rancio pseudograbado o una tosca plumilla es de una gracia y una modernidad considerables, y así se integró durante décadas en el paisaje ibérico cotidiano, económica alternativa local frente al rubio americano. Hasta que en 1989 las autoridades comunitarias lo consideraron incompatible con la atmósfera europea, a causa de su potente toxicidad.
La misma suerte corrió otra insignia del estanco nacional, el Celtas Cortos, creada en 1957 para ofrecer al pueblo fumador algo asequible. Desaparecidas las colonias ultramarinas donde extender plantaciones, que habían pasado a manos cubanas y filipinas, es decir norteamericanas, se había promovido el cultivo de miles y miles de hectáreas en Canarias y Cáceres. Seguramente los residuos de los peores secaderos extremeños se derivaban para su embutido en papel y presentación en los estancos como Celtas Cortos. No se comprende, si no, cómo podía ser tan deleznable y haber en los cilindros estacas de semejante tamaño, junto a diversos trozos anómalos, de madera en el mejor de los casos. Con todo, era lo que el bolsillo común podía permitirse y constituyó la firme base del negocio de Tabacalera: con diferencia la marca más vendida, incontables millones y millones de cajetillas durante los 32 sufridos años de su vida.
Dentro de la apelación a los valores patrios, y siguiendo la huella de los vecinos transpirenaicos, la imitación del modelo Gauloises es evidente, aunque la de la versión primera, el jicho completo, porque la simplificada y definitiva, la que sintetizaba la idea en un casco alado, era demasiado moderna. El celta de la cajetilla es un tosco dibujo, pero expresionista y vigoroso; y el azul grisáceo y apagado que completa la definición del guerrero tampoco nos importa. Así nos lo parece de tan familiarizados que estamos. Y más desde que un grupo musical lo adoptó como espíritu integral de la banda.
Las versiones menos brutales del producto (que sobrevivieron al corte europeo), la Extra, Selectos o Con filtro, dispusieron de respectivas variantes del dibujo, pero siempre dentro de unos presupuestos estéticos elementales. Si el trazo continuaba siendo primario, el color ocre o siena que daba relevo al azul grisáceo era de la misma estirpe industrial que la pintura para fábricas o barcos.
Hasta la intervención radical de las autoridades sanitarias, la venta del tabaco se fomentaba, al igual que la de las bebidas alcohólicas, en tanto que por vía fiscal la pujanza del negocio rendía elevados beneficios al tesoro público. Gran parte de la facturación de las agencias publicitarias eran las campañas de promoción de las incontables marcas, su presentación seductora en los espacios televisivos y radiofónicos, así como en las páginas de periódicos y revistas, rings donde se disputaba cada parcela del mercado. Sin embargo, y pese a los intereses económicos en juego, el diseño de las cajetillas españolas es poco brillante. Una antología mundial daría una deliciosa colección de muy abundantes obras maestras, pero no podrían incluirse más de tres o cuatro ejemplares españoles sin forzar la ecuanimidad.
La aparición de Fortuna trajo el predominio del rubio americano, con lo que los diseños han ido mimetizándose con esos modelos virginianos muy de Costa Este (colores refinados y suntuosos, filamentos dorados, ligero bajorrelieve de monedas y escudos, caligrafías como de documento histórico). Previamente era una constante la invocación, en nombres y diseños, de valores patrióticos esenciales: Yuste (retiro del emperador Carlos V); Ducados, con la moneda regia; 3 Carabelas y su evocación del Descubrimiento; el ya mencionado Bisonte altamirano; Goya, en tierra de pintores universales; Rex, Coronas, Condal, en la tradición heráldica y la jerarquía feudal… Diseños austeros que se resolvían sobre la marcha en talleres o agencias, rayando la penuria artística, con excepciones escasas, como la de Jean, que en cajetillas y librillos exhibía su vanguardista ajedrezado rojinegro.
El reparto social de roles dictaba que los hombres fumasen negro y las mujeres rubio, excepto si se trataba de emboquillado americano, que por su elevado precio se convertía en signo de estatus, ya fuese importado o de contrabando o conseguido a través de algún contacto en las bases militares. De hombres era fumar negro; cuanto más fuerte, más hombres. Famosos por ello eran los Partagás, una marca cubana. Parecidos eran los españoles Habanos, elaborados por Tabacalera con material de la veda cubana de Vuelta Abajo. Si el castigo que éstos infligían en la garganta (para empezar) era bastante duro, el de los Krüger era indescriptible. Ya sólo el nombre, pronunciado tal cual a la española, como cuando a Hegel se le llama Éjel, iba lijando bien la laringe. Y bastaban tres caladas para dejar al fumador tosiendo y afónico. Contra lo que el nombre pudiera sugerir, se trata de una marca canaria, producida en la plantación La Favorita, de Eufemiano Fuentes. Paul Krüger fue un blanco de origen alemán nacido en Sudáfrica y líder de los bóers. Hay una película de propaganda nazi, de 1941, que exalta su figura: Ohm Krüger. En algunas cajetillas aparece retratado con un rostro feo e intimidatorio. Extremo insuperable del tabaco negro en su condición de tabaco para hombres, la marca era tan macho que masculinizó Virginia: pone Virginio. El magnate Eufemiano Fuentes fue secuestrado y muerto en oscuras circunstancias. El apodo del culpable, Ángel Cabrera: El Rubio.
Si en el mencionado reparto de roles el tabaco rubio lo fumaban las mujeres, fuera de la marca Bisonte, o 3 Carabelas, o Un X-2, o las que sucesivamente fueran apareciendo, junto al toque sofisticado de los mentolados y sus verdes nombres refrescantes, Piper, Rocío, etc., algo empezó a cambiar en los setenta. Una marca con nombre de mujer, Lola, específica para público femenino, como las extranjeras Eve o Sissí, empezó a ser consumida por hombres también. El diseño de la cajetilla coincide con la irrupción del Flower Power. Hachís y marihuana mezclan fatal con el negro, no hay color. Y a quien se acostumbra al sabor del rubio en los porros luego le cuesta regresar a la dureza del negro. En el curso de unos años los hábitos de consumo cambiaron y la irrupción de la marca definitiva de rubio de Tabacalera, Fortuna, vino a consolidarlo. Americano, con su diseño rojiblanco, entreverado de filigranas y pequeños escudos dorados, la mayoría de los rediseños fueron paulatinamente en esa dirección (Ducados, etc.). Hasta que la imagen omnipresente del tabaco y sus llamativas cajetillas multicolores empezó a desaparecer y extinguirse. Primero de los espacios publicitarios y luego de la realidad, para ser sustituidos por mensajes disuasorios. Pronto los paquetes serán genéricos, neutros, con el nombre en tipografía reglada. A título personal consigno que la parte de investigación documental realizada para este artículo a través de Internet ha sido una tortura: cada imagen de una cajetilla suministrada por Google aparecía flanqueada por tres o cuatro espantosas fotos anatómicas de organismos en descomposición. Es de suponer que el Gran Camello de la droga nicotínica ha calculado que el coste sanitario de la pandemia tabaquista excede lo recaudado a través de los impuestos generados por el monopolio. No soy fumador y el asunto rebasa el presupuesto de este artículo, jugar con imágenes que hasta el otro día han formado parte de nuestro ecosistema visual.
Es imaginable que pronto en los archivos de RTVE estén disponibles unos programas de Garci tratados como las fotografías soviéticas con disidentes esfumados por arte de retoque, programas en los que los contertulios ven Casablanca, Rick en un local diáfano bebe agua con gas aunque se lleva frecuentemente la mano a la boca en una especie de tic, como los contertulios, que también se llevan a menudo los dedos a los labios, y hablan como si no se vieran, como si en vez de aire transparente hubiera entre ellos una densa humareda. Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

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