MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Crónicas. De los derechos de autor


Del mismo modo que los músicos tienen la SGAE o los artistas plásticos y visuales tienen  a VEGAP, CEDRO es la entidad de gestión que recauda y reparte los derechos de las obras literarias. A ellos corresponde entre otras funciones el reparto del canon por préstamo que se hace de obras en las bibliotecas. Hace unas semanas los autores hemos recibido una carta con la liquidación correspondiente a los dos últimos años en bibliotecas del Ministerio de Cultura, de la Comunidad de Madrid y los de cuatro años de las bibliotecas municipales de Catalunya. En el caso de quien esto escribe –un autor modesto cuyos libros escritos o ilustrados pueden contarse con los dedos de una mano– el montante son veinte céntimos de euro. Autores de la talla de Mauro Entrialgo, y así lo cuento porque él lo ha hecho público, la liquidación no alcanza los ocho euros.
Podría realizar un alegato corporativista para reclamar más dinero, establecer sonrojantes comparaciones con cualquier otro colectivo… no merece la pena. Los datos son tan absurdos que bastantes autores han compartido en las redes su liquidación para vergüenza de los responsables, si es que alguien se diera por aludido, que sospecho que no. Personalmente creo poco en los derechos de autor entendidos como los defiende la ley de protección intelectual. Si además la parte que me corresponde es esa, con más motivo. Estos derechos chocan y han de hacerse compatibles con el que los ciudadanos tenemos al acceso a la cultura, y me cuesta poco alinearme del lado de este último. Pero eso no quita para que debamos hacer algunas reflexiones.
Los diseñadores gráficos no participamos de esos derechos. En la obra compuesta que es un libro, se devengarán haberes para los fotógrafos e ilustradores de cubierta y de las tripas si fuera el caso; por supuesto, para el autor o autores de los textos; también para el traductor –una labor, cuando menos igual de “mecánica” que la del diseñador–. También los responsables de adaptaciones de textos clásicos tendrán su miseria. Pero ni el diagramador, ni el diseñador de libros o de la cubierta está contemplado como autor ni en las leyes ni en los reglamentos ni en los repartos que las entidades de gestión hacen.
Especialmente incómodo me resulta el caso de las traducciones y adaptaciones: que la obra de Lope de Vega, por ejemplo, siga devengando derechos a terceros es un insulto, y desde un punto de vista moral –ya sé, mi moral, que no tiene por qué ser mejor que otras– estas intervenciones mecánicas de obras que ya son de todos no deberían poder cercenar el otro derecho, el que los ciudadanos tenemos a poder acceder y disfrutar de la cultura. Shakespeare es Shakespeare, aunque sea en aranés.
Es cierto que este convencimiento está alejado de los convencionalismos que desde hace dos siglos hemos dado por buenos en lo que se refiere a los derechos de autor, ni siquiera es una batalla perdida porque no existe tal batalla: es así en todo el mundo y no hay por qué cambiarlo. Pero bien está que sepamos que en su aplicación, y eso sí es más reciente y queda al albur de los gobernantes y las legislaciones concretas, la creación es al mismo tiempo la palanca o arma arrojadiza que se esgrime para mantener el tinglado, pero en la realidad se reduce a esos veinte céntimos de euro de la vergüenza. A partir de ahí, el fomento de la cultura se entiende como el de la industria cultural. Se destinan cantidades nada desdeñables a los editores, por ejemplo, una vez subsanado el incómodo trámite de tapar la boca a los autores con esos veinte céntimos. Y así todo.
Ya sé que todo esto es opinable, que ni siquiera existe la mínima posibilidad de que cambie. Pero el derecho al berrinche, ese no me lo quita nadie.

Texto: Alvaro Sobrino

Publicado en Visual 183

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