MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Diseñorío


“Un grafista no tiene porqué ser un artista. El artista para expresarse no depende más que de sí mismo, de su creatividad y de su espontaneidad, como un pintor rupestre o un grafómano de urinarios. El grafista, en cambio, necesita una necesidad de decir: para decir (informar); para vender (comunicar); para vender más (promocionar). Sin un cliente, el grafista es un artista: los dos utilizan la misma materia prima y, cada uno a su modo, interpreta la realidad. O así tendría que ser ya que nadie sabe con certeza lo que es un artista; ni los grafistas, ni tan solo los artistas. Publicado en Visual 162

Un cliente tampoco tiene porqué ser un artista, pero a menudo tiene ideas ‘artísticas’ sobre la forma en la que pretende que se diga lo que quiere decir. Este es el primer primer problema para el grafista: el ‘gusto’ del cliente. El grafista no tiene ‘gusto’, tiene ‘razón’, cosa que implica aplicar criterios racionales (económicos, estéticos, históricos) para elaborar un mensaje dirigido a un receptor: ‘buen gusto’ o ‘mal gusto’ son categorías variables, moda estacional. ¿O la valoración del kitsch no significó poner el mal gusto al mismo nivel del buen gusto?
Cuando el cliente, además de tener buen gusto, está convencido de tener razón (‘el cliente siempre tiene razón’), el grafista se enfrenta con el dilema: trabajar en función del cliente en lugar de hacerlo en función del público al que el cliente pretende dirigirse. Aunque el cliente sea quien mejor conozca a sus clientes (el público), y por lo tanto sea la primera fuente de información, el utensilio primordial del grafista. Y además es el que paga, si paga.
El segundo problema no es externo, sino que depende de la capacidad para adaptar los propios conocimientos (aprendizaje-experiencia-memoria) al encargo. Aquí entran en juego dos vertientes: la técnica –en cuanto dominio de modos de representación– y la sensibilidad para tocar, a través de estos modos, al público a quien va destinado el mensaje. Por ello, el estilo, concepto diferenciador propio del comportamiento artístico, no significa lo mismo en el ámbito del grafismo: la acción del artista carece de sentido si no es universal, la del grafista es parcial, definida a priori, cosa que obliga al abandono del estilo personal para poder escoger entre todos los estilos el más adecuado en cada caso. El grafista es más manipulador que creador.
El grafismo como profesión moderna se estructuró alrededor de las vanguardias artísticas del primer cuarto del S. XX, con la voluntad explícita de adaptación al crecimiento tecnológico y a la velocidad de reproducción: los viejos oficios se fundieron en uno nuevo que, integrando los métodos de producción industrial, abandonaba la idea romántica del Arte, sin renunciar ni a la tradición ni a lo cotidiano. La figura resultante se acercó a la del artesano renacentista, potenciada por el maquinismo, libre de las obligaciones del genio demiúrgico, concentrando su interés en el concepto de ‘proyecto’ más que en el de ‘obra’. Tercer problema del grafista: edición, fabricación y difusión son etapas tan importantes como la gestación; todo resultado depende de la adecuación al proceso global.
A pesar de la confusión actual entre los estatus de grafista y de artista, dictada por la necesidad de valor añadido –ideológico y mercantil–, hay una realidad que se impone: las técnicas digitales de producción y difusión multimedia ponen en grave peligro la noción de autor, soporte jurídico del valor añadido. Se impone un solo criterio: la eficacia.
Todo depende del punto de vista: los autores de Altamira o Lascaux todavía son eficaces, aun siendo anónimos. Y los de las señales de tráfico, también.”

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El texto precedente tiene fecha: abril de 1996; prólogo de una exposición en el Centre de Lectura de Reus que montamos para celebrar el décimo aniversario de nuestro estudio. Si lo saco del baúl es por ser actual en un debate en curso: en los últimos meses, dos pesos pesados del diseño gráfico han expresado su malestar.
El primero, Enric Satué, en una glosa en Babelia (22-12-12), Contra la filosofía del tendero –rebosante de cursilería por parte del periodista que firma el engendro: silenciosa mañana, madera rústica, negro impecable, níveo despacho…–, el entrevistado lamenta la decadencia: “[…] diseñar lo más parecido a la competencia. Esto y la homologación técnica, provoca que todo sea igual. Ha subido el nivel de la mediocridad: todo es mejor, nada es extraordinario […] Hoy los diseñadores no saben dibujar: hubo un tiempo en que sabían hacer de todo, pero ahora han de renunciar a la poesía […]”.
El segundo, Alberto Corazón, abriendo el número 160 de esta revista, en su Carta desalentada a los colegas diseñadores, señala: “[…] lo preocupante es la arrogancia de la mediocridad de quienes deberían saber que el buen diseño es un servicio público. El buen diseño necesita imperativamente de un buen cliente. […] Diseñar está dejando de ser una profesión para volver a ser un oficio […]”.
Los dos tienen razón, con un pero: si los diseñadores no saben dibujar es porque no lo necesitan. En mis años de párvulo en Eina nos prohibían casi el aprendizaje del dibujo académico, estaba mal visto dibujar un florero, todo era “composición”, “equilibrio”, “concepto”, venga a recortar cuadraditos en papel charol. Y de tipografía ni hablar. Atiborrándonos de semiótica (eco… eco… eco…), se pretendió hacer de nosotros una élite de ideólogos sin oficio, olvidando toda consideración comercial y la consiguiente formación implícita del cliente; de aquellos barros, estos lodos. Y más si el cliente es mastuerzo, mas está rodeado actualmente de asesores. Un amigo los llama niños soldado: les das un kalashnikov que no saben ni por dónde salen las balas, y empiezan a matar.

Plausive