MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Eric Gill. Tipógrafo, escultor y explorador sexual


Artesano de la piedra, grabador, dibujante, calígrafo, tipógrafo y eventual arquitecto, en la Inglaterra de entreguerras Eric Gill (Brighton, 1882 – Uxbridge, 1940) fue considerado uno de los más importantes artistas de su tiempo.
Sus obras siguen expuestas en importantes museos y sus esculturas públicas nos saludan desde vetustos edificios. Sin embargo, su aura como gran artista parece haberse extinguido. Sólo una de sus obras, quizá la más imprevista de todas, ha sobrevivido a la indiferencia y camina firmemente hacia la inmortalidad: la fuente tipográfica de palo seco Gill Sans. Pero Eric Gill fue también escritor de ensayos, diarios y hasta una autobiografía. Por estos últimos escritos sabemos cosas de su vida privada que hubiéramos preferido ignorar. Su condición de abusador sexual de sus propias hijas hace inevitable el debate acerca de la indisolubilidad del hombre y su obra. No han faltado voces que se preguntan si no deberíamos borrar de nuestros discos duros, junto a la Gill Sans, la Joanna o la Perpetua, fuentes creadas también por alguien que compatibilizó su condición de genio con la de canalla.

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A todo el mundo le gusta hablar de sí mismo (y yo no soy una excepción). Cuando el Sr. Cubeiro, animado por el éxito de ventas y de crítica de su libro Crónicas de un diseñador jubilado, del que soy protagonista, me propuso escribir mis memorias, no lo dudé. A pocos pasos de cumplir los 70, podría decir, con un optimismo al que no soy nada propenso, que estoy en lo mejor de mi ancianidad. Mi memoria sigue siendo excelente y, aunque mi vida ha sido una sucesión de lamentables errores y malentendidos que no me acabo de animar a explicar en todas sus consecuencias, creo que tengo algunas cosas que decir sobre lo que fue mi profesión desde los años 80 hasta mi reciente –y feliz– jubilación. He sido, mal que me pese, eso que llaman un diseñador gráfico.
A los 15 años, yo, como todo el mundo, escribía versos. Pero a diferencia del resto de mis coetáneos, albergaba el firme propósito de construir mi futuro (e inmortalidad) entre sonetos, endecasílabos y rimas más o menos consonantes. No se preocupen, no les voy a atormentar con el relato de mi primera juventud y, mucho menos –¡Dios me libre!– con el de mi niñez, sólo trato de explicar que llegué a esto del diseño más por casualidad que por otra cosa. En mi generación, éramos muchos los profesionales que, originarios de otras ocupaciones –arquitectos, comadronas, taxistas, proxenetas…– acabábamos encontrando nuestro modus vivendi en el diseño de carteles, logotipos o catálogos.
Como creo haber escrito ya en alguna otra parte, mi historia es la del típico muchacho de provincias que llega a la metrópoli (la desaparecida ciudad de Barcelona, en mi caso) ávido de nuevos horizontes. Tras cursar filología, y dado que mi estómago me exigía, con necio empecinamiento, ser rellenado con asiduidad, me puse a trabajar como profesor de instituto, no sin antes presentarme a una oposiciones que aprobé sin esfuerzo (mi patria es el olvido, pero vivo en el exilio de mi buena memoria, las almas atormentadas somos así).
No había culminado mi primer curso como docente, cuando uno de esos malentendidos a los que me refería en el primer párrafo casi dio con mis huesos en la cárcel, aunque acabó desembocando en el desempleo, lo que tampoco está mal. No entraré en detalles: mezclen mi propensión al amor romántico; una dulce criatura menor de edad, merecedora de habitar en un verso de Bécquer; una declaración de amor escrita en la corrección de un examen; un abuelo de la alumna laureado en la Guerra Civil bastante irascible; agítenlo, entre amenazas de juicios sumarísimos, conatos de linchamiento e inútiles protestas exculpatorias y obtendrán un cuadro más o menos aproximado de lo que sucedió.
Fue en aquel tiempo de grave crisis personal cuando conocí, una noche, en Bocaccio, a Genís, un bon vivant que había descubierto que montar un estudio de diseño gráfico podía ser un negocio muy rentable, si uno contaba con trabajadores de calidad y buenos encargos. Él disponía de ambos ingredientes. Por las noches, entre copas y conversaciones suavemente progres, establecía los contactos oportunos con empresarios (eso que luego llamarían jóvenes emprendedores) o bien con políticos de los partidos en ascenso (otra suerte de jóvenes emprendedores, pero por cuenta ajena). De día, tenía montado un estudio muy aparente, en la zona alta de la ciudad, en el que trabajaban dos o tres brillantes alumnos de Eina, Massana o Elisava. Él sólo tenía que firmar los trabajos tras vendérselos a cualquier incauto que considerara que el valor del diseño era directamente proporcional a su precio. Del estudio de Genís, sólo salían –lo habrán adivinado– trabajos de altísimo valor.
El ejemplo de Genís, que no tardó en presentarme a sus allegados como a un colega de profesión, me animaron a dar el paso. Yo era poseedor de un verbo florido, una mano hábil y un aspecto bastante chic para los cánones de la época (barba incipiente, rostro cadavérico y ropa rigurosamente negra), así que empecé a leer algo sobre el tema y a realizar mis primeros encargos, no necesariamente por ese orden. Dado que la bibliografía sobre diseño gráfico a nuestro alcance, en aquellos años, era muy escasa, mi formación como autodidacta se redujo a una o dos semanas de picoteo intelectual.
En aquellos años, todavía estaba aprendiendo a manejarme con los estilógrafos (que nosotros llamábamos por uno de sus nombres comerciales: Rotring), esas herramientas indispensables para cualquier diseñador gráfico, con los que trazábamos líneas de tinta de variado calibre e inesperados pero sugerentes borrones sobre el papel couché. Limpiarlos (los estilógrafos, no los borrones) era una tarea tediosa y complicada que siempre postergábamos, lo que constituía la principal causa de la tendencia de aquellos chismes a dejarte en la estacada cuando el tiempo corría alegremente en tu contra ante una inminente entrega.
Un compás, algunos rotuladores de la gama Pantone, lápices de mina dura (a diferencia de los ilustradores, que adoran la mina blanda), un juego de escuadras y, para los más disciplinados (yo nunca lo fui), un paralex –esa regla que se aseguraba en horizontal sobre la mesa de dibujo mediante un par de cordeles y que subía y bajaba asegurando al usuario líneas perfectamente paralelas– constituían el equipo básico de todo diseñador gráfico. Ya volveré sobre el tema más adelante si es menester.
Sé que tengo fama de ser una especie de ermitaño que rehúye el contacto de la gente. No puedo decir que sea del todo inmerecida, pero eso no me ha impedido salir y viajar, conocer eso que llaman el mundo. Un viaje a Londres constituía, en la época, parte indispensable en la formación de todo diseñador. No saber inglés no nos acomplejaba. Pertenecíamos a un país que, de alguna forma, todavía estaba abriendo las ventanas que nos mantenían a oscuras y en el que apenas habían empezado a entrar los primeros rayos de sol y a circular el aire, camuflando esa arraigada pestilencia, mezcla de cuartel y sacristía. La falta de libertad le vuelve a uno ignorante de su propia ignorancia.
En el año 72 ya había viajado a Londres por vez primera. De aquel viaje recuerdo que, desde que salí por las puertas de la estación Victoria, viví un continuo deslumbramiento. En aquellos tiempos, viajar a una ciudad europea era como viajar al futuro. Una década después, la ciudad volvió a cautivarme, como si la visitara por primera vez. Las librerías estaban repletas de libros sobre diseño y los mercadillos de Portobello o Camden Town no se habían convertido aún en un parque temático para turistas. Regresar con la maleta cargada con monografías de los más grandes grafistas de todos los tiempos y con una par de chaquetas, de corte impecable, compradas en una tienda de segunda mano de Kings Road, era inevitable.
Fue en ese segundo viaje que descubrí a Eric Gill, al que quisiera dedicar el primer capítulo de estas memorias, si ustedes me lo permiten.
Recuerdo que, en mi doble condición de turista y diseñador gráfico primerizo, saqué algunas fotos de la señalización del metro (no muchas, que el revelado resultaba costoso). Me llamó mucho la atención la tipografía de Edward Johnston, en la que nunca había reparado, tan geométrica y, a la vez, tan dinámica y elegante, con esos puntos de la i en forma de rombo y la l de caja baja, con ese pie tan gracioso. Inmediatamente, la relacioné con una de las fuentes del catálogo de Letraset (el de las letras transferibles), la Gill Sans, una fuente de palo seco que, en la capital británica, podías encontrar por todas partes, no sólo en las cubiertas de la famosa colección de libros de bolsillo Penguin, sino en los rótulos de una estación de tren, de una lavandería o de una funeraria. No tardaría en enterarme de que Johnston y Gill fueron maestro y discípulo, amén de amigos durante 16 años, hasta que la vida y la religión los separó.
La Gill Sans, ese clásico de la tipografía, al que, en alguna ocasión se ha definido como la Helvética de Inglaterra, no salía, pues, de la nada, sino que ya estaba prefigurada en la tipografía utilizada para señalizar el suburbano londinense. Los gigantes, no lo olvidemos, siempre se suben a hombros de otros gigantes, sólo de esa forma consiguen ver más lejos y mejor que nadie.
Confieso con rubor que, hasta aquel momento, no había prestado mucha atención a los creadores que había detrás del diseño de las fuentes tipográficas. Mi interés por ellos, así como por recabar datos acerca de cualquier autor directa o indirectamente relacionado con mi recién inaugurada profesión, nació en aquel momento (me interesaba mucho más las peripecias de Lord Byron u Oscar Wilde, héroes y modelos, ambos, de mi juventud).
No fue mucho lo que averigüé sobre el multifacético Eric Gill en aquel viaje. Pero una larga vida me ha llevado a saber algunas cosas que quisiera compartir aquí.
Me temo, de entrada, que escribiendo sobre este multifacético creador –artesano, grabador en madera y en metal, escultor, calígrafo, tipógrafo– me posiciono en un debate sin resolver. ¿Debemos diferenciar entre la obra y el artista? Más concretamente, ¿Debe afectar la información que tenemos sobre la persona en el juicio que nos merece su obra y la visibilidad pública que estamos dispuestos a otorgarle? ¿No deberíamos repudiar la obra de aquellas personas sobre cuya biografía cae el unánime rechazo a la luz de la ética y de la justicia?
Estas preguntas cobran protagonismo cuando hablamos de profesionales cuya catadura moral ha sido proporcionalmente inversa a la excelencia de su trabajo, hecho, por otra parte, harto frecuente, como recordaba aquel poema de José Agustín Goytisolo: “Sobre los grandes hombres siempre hay ciertos detalles / que se ocultan en los textos y en las biografías / para evitar que los padres se escandalicen / al pensar que sus niños los puedan llegar a conocer”.
Pero a diferencia del poema de Goytisolo, que continúa destacando la tacañería de Carlos Marx, el detestable antisemitismo de Wagner o la afición al travestismo de Julio César, a Eric Gill cabe imputarle, según se infiere de sus escrupulosos y extenuantes diarios, un crimen imperdonable: la violación. El maestro fue un canalla que abusó de sus dos hijas mayores. Tampoco se abstuvo de probar la zoofilia, a modo de experimento, con el perro de la familia (“Definitivamente, el humano y la bestia pueden unirse”, anotaría nuestro hombre).
El desenfreno sexual de Eric Gill, que compatibilizaba, sin demasiados problemas, con la tradición misionera de su familia y su fervorosa adhesión al catolicismo, se adivina en su autobiografía, pero sobre todo, queda patente en sus diarios, donde anotaba, con enfermizo detenimiento, hasta los hechos más nimios de su agitada existencia, que giró demasiadas veces en torno a su insaciable voracidad sexual. Que tuviera relaciones incestuosas con su hermana o un listado interminable de amantes con las que engañaba a su sufrida esposa es, casi, lo de menos, si lo ponemos en contexto. Cuando en 1989 Fiona MacCarthy publicó una biografía de Eric Gill en la que quedaban consignados todos estos hechos, la comunidad profesional se escindió entre los que abogaban por desterrar su legado, retirando sus obras de los museos y borrando sus fuentes tipográficas de los discos duros de la gente de bien, y los que consideraban que hay que apreciar los bienes culturales con independencia de sus autores, entre otras razones, porque, de lo contrario, el revisionismo de la historia del arte y de la cultura dejaría museos y bibliotecas con demasiado espacio libre. Tampoco faltó los que acusaron a la autora del libro de no mostrarse lo suficientemente escandalizada ante su biografiado o, incluso, de haber dedicado su tiempo y su talento a un creador que no merecía más que el oprobio o, algo mucho más cruel: el olvido.
Como recuerda Simon Garfield en su libro Es mi tipo (Taurus, 2011), hubo también quien reaccionó con cierto humor negro, como el creador tipográfico Barry Deck (autor, entre otras, de Template Gothic), que en 1990 bautizó a una de sus fuentes Canicopulus, en honor a la mascota de la familia Gill, mártir de la perversa curiosidad científica de su amo.
“El hombre es materia y espíritu: ambos reales y ambos buenos”, dejó escrito nuestro protagonista. Su vida giró, efectivamente, en torno al sexo y la religión, que él veía como dos caras de la misma moneda. Fue un radical practicante de ambas cosas, siendo su conversión al catolicismo una especie de epifanía vital que iba a teñir todo cuanto hiciera en una vida repleta de dolorosas contradicciones. La influencia del arte erótico hindú y de las estampitas pornográficas que coleccionaba se colaba en sus ilustraciones de los evangelios con una pasmosa naturalidad.
Su fijación por el vello púbico femenino y por la representación de los genitales masculinos en todo su esplendor (realizó decenas de dibujos de su propio pene, por el que, entiendo, debía sentir adoración), provocan, aún hoy, la incomodidad de más de un director de museo o galerista.
Eric Gill, nacido en Brighton, Reino Unido, en 1882 (un año más joven que Picasso, para que se sitúe el lector), escultor, tipógrafo y explorador sexual, quiso ser recordado en su lápida como un humilde tallador de piedra. Muy influenciado por el movimiento Arts & Crafts, de William Morris y compañía, el amor de Gill por los procesos artesanales y el tallado de preciosas capitales romanas sobre piedra no hacía presagiar que se iba a convertir en el autor de una de las tipografías comerciales más exitosas y longevas de todos los tiempos: la Gill Sans.
Como suele suceder, todo fue un producto a medias pergeñado entre la casualidad y la causalidad. Eric Gill ya había intervenido, como eventual ayudante, en la creación de la Johnston Sans, la tipografía del metro de Londres que ya he mencionado líneas atrás y que tanto había de influenciarle, pero no estaba demasiado interesado en poner sus conocimientos tipográficos al servicio de la industria. Cuando Douglas Cleverdon, un librero de Bristol de ideas avanzadas, le encargó en 1926 a Gill un letrero para su tienda, éste no dudó en utilizar unas letras de palo seco –en caja alta– que unían a la legibilidad, una elegancia no exenta de una cierta radicalidad geométrica. Aunque Eric Gill todavía no era consciente, acababa de nacer la más perfecta de sus criaturas. Así supo verlo su amigo Stanley Morison, principal responsable, para bien o para mal, de la creación de la Times New Roman, que, viendo los bocetos preparatorios del rótulo para la librería, le encargó a Gill la creación de una familia de palo seco para la empresa Monotype, de la que era asesor. Gill ya estaba trabajando, por cierto, en otra fuente para Morison: la Perpetua. Con Gill Sans, Monotype pudo disponer de una fuente que podía plantar cara a la también recién aparecida Futura (1927) de Paul Renner, esa alumna aventajada de las enseñanzas de la Bauhaus que nunca fue a clase. A diferencia de los experimentos de laboratorio realizados en la mítica escuela alemana por Herbert Bayer, la Futura era capaz de compatibilizar su minimalismo geométrico con unos niveles más que aceptables de legibilidad y flexibilidad formal. Pero por lo que respecta a legibilidad y elegancia, Gill Sans resulta claramente superior, en mi opinión, a la indiscutiblemente encantadora Futura.
Que Eric Gill, alguien que pensaba que las letras estaban hechas para ser leídas (una afirmación revolucionaria, visto lo que vendría décadas después, sobre todo en los 80 y 90) y que se ganó el pan durante toda su vida dibujándolas y tallándolas sobre lápidas, haya pasado a la historia por sus creaciones tipográficas no deja de ser un modo de justicia poética, por más que él se viera a sí mismo más como un artesano de la piedra. En total, Eric Gill, proveyó a la industria con 11 fuentes diferentes, entre las que destacan, además de la que lleva su nombre, Joanna y Perpetua, dos exquisitas y plenamente vigentes tipografías con serifa.
“Todos los trabajadores libres son artistas. Todos los trabajadores que no son artistas son esclavos”, afirmaba Gill, para quien, por cierto, no existía la frontera entre las bellas artes y las artes aplicadas y para quien un artista debía ser considerado como cualquier otro trabajador: “Quizá deberíamos bajar de sus pedestales a pintores y escultores, músicos, arquitectos y hombres de letras y, en cambio, elevar a los ingenieros y a los barrenderos y a los dentistas a un mayor nivel de autoestima”.
¿Qué puedo decir? Para este viejo profesional, Gill Sans es uno de los iconos imprescindibles del siglo XX. Es quizá, también, el testimonio de nuestras irresolubles contradicciones como humanos, a veces tan parecidos a los dioses; con frecuencia, más viles que el mismo demonio. Publicado en Visual 188

Texto: G, diseñador jubilado

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