MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Kokorin. El dibujante que surgió…


Anatoly Vladimirovich Kokorin (1908-1987) vivió al otro lado de la Cortina de Hierro, discretamente reconocido como artista por las autoridades soviéticas, a la vez que limitado como pintor por los implacables cánones estalinistas.
Cuando Kokorin terminó su ciclo estudiantil en 1932, la extraordinaria aventura de las Vanguardias Rusas, que habían explorado posibilidades artísticas completamente nuevas (Constructivismo, Suprematismo, Futurismo…), estaba liquidada.
kokorin
Bajo el poder absoluto de una tiranía orwelliana cualquier arte auténtico, por definición lenguaje libre, es visto como degenerado, contrarrevolucionario, decadente o enfermo, da igual la etiqueta exterminadora. El único arte aceptable es el propagandístico, al dictado; el artista más valorado, el que retrata al caudillo transfigurado por el heroísmo.
Para el pintor que intentase desarrollar su talento durante aquellas décadas en el orbe soviético el camino era un campo de minas de lo más “antipersona” concebibles. La disposición al servilismo y al arrodillamiento podía contribuir a una carrera triunfal, pero la falta de tal disposición no aparejaba el mero ninguneo, ser postergado, sino el envío a Siberia para aniquilamiento, o la eliminación in situ. No adular lo suficiente al Líder Supremo, o producir una obra que escapase a sus alicortos alcances, equivalían a alta traición.
Así, la única maestría a alcanzar era la estrictamente técnica, material, siempre que se desarrollara una labor hagiográfica ceñida a las pautas del Realismo Socialista: una épica arcaizante, sin margen alguno para la innovación estilística, la indagación formal.
Por ello, Kokorin prefirió no emplearse demasiado en la pintura, aunque había sido instruido por Alekxandr Gerasimov. O tal vez a causa de ello: su profesor estaba inmejorablemente situado gracias a los aduladores retratos que pintaba de Stalin. Anatoly Kokorin ejecutó algunas escenas bélicas e históricas. Correctos lienzos, y rígidos, artísticamente agarrotados e insignificantes. A ver si este rostro no va  a salir lo bastante ejemplar y caigo en desgracia.
En Bellas Artes de Moscú había estudiado también con Dmitri Moor, el célebre cartelista, autor de uno muy célebre por usar el recurso del dedo señalador, interpelante, como el Tío Sam de Flagg. El cartelismo fue aun durante años campo de experimentación formal, en buena parte porque se usaban herramientas lingüísticas revolucionarias: el collage y el fotomontaje. Pero pronto fue regulado también mediante férreos decálogos naturalistas.
La atmósfera era menos asfixiante en el área gráfica: ilustraciones, acuarelas y, lo que sobre todo nos interesa, cuadernos de viajes, paisajes y apuntes.
Kokorin murió poco antes de la caída del Muro de Berlín, de modo que su vida transcurrió en parámetros sociopolíticos tan distintos de los occidentales que se podrían considerar correspondientes a otra civilización, herméticamente separada durante la Guerra Fría, hasta el punto de que, dado el contexto, la mínima comunicación existente rayaba con el espionaje.
Por ello, apenas sabíamos que el cuadernismo y el sketching, tan en boga ahora gracias a la difusión instantánea y global que la red permite, tenían en los cincuenta y sesenta, al otro lado de la maciza frontera, a un pionero que en su esfera personal consiguió trabajar con líneas de trazo ágil y expresividad extraordinaria, con una libertad que en formatos menos íntimos era del todo imposible.
Kokorin fue miembro de la Academia de las Artes de la URSS y tenía el título de Artista del Pueblo. Formó parte de un estamento que disponía de acceso a los circuitos de exposiciones y a las editoriales especializadas en artes plásticas y gráficas.
No alcanzó tal posición gracias a su pintura mediocre, poco cargada de entusiasmo épico, sino a las ilustraciones para libros: entre otros, del poeta Lermontov (Voy solo por el camino) y del narrador Tolstoi (Cuentos de Sebastopol), pero muy especialmente del cuentista danés Hans Christian Andersen. Ahí llegaron las medallas y condecoraciones, de esas que te libran de la cola del supermercado o te reservan un asiento en el metro.
Para su carrera resultó muy favorable que uno de sus primeros cuadernos tuviese un contenido al que las fuerzas dirigentes podían asignar un valor patriótico. Contienen los dibujos que realizó en el frente mientras combatía contra los invasores alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
Esos diarios gráficos le granjearon aceptación al publicarlos por primera vez al poco de acabar la contienda, titulados más o menos Diario de operaciones y Memorias de la guerra, y también al recrearlos en los setenta con un grafismo menos dramático, más económico y expresivo; en lo que cabe, con más gracia. Es una evolución estilística que se puede seguir con más continuidad en los siguientes cuadernos de viaje, no ya al infierno sino a países del mundo.
Kokorin nació en 1908 en Porechye, una pequeña población próxima a la frontera con Bielorrusia y los países bálticos. En 1918 se le cambió a la localidad el nombre: pasó a llamarse Demidov, en recuerdo de Yakov Demidov, un líder comunista local muerto ese mismo año durante la guerra civil rusa.
Para entonces Kokorin ya era huérfano de padre y durante la infancia fue educado por unas tías sensibles al arte que le inculcaron esa devoción. Tal vez el niño que imagina con ojos artísticos otros países más allá de fronteras cercanas es el origen del viajero inquieto y armado de cuadernos que fue después.
Entre 1925 y 1932 estudió sucesivamente en dos centros de alto nivel pedagógico: hasta 1928 en la Escuela de Arte de Perm, y hasta 1932 en el Instituto de Bellas Artes de Moscú. A continuación, y en un ambiente artístico ya sumamente conservador y cerrado, pintó aquellos cuadros históricos muy formales y aquellos paisajes tradicionales.
La tensión europea de los años treinta desembocó en la Segunda Guerra Mundial. Un mal viaje para Kokorin, que no era un chaval pero fue movilizado. Le encontramos pertrechado con sus lápices y cuadernos, dibujando escenarios de horror y destrucción para, al refugiarse en sus rutinas de cuadernista, mantenerlos a distancia.
Finalizada la guerra, el ímpetu viajero le llevó hasta la India. Posteriormente se movió por el inmenso interior de Rusia, por las cuencas del Volga y el Oka. Plasmó en sus trazos aldeas antiguas, vastos paisajes, viejos monumentos. En los años siguientes recorrió la región báltica, las estepas del Asia Central, el Daghestán. En los cincuenta dibujó en las grandes ciudades: Leningrado, Moscú, sus calles y suburbios.
Se movió también por Europa, y no sólo por la oriental (Hungría, Checoslovaquia, la República Democrática Alemana) sino por la occidental (Inglaterra, Escocia, Irlanda, Austria, Holanda, Dinamarca…).
En los libros de viajes que iba publicando (En la India, Carreteras de Europa, Leningrado, En el centro de Europa. Bocetos de Checoslovaquia y muchos otros) se observa cómo va siendo capaz de atrapar y plasmar con inmediatez primeras impresiones, habilidad clave en el arte del apunte: la instantánea gráfica trazada con un gesto fulgurante del lápiz que fija lo esencial con una visión relámpago y no por la minuciosa acumulación de detalles.
Al mismo tiempo, su arte del apunte trabaja con el no-dibujo: los grandes espacios blancos, los vacíos que componen tanto como los volúmenes repletos.
Se mueve en el papel con una libertad y una energía que en el remoto y enérgico mundo libre, así llamado, serían admiradas y envidiadas, caso de no regir el embargo comunicativo y poder resultar conocidas por el público.
Con frecuencia aparecen notas escritas junto a los cuadernos. Refuerzan lo que ya es directamente visible en el grafismo: su talante observador es amable, levemente irónico.
Como ilustrador de textos literarios, Kokorin encontró su Tierra Prometida en Andersen, con cuyo mundo narrativo sintonizó más que con ninguno. Quién sabe, tal vez su alma creció definitivamente orientada al Báltico, ese Mediterráneo nórdico en cuyo extremo opuesto florece Copenhague, mucho más que a Moscú. Y en los sesenta y setenta es difícil concebir una contraposición mayor que la de estas polaridades en cuanto se refiere a libertades civiles, de las que se notan paseando por la calle.
Sus dibujos para Andersen contienen edificios vivos, niños vivos, árboles y hadas y duendes vivos.
Viajó tres veces a Dinamarca, llenando los consiguientes cuadernos. No sólo Copenhague; también Fionia y Odense. En el país del gran contador de cuentos y, en el 81, El cuento de hadas de mi vida. Un artista en la plenitud de su maestría, y feliz.
Kokorin murió poco antes del colapso soviético. Su existencia no trascendió a Occidente. No fue un gran pintor y no aparece en las enciclopedias oficiales. Pero hizo un centenar de exposiciones de acuarelas y dibujos, y a partir de ello numerosos libros. Uno de ellos, en 1957, una monografía compuesta por material muy homogéneo y definido.
Fue un extraordinario cuadernista, un dibujante maravilloso, y se ganó la vida con ello.
En 2014, tanto tiempo después, se realizó en Moscú una gran retrospectiva de su obra.
***
Hace años, durante una incursión a la Polonia comunista, así que unos cuantos ya, husmeando en una especie de Rastro me encontré por sorpresa con un libro de dibujos que me cautivó al instante. El prólogo, en caracteres cirílicos, era impenetrable, pero los dibujos me hablaban con elocuencia arrolladora y me llegaron a lo más hondo.
Desde hace décadas lo tengo a mano en el estudio, complacido por cierto egocentrismo al pensar que el mío acaso sea el único ejemplar existente en España. De sus páginas he escaneado una selección para presentárosla en este artículo. Al preparar el texto que acompaña a las imágenes he intentado averiguar quién era el misterioso Kokorin, que dibujaba al otro lado del Telón. Casi nada encontré. De lo poco, la mayoría en ruso, que Google traduce a un idioma desconocido e incoherente, por mucho que use caracteres latinos y hasta palabras castellanas.
Aquí tenéis la semblanza, un apunte de trazos rápidos y primeras impresiones, compuesto también mediante espacios vacíos, con la esperanza de que despierte curiosidad y, en adelante, sepamos más de Kokorin.
Mientras tanto, eso sí, desde los mundos que recorrió, sus dibujos nos transmiten mensajes muy vivos y directos, de alguien que hace medio siglo ya había llegado a donde nosotros queremos llegar ahora: a la libertad del dibujante que abre su cuaderno y se funde con el universo alrededor.

Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

Publicado en Visual 183

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