MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Los Stenberg: el Constructivismo se va al cine


El arte de los constructivistas rusos buscaba un compromiso directo con la sociedad, fuera de museos y galerías. Bebiendo directamente de las nuevas expresiones de la vanguardia, tomó del Cubismo, el Suprematismo
o el Futurismo todas aquellas características formales que pudieran ayudar a transmitir los mensajes del nuevo
estado comunista. De este modo, un sobrio repertorio de elementos geométricos y colores saturados se enseñoreó de carteles, libros y pasquines. Los hermanos Stenberg, unos adolescentes aun cuando nace el movimiento
–en torno a 1914– sabrán tomar de él la libertad compositiva, sin romper con la condición figurativa de la tradición cartelística consolidada en el cambio de siglo. Durante una década diseñarán y firmarán a cuatro manos,
perfectamente sincronizadas, alrededor de 300 carteles de cine. Nunca la vanguardia estuvo más cerca
de la sensibilidad popular.
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Sé que hay algún idiota que va diciendo por ahí que yo soy un hombre sabio. No le hagan caso. Puede que mi tendencia a acumular datos inútiles en la cabeza pueda engañar a más de uno, pero, créanme: mis irrefrenables raptos de cólera y frustración frente a los más insignificantes contratiempos de la vida cotidiana dan fe de que he conseguido llegar a viejo sin aprender nada importante. En esto, debo admitirlo, no me diferencio mucho de mis coetáneos. Estoy tan lejos de la felicidad –o de la paz de espíritu– como cualquier adolescente, aunque haga más de mil años que sustituí la pomada para el acné por la crema antiarrugas. El exceso de información es uno de los caminos más rápidos hacia la desesperanza. Quizá por ello mis extensas lagunas culturales sean mi último reducto de felicidad. Pero no me hagan caso. Sencillamente quería confesarles que no sé mucho de eso que llaman el séptimo arte.
El pánico a los lugares cerrados es una de las muchas fobias que padezco. Sé que parece extraño viniendo de alguien que ha pasado la mayor parte de su existencia sin salir de casa, pero la coherencia es un lujo que no puedo permitirme. Debido a mi claustrofobia, pues, he frecuentado poco las salas de cine, aunque mis primeras experiencias eróticas hayan tenido lugar al abrigo de su oscuridad. Pero mejor me reservo esos recuerdos para otro capítulo si fuera menester.
Allá donde los demás ven una auténtica obra de arte, yo veo una oportunidad de oro para combatir mis problemas de insomnio. Les pongo un ejemplo, he intentado decenas de veces ver 2001: una odisea del espacio, una obra maestra de un genio indiscutido del cine. El resultado ha sido siempre el mismo: no he logrado llegar nunca al minuto 25 de metraje sin caer antes en un sueño profundo y reparador. En consecuencia, adoro a Kubrik, pero por razones que tienen que ver menos con el arte de la cinematografía que con el saludable hábito de la siesta.
Sin embargo, me interesan mucho los carteles de cine, un género terriblemente irregular por su vinculación directa con una industria que mueve mucho dinero. Ya sé que no es muy popular decirlo en estos tiempos donde se glorifica a la capacidad de acumular billetes, pero tengo la convicción de que el dinero y la excelencia no suelen ir de la mano. ¿Es el empresario textil más rico del mundo quien produce ropa de mejor calidad y diseño? No lo creo. ¿Acaso las ganancias de un canal televisivo no son directamente proporcionales a su capacidad de regurgitar basura? ¿Son los escritores superventas y expendedores de best-sellers serios candidatos a cambiar el curso de la literatura? ¿Son las grandes superproducciones de Hollywood las que lucen mejores carteles? Definitivamente, pueden apostar a que no.
Cuando salgo a dar un paseo, veo pocas cosas que me sorprendan en las marquesinas publicitarias y casi nunca se trata de carteles de cine. Una obra como la de Saul Bass para las películas de Hitchcock o Preminger es más una excepción que una norma. Pero ustedes sin duda ya estarán sobradamente familiarizados con el trabajo de mi idolatrado Bass. Les voy a confesar, en cambio, una de mis debilidades: la obra cartelística de los hermanos Stenberg. Me parece una de las cumbres de la gráfica del siglo XX.
Nunca la vanguardia estuvo tan cerca de la sensibilidad popular. O, digámoslo de otro modo: ante una audiencia formada por un 60 por ciento de personas analfabetas y otro 40 por ciento donde los estudios superiores era una anomalía (estoy hablando de la sociedad rusa posterior a la revolución de 1917), los responsables de la comunicación institucional eligieron adoptar un lenguaje gráfico tan sofisticado y exigente como eficaz. Luego vendrían los años oscuros del realismo socialista, pero ese es otro tema.
Los hermanos Stenberg nacen en Moscú con un año de diferencia –Vladimir, en 1899 y Georgii en 1900–, cursando ambos estudios de arte e ingeniería. Seguidores devotos del constructivismo y acérrimos partidarios del nuevo estado bolchevique, sus primeras obras conjuntas son esculturas metálicas, a la manera de Tatlin, en las que su doble formación como artistas e ingenieros confluye de la forma más natural.
De su padre, un pintor y decorador sueco, aprenden a familiarizarse con los instrumentos básicos de dibujo. Vladimir es escolarizado un año más tarde a causa de una enfermedad, de modo que ambos hermanos comparten curso y pupitre desde el primer año de colegio. Los dibujos de uno u otro hermano se hacen indistinguibles. Comparten su espacio de trabajo con naturalidad y será así en lo sucesivo hasta la temprana muerte del menor, fallecido en un accidente de motocicleta en 1933.
Los dos hermanos están tan unidos que hasta se visten de la misma manera. Cuando uno de ellos ve una camisa que le gusta, compra dos idénticas, ya que tiene la seguridad de que a su hermano también le gustará. La compenetración es tal que prácticamente no tienen que negociar nada cuando toman decisiones sobre una obra. En una ocasión llegan a ponerse a prueba. Tienen que decidir el color de fondo de un trabajo. Cada uno de ellos escribe el color que prefiere en un papel. Cuando ponen en común los papeles se dan cuenta, sin demasiada sorpresa, de que han coincidido en la elección. Nunca necesitarán negociar nada creativamente hablando. Las decisiones de uno son siempre correctas a juicio del otro. Dos hermanos gemelos no podrían estar más compenetrados.
Los hermanos Stenberg colaboran en todo tipo de trabajos, desde el diseño de vagones de tren al de zapatos de señora, pasando por el diseño de vestuario. Trabajan durante una década para el teatro Kamerny, como escenógrafos y figurinistas, una ocupación que les requiere una intensa dedicación, que compatibilizan, con dificultad, con otros encargos.
La actividad a la que se dedican con más intensidad, tras un importante viaje por Europa en 1923, es a la del diseño de carteles de cine. A mediados de los años veinte será imposible pasear por Moscú sin tropezarte con alguno de esos impresionantes carteles firmados con la fórmula 2 Stenberg 2. El gobierno soviético no es ajeno al florecimiento de la industria cinematográfica. El propio Lenin llega a declarar que, de todas las artes, el cine es la más importante por lo que respecta a la revolución, ya que otras expresiones artísticas tradicionales son consideradas burguesas. El excelente diseñador Yakov Ruklevsky, a través del departamento gubernamental de cine, el Reklam, será el encargado de fichar a jóvenes promesas de la gráfica, entre ellas, a los prolíficos grafistas Mikhail Dlugach o Nikolay Prusakov, así como a los hermanos Stenberg. Entre todos ellos crean una nueva manera de anunciar las películas, con una estrategia gráfica basada en el vigor expresivo y compositivo.
Quizá uno de los carteles más conocidos de los Stenberg es el que anuncia la película El hombre de la cámara de cine. Es un perfecto resumen de la manera de trabajar de los Stenberg. En primer lugar, los textos cobran un papel protagonista, dispuestos formando círculos concéntricos. De fondo, una vista en contrapicado de unos rascacielos juega a su favor con las diagonales de una perspectiva extrema y, probablemente, falsa. En yuxtaposición, la figura de una mujer aparece fragmentada, generando una sensación casi hipnótica de movimiento concéntrico. Los Stenberg utilizan el dibujo, pero con la lógica del fotomontaje, rompiendo la verosimilitud del espacio y jugando a su antojo con la composición y los colores. Déjenme ser un poco radical en esto: estamos ante una de las obras más sublimes de la historia del diseño gráfico.
Los Stenberg se enfrentan tanto al anuncio de clásicos del cine soviético (El acorazado Potemkin, Octubre) como norteamericano, consolidándose como un tándem creativo que, en muchos aspectos, es un punto y aparte en la historia de nuestra profesión. En primer lugar, consigue algo tan difícil como imponer su propia personalidad trabajando dentro de una corriente estilística perfectamente codificada. Por otra parte, trabajar a cuatro manos no es nada frecuente ni sencillo en esta disciplina que tiene mucho de individualista. Se ha dicho que el malogrado Georgii era el que estaba dotado de un mayor talento, pero a mí me parece una especulación gratuita y demasiado fácil. Creo que la conexión mental de ambos hermanos es un fenómeno al que difícilmente podemos hallar una explicación satisfactoria desde un punto de vista meramente racional. Como hijo único, no soy el más indicado para dar una respuesta plausible.
Vladimir continuará trabajando y llegará a formar equipo, primero con su hermana Lydia, y más tarde, con su propio hijo, pero ya nada será lo mismo. En 1952, bajo el terrorífico régimen de Stalin, será arrestado y rehabilitado al año siguiente, gracias a la única cosa loable que hizo Stalin: morirse. Vladimir, por su parte, abandonará este mundo 30 años más tarde. (Publicado en Visual 198)

Texto: G, diseñador jubilado

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