MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Sueño y diseño en la república española


La Segunda República abrió un estimulante sueño a horizontes amplios, aunque pronto aparecieron monstruos familiares para convertirlo en pesadilla sangrienta. De aquellos años ilusionados, los historiadores nos describen el andamiaje jurídico e ideológico y lo completan con diagramas sociales y tablas económicas.
Los lectores de esta revista somos más dados al pensamiento visual y necesitamos imaginar de modo concreto y detallado los escenarios de la vida diaria, poblados de objetos y artefactos. Hasta el más nimio (el paquete de cigarros, la etiqueta de la botella, la viñeta publicitaria) posee una impronta característica. Es una pequeña escala que también refleja los programas que aspiraban a construir una sociedad nueva y avanzada, una república “de trabajadores de todas las clases”.

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Josep Pla fue enviado a Madrid por un periódico barcelonés justo a tiempo de asistir a la inesperada proclamación de una república que se presentía para más adelante. Pero el mutis del rey tras el resultado de las municipales del 12 de abril precipitó el desenlace. Los reportajes de Pla se recogieron luego, con forma de dietario, en Madrid-L’adveniment de la República, un volumen de unas 150 páginas, lleno de las observaciones afiladas y las reflexiones inquietas de un reportero entregado a atestiguar los importantísimos acontecimientos. Refleja conversaciones y entrevistas, la información que cosechaba en cafés y despachos, en el Congreso y alrededores, en los salones de los hoteles de postín, en los callejeos por el centro, todo con el propósito de transmitir el pulso de una ciudad sacudida por sucesos históricos: lo que dicen los políticos y los movimientos de la gente popular, como una entidad impersonal; las maniobras de los bandos y las fluctuaciones de la economía. Pero si, atentos en cada página al vivo testimonio, buscamos detalles concretos de la vida diaria, detalles de lo visible, de los objetos elaborados para ser vistos, encontramos bien poco. Una referencia a la nueva arquitectura, lo que con su peculiar combinación de flema y causticidad Pla denomina “la confitería arquitectónica de la Gran Vía”, donde todo tiene que ser moderno “y, si no norteamericano, al menos europeo”. “Las casas más nuevas y aparatosas son de carquiñol, están hechas de material de nada”. Otra referencia es para el bidet, signo de avance social, y de pasada menciona el escritor los pliegos de cordel, el papel de fumar Bambú o la caída en desuso del sombrero hongo, el que él usaba de joven. Eso es todo. La escasez de información acerca de lo visible no quiere decir ante todo que el libro sea pobre sino que en aquellos años tal clase de información carecía por completo de valor. Era lo normal. En los textos de historia hay datos que nos permiten comprender intelectualmente lo esencial de los años en cuestión. Pero necesitamos imágenes para hacernos una idea de lo que sea. Supongamos que, igual que hay gente que se declara negada para los números, dicen que porque son de letras, o viceversa, sólo pudiéramos enterarnos de lo que tuviese una forma visible. Pues bien, el excelente libro de Josep Pla no nos serviría para nada. Consistiría en mucho ruido verbal que a nuestros ojos definiría un mundo borroso donde apenas distinguir un librillo de papel, un bombín, algunos belvederes en las azoteas de la Gran Vía…
Es la tónica general de los libros de historia porque sus autores han sido formados mediante conceptos abstractos. Con razón resulta excepcional el pasaje de Orwell, tan citado, sobre los carteles que en los muros de Barcelona llamaban a luchar contra los golpistas, brillando tanto sus colores que los carteles ordinarios parecían pálidas “manchas de barro”. ¿Iríamos a otro país y nos fijaríamos exclusivamente en su sistema de gobierno y administración? Tal vez fuese lo último en que concentráramos nuestra atención. Nuestra mente está definitivamente acostumbrada a procesar imágenes y catalogar objetos visibles.
Para viajar a la República Española la mayoría de los libros que nos podrían servir de guía nos conducen por los densos laberintos de la economía política.
Estamos a un paso de los traslados cuánticos, aparecer integralmente en cualquier momento de la historia. Una vez aparecidos en la Segunda República trataríamos de ver en ese mundo, hasta ahora opaco.
Cada país, retratado en sus iconos, sus emblemas, como se quiera llamar. ¿El Tiburón Citröen? Francés. ¿Tintín? Bélgica. Ikea de Suecia, la cafetera italiana, los carteles soviéticos, el tipo helvética… ¿Algo identificable, mirando así, en la república española?
La eclosión que en las artes gráficas, diseño incluido, provocó el cambio de régimen es síntoma inconfundible de la intensa vivificación colectiva que se puso en marcha. El cambio abrió compuertas a una energía social que durante años fluyó torrencial, con fértil inventiva.
Ciudadanos que hasta entonces no habían dicho ni pío en la escena gráfica soltaron de pronto deslumbrantes fogonazos, como Josep Sala, y sus rompedores trabajos de fotografía publicitaria (catálogo de Joyería Roca) y diseño de revistas (D’Aci i d’Alla).
Ciudadanos que en los años republicanos daban rienda suelta a una modernísima inventiva, como Carlos Vives y el paquete de Ideales con que coronaba un trayecto de experimentos y probaturas, se hundieron en la insignificancia al quedar destruida la república.
El proceso vanguardista, que en las demás sociedades europeas ocurría con dinámica elitista, en restringidos círculos iniciáticos desde los que se iba filtrando lentamente a la sociedad, si tal cosa llegaba a empezar, en la república española fue público y abierto. Era un rasgo central de su vocación cultural y alfabetizadora, actividad que se fomentaba en todas direcciones, además de brotar espontáneamente con el simple paso de la condición de súbdito a la de ciudadano dueño de unos cuantos derechos.
Se diría que ese paso comporta la conciencia y activación de unas facultades hasta entonces en letargo.
Los productos culturales ya no se veían como algo privativo de las autoridades, a elaborar según cánones estrictos procedentes de tradiciones intocables.
Iniciativas como La Barraca buscaban la difusión de la cultura a todos los estamentos y llevaban en su teatro portátil los clásicos a los pueblos más apartados.
La poderosa imagen creada por Benjamín Palencia como insignia del grupo es rigurosamente moderna, lejos de la figuración realista y la recia caligrafía castellana que, en otro contexto, por inercia se habría utilizado.
Si había mentes ávidas y afán de conocimiento, incentivadas por la política de becas para ampliar estudios en los países europeos más avanzados, mucho contribuyó también que numerosos profesionales extranjeros se establecieran en España, atraídos por la estimulante atmósfera del proyecto social.
Uno de ellos fue el alemán Will Faber. Ubicado en Barcelona, sector libro, dejó entre numerosas obras una joya editorial, su versión de El libro del té.
Otro fue el polaco Mauricio Amster, formado en Berlín y traedor, plenamente asimilados, de los conceptos vanguardistas acuñados por la Nueva Tipografía y la Nueva Objetividad. Los plasmó con elegante eficacia en trabajos como los carteles de las Colonias Escolares y, más adelante, las cartillas antifascistas con que el gobierno insistía en la lucha alfabetizadora.
En la Gran Vía, objeto de la sorna de Pla, estaba a punto de iniciarse el tercer tramo, a partir de Callao. Se preparaban los cimientos del edificio Carrión, más conocido como Capitol, por el anuncio correspondiente de la moderna sala de cine del hotel, rótulo que desde la inauguración y durante décadas lo coronaba. Lo proyectó el arquitecto Luis Feduchi con un estilo de rascacielos norteamericano que aportaba a la capital una ambientación definitivamente cosmopolita, comparable a las películas protagonizadas en blanco y negro por Bogart y Bacall.
Atrás quedaba la identidad arquitectónica marcada por los palacios vetustos y los grandes caserones.
El arquitecto diseñó también el mobiliario, conforme al patrón del edificio: la cama redonda de las lujosas suites correspondientes a la zona curva y acristalada cubierta hoy por el anuncio de Schweppes (las 1002 y 1102), las sillas, barras de bar, marquesinas, o el curioso carrito curvo como la fachada.
El luminoso de Schweppes, parte inseparable del paisaje madrileño, e inmortalizado en El día de la Bestia, no está sino desde 1972. Antes hubo uno de Camel. Pero Schweppes ya había hecho sus pinitos fluorescentes con un luminoso más pequeño en la esquina de San Bernardo, un botellín del que, según simulaban las fases de las bombillas, salía un vertical chorro de espuma, como un surtidor de ballena, por usar esta comparación y no otras. El que en tiempos republicanos sí existía era el de la botella antropomorfa de Tío Pepe, en Puerta del Sol.
Esta creación integral del edificio ya la hacía Gaudí, que no se limitaba a las formas arquitectónicas sino que concebía también barandillas de escalera, marcos de ventana, vidrieras, grifería… Todo, hasta el menor de los componentes de la casa.
Algo así sucede en la sociedad al llegar la República: en lugar de unos simples cambios legislativos (importantes y estructurales, eso sí), hay ganas de intervenir también en los elementos concretos de la vida diaria y diseñarlos con formas correspondientes a los tiempos nuevos.
Un ejemplo fuertemente ilustrativo de esto, aunque pertenezca a la desgraciada fase final, es el mono azul diseñado para las milicias. Ni su color era el clásico caqui ni tenía las hechuras de la ropa militar de campaña. Se estaba con ello distinguiendo el carácter civil de la gente alistada y señalando en particular su condición trabajadora, puesto que defendían a la República de Trabajadores que los convertía en ciudadanos con plenitud de derechos, algunos de los cuales no estaban reconocidos en épocas precedentes, como es el caso del derecho de las ciudadanas al voto.
El Mono Azul fue el nombre de una importante revista cultural que de la mano de Rafael Alberti aglutinó a intelectuales inquietos y jugó un papel relevante en tareas propagandísticas y de discusión ideológica, al igual que Hora de España, como lo fue organizar el Congreso Internacional de Intelectuales Antifascistas: tareas encaminadas a llamar la atención del mundo sobre la necesidad de auxiliar a la República frente a la insurrección golpista.
Otras publicaciones que además fueron artísticamente relevantes solían pasar por los tableros valencianos de Renau o Monleón, movidos por el ímpetu libertario, pero además pertrechados con ideas del diseño vigentes en Alemania y Suiza. Renau no había tenido la oportunidad de viajar becado, como Bardasano, el otro gran cartelista de los años treinta, pero conocía al dedillo la revista AIZ (Arbeiter Illustrierte Zeitung) y tenía incorporadas a fondo las modernas técnicas del aerógrafo y el fotomontaje. Reconocía sin inconveniente que el deslumbramiento causado por las revistas alemanas le había cambiado la vida.
Renau asumió fuertes compromisos oficiales durante la fase final. Además de director general de Bellas Artes, fue el director del Museo del Prado que encargó El Guernica a Picasso y organizó la evacuación de las pinturas principales para librarlas de los bombardeos. Comprometido también como artista e intelectual, su dominio de las técnicas contemporáneas contribuyó a la rápida modernización del diseño editorial, publicitario y cartelista. En este último terreno se movilizó una muchedumbre de profesionales y amateurs para cuajar durante la guerra una producción apabullante ante la cual quedaban en lo raquítico los afiches del bando contrario. Pero aunque este dato resulte muy significativo de los valores de cada cual, por desgracia la guerra se decidió en el frente militar.
De este gigantesco corpus, los miles de carteles asombrosos que aquí se crearon, hemos hablado a fondo en capítulos anteriores (VISUAL, números 166 a 169).
En los escenarios de la República cotidiana ya estaban los recios tarros de cristal de Danone, listados con las mismas tres rayas, aunque no en farmacias, como al principio, sino en lecherías y tiendas de comestibles.
En maniobra tan creativa como económica (por el ahorro de pintura), los taxis barceloneses fueron parcialmente coloreados con amarillo neoyorkino sobre el negro previo, la imagen de identidad que sigue actual.
En 1932 apareció el sacacorchos de doble palanca, tan semejante a un búho, diseñado por David Olañeta para BOJ (Barrenechea, Olañeta y Juarista), firma vasca que lo continúa fabricando idéntico, exacto.
En 1935 Solozábal y Olave diseñaron para la eibarresa El Casco, fabricante de armas que amplió a material de oficina, la grapadora M-5, de acero, robusta y precisa. También sobrevive sin que el paso de los años afecte a su figura.
La población se alfabetizaba rápidamente, las ganas de instruirse eran inmensas y la publicación de libros se multiplicó. El mayor interés se enfocaba en textos ideológicos, sobre todo los de corte marxista; se enfocaba asimismo en la literatura feminista, puesto que la liberación de las mujeres avanzó veloz y fue uno de los ejes centrales del cambio social en marcha; por último, en el sector “Vida nueva”, de raíz anarquista, difusión de aspectos higiénicos, naturistas, dietéticos, sexuales o ecologistas.
Las portadas de revistas culturales ilustradas y libros formativos se convirtieron en otro espacio propicio para la inventiva gráfica.
En 1937 Espasa Calpe llevaba tiempo tanteando un ambicioso proyecto de colección de bolsillo similar a la Penguin, pero la inseguridad en la capital sitiada hizo que trasladase todo el equipo a Buenos Aires para lanzar allí la colección Austral, cuyo avanzado diseño, basado en una misteriosa foto fuertemente tramada, llega hasta hoy apenas modificado en lo esencial. El otro elemento indestructible es la “mascota”, la cabra zodiacal. Primero se trataba de un oso polar, pero la fría acogida de Borges (No tenemos ese animal en nuestra Antártida, o algo así) invitó a desecharla e intentar otra opción. Hasta hace poco se atribuyó todo a un español anónimo, pero recién se aclara que lo creó Attilo Rossi, huido a Buenos Aires desde la Italia fascista.
Pero suena el despertador, el tiempo y el espacio se imponen…
Con este breve artículo hemos realizado un viaje rápido a un país que estuvo aquí, ubicado en los mismos lugares, alguno de cuyos pobladores eran nuestros abuelos y bisabuelos, hablantes de nuestro mismo idioma, y que fue atacado y destruido. Como al salir de un sueño, nos quedan estas imágenes dispersas que, casi aleatoriamente, hemos podido captar por entre los vestigios y la niebla.
Quien quiera prolongar el viaje cuenta por fortuna con las exhaustivas investigaciones del infatigable Enric Satué, gracias a cuyos libros podrá vivir estancias más largas en la Segunda República, pero con alta definición y abundante metraje.
Merece la pena, y nos concierne. Publicado en Visual 196

Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

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