Arthur Paul (Chicago, Illinois, 1925) fue el primer director de arte de la revista Playboy. Él imprimió carácter, estilo e identidad a una revista que apareció en 1953 y que, con los altibajos propios del medio, se ha mantenido en los quioscos hasta el día de hoy. Durante treinta años, Paul contó con los mejores ilustradores y creó el famoso conejo (que bien pudo ser un ciervo) y una línea de portadas que hoy ya ocupan un lugar preferente en la biblioteca de iconos del siglo XX.
Publicado en Visual 164
Lo del batín de seda rojo empieza a convertirse en un hábito. Así se lo hace saber al Sr. G su amigo el gacetillero de la revista de arte y diseño cuando le vuelve a recibir de esa guisa. Te pareces a Hugh Hefner, bromea el visitante. Aunque a G –ya va siendo hora de prescindir de formalidades y despojarle del tratamiento de señor– no le hace gracia alguna la comparación (la diferencia entre la vida erótica del uno y del otro la convierten en un sarcasmo) no deja pasar la oportunidad de colar en la conversación una muestra más de sus conocimientos enciclopédicos: ¿Sabías que la primera mascota de la revista Playboy no era un conejo sino un ciervo? Es curioso, porque ahora todos esos chiquillos modernos andan como locos dibujando a la gente con astas de ciervo u orejas de conejo. Nunca le he encontrado el sentido, pero ambos animales deben participar de un nexo secreto, casi un arquetipo… Me gustaría saber qué opinaría Jung sobre este particular.
Sin querer, el participante cae en la absurda digresión de G: No sé, la amistad entre Bambi y Tambor da qué pensar… Pero cuéntame la historia esa de Playboy.
Ponte cómodo, querido, voy a ir por mi vieja colección de revistas y creo que te vas a sorprender.
Al cabo de unos minutos, G regresa con una buena pila de números antiguos de Playboy, revistas de papel cuarteado y amarillo entre las que se encuentra la primera de todas, la que en diciembre del año 1953 mostraba en portada una fotografía en blanco y negro de la entonces emergente estrella de cine Marilyn Monroe (hoy una preciada pieza de coleccionismo que no se puede adquirir por menos de mil dólares).
Gráficamente, esta portada no es nada del otro mundo, pero hay que reconocer que Hefner tuvo el don de la oportunidad, comenta G, mientras despliega el póster central, donde una jovencísima y exhuberante Norma Jean, posa desnuda sobre un fondo rojo.
Hefner compró esta foto a una compañía de calendarios eróticos que ya la había publicado cuatro años atrás y tuvo la inmensa fortuna de que la revista saliera en pleno éxito de Niágara, la película que consagró a Marilyn, explica G. En realidad la revista iba a llamarse Stag Party (literalmente, fiesta de ciervos, una expresión para referirse a las fiestas de solteros), pero como ya existía una publicación con un nombre similar, tuvieron que cambiarlo en el último momento por imperativo legal.
Tema importante este del naming, no parece probable que la revista hubiera tenido el mismo gancho con otro nombre, apostilla el gacetillero. G levanta significativamente la ceja derecha, pero decide no afear la conducta de su joven colega, no tanto por interrumpirle, como por haber utilizado uno de esos anglicismos que la gente de su exprofesión esgrime con tanto entusiasmo: naming, briefing, brainstorming, merchandising, branding, packaging, todas esas bárbaras palabras acabadas en ing…
Tema importante el del contenido y el continente, le corrige. Ciertamente, como el mismo Hefner ha comentado en alguna ocasión, uno no se imagina fiestas con chicas tocadas por astas de ciervo en la cabeza. Un comentario poco feminista, sin duda. Pero, más allá de eso, hay que reconocer que Playboy fue una propuesta muy refrescante en la puritana y escasamente liberal Norteamérica de aquellos años (fíjate que nos encontramos en pleno macarthismo). Y no me refiero sólo a las fotografías de esas chicas que ellos solían presentar como “la vecinita de al lado”, sino a entrevistas y reportajes de gran nivel. Ian Fleming, Henry Miller, Lawrence Durrell, Vladimir Nabokov, Philip Roth, John Cheever o Woody Allen, entre otros, han escrito para las páginas de Playboy. El libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury se publicó por primera vez en la revista (por entregas). La entrevista a tres columnas, con una secuencia de tres fotos retratando al personaje, son un clásico del género.
En la España franquista la edición americana de Playboy circulaba como uno de esos preciados objetos de contrabando. Lástima que a la mayoría se nos resistía el idioma inglés, así que nos teníamos que conformar con las fotos (última frase acompañada por un especial brillo en la mirada).
Y respecto al continente, mi caro amigo, –prosigue G, torrencial y pedante como suele– creo que puede ser toda una sorpresa para los de tu generación descubrir que hubo un tiempo en que esta revista hacía gala de un diseño sofisticado e ingenioso, amén de unos ilustradores de muchísimo nivel. Fue en la década de los ochenta que todo se fue al garete: modelos recauchutadas, fotografías con filtros vaporosos y evanescentes y portadas perfectamente intercambiables por cualquier otra revista similar del mercado. En fin, ya sabes lo que opino sobre esos años oscuros.
¿Y el conejo? le recuerda su interlocutor.
Ah, el conejo, sí, el conejo… Obra de Arthur Paul, el director de arte de la revista durante treinta años. Me refiero al símbolo gráfico. El dibujante Arv Miller había planteado una viñeta humorística con el personaje del ciervo, pero a última hora tuvo que cambiarlo por un conejo (cuya simbología creo innecesario comentar). Art Paul le supo sacar mucho jugo a este símbolo: durante largo tiempo, en todas las portadas de Playboy aparecía el conejo, de una forma u otra. A veces, tan bien camuflado, que costaba adivinar por dónde andaba.
¿Qué sabes de este diseñador? Inquiere el gacetillero, siempre al acecho de la información.
Mmm, no mucho, debo reconocerlo. Como Hefner, anda camino de los noventa años. Estudió en el IIT Institute of Design, escuela fundada en Chicago por un eminente profesor de la Bauhaus, el húngaro László Moholy-Nagy. Arthur Paul fue el primero en darse cuenta que el primer nombre sugerido por Hefner, además de suponer un problema legal, era una idiotez. Afirma que le llevó apenas una hora diseñar la famosa silueta del conejo con corbata de pajarita, pero ya sabes cómo les gusta a los viejos diseñadores fanfarronear de sus explosiones de creatividad precoz.
En realidad, la intención era que el pictograma del conejo funcionara como punto final de los artículos, pero pronto se impuso como imagen de identidad de la revista (y posteriormente de todos los negocios asociados: clubes, programas y canales de televisión, casinos, hoteles, etc.). La prueba definitiva de que la imagen del conejo funcionaba, la tuvieron el día que un lector les envío una carta con el símbolo de la revista recortado y enganchado como única dirección postal: la carta llegó a su destino.
Arthur Paul siempre ha declarado su admiración por Michelangelo Buonarrotti y Norman Rockwell, o lo que es lo mismo, nunca ha hecho distingos entre “el gran arte” y el “arte comercial”. A mi modo de ver, su gran aportación fue la de contar con la colaboración de eficaces artistas de la ilustración como Jack Cole, Jules Pfeiffer, Grahan Wilson, Franz Altschuler, Roy Schnakenberg, Ed Paschke, Seymour Rosofsky o el polifacético Shel Silverstein (recomiendo que le eches un vistazo a su actuación como cantautor en el Show de Johnny Cash, YouTube mediante).
En coherencia con esa no diferenciación entre arte de élites y arte de masas, en la revista también han colaborado artistas de renombre como Dalí, Warhol, Rosenquist, Wesselman y muchos otros.
Paul abandonó su cargo en la revista (llegó a ser vicepresidente) treinta años atrás, y se dedicó a trabajar para el mundo de la cultura y a hacer exposiciones de sus pinturas y dibujos. En los ochenta lo eligieron para formar parte del pasillo de la fama de los directores de arte de New York. Ya sabes, esto del pasillo de la fama es un poco como el corredor de la muerte, pero con esmoquin. (En este punto de la conversación hace su entrada Allan, recién despertado de la siesta).
“Neee… ve-ver mmmo… more”, balbucea, a modo de saludo. G baja la voz, confidencial, para que no le oiga su mascota: ayer salió de juerga con Cobi, esa vieja gloria olímpica. Regresó tardísimo y apestando a ginebra.
“Les bourgeois c’est comme les cochons, plus ça devient vieux, plus ça devient bête”, canturrea ensimismado el cuervo, ajeno a la conversación y diríase que todavía medio achispado.
Mejor así, asegura G, si ve que estamos mirando estas revistas, se va a poner muy pesado. Tú ya lo conoces… Pero volvamos a lo nuestro.
En esta época –prosigue– las portadas de la revista tenían siempre un gag visual, un juego que requería de algún modo la colaboración y complicidad del lector. No eran el escaparate de carne más o menos gloriosa en el que ahora se han convertido, había un nivel, digamos, sutilmente intelectual de formular las imágenes y también una gran elegancia formal. Por supuesto, se utiliza el desnudo femenino como un reclamo y no puedo afirmar que eso no me suscite ciertos reparos morales, pero debo admitir, mi joven colega (y sin embargo amigo), que no tengo una opinión del todo formada al respecto y creo que a mi edad ya puedo ir renunciando a tenerla.
La controversia ha acompañado a Playboy desde su primer número –prosigue G– y, dado que el grueso de sus enemigos se han caracterizado por su fanatismo religioso y unas posiciones ultraconservadoras tirando a cavernícolas, me siento poco tentado a objetar nada en contra de esta publicación. Es más, Hug Hefner, ese tipo sobre el que cae toda la maledicencia de ciertos sectores, ha hecho más por el fin de la segregación racial o la libertad de pensamiento que muchos senadores supuestamente progresistas de su país. Sólo un par de ejemplos: su apoyo público al mítico comediante Lenny Bruce (condenado por blasfemia y cuyo nombre solo se rehabilitó a título póstumo), aunque solo se saldó con una fugaz estancia en la cárcel, le pudo costar muy caro. En otra ocasión, cuando aplicando las leyes segregacionistas vigentes en el sur del país, algunas de las franquicias de Playboy negaban el acceso en los clubs a los negros, Hefner reaccionó volviendo a comprar esas licencias para acabar con esa ignominiosa situación. Antes de que el gacetillero acierte a introducir una frase, Allan, ese Tom Waits del mundo avícola, inunda la estancia con su torrente sonoro, un graznido áspero y estentóreo que se quiso canción: “et quand ils ont bien bu se plantent le nez au ciel, se mouchent dans les étoiles et ils pissent comme je pleure sur les femmes infidèles, dans le port d’Amsterdam, dans le port d’Amsterdaaaam…”.
Texto: Carlos Diaz
One comment on “El arte gráfico de Playboy”
OLDSKULL
3 marzo 2014 at 12:39Buen artículo, sobre esta mítica revista.
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