Son la encrucijada perfecta de ilustración y literatura: un artefacto de tinta, cartón y papel con un funcionamiento sencillo y a la vez sofisticado. Texto e imagen se interpelan mutuamente en una simbiosis narrativa que se beneficia de la confluencia de ambos lenguajes. Ventanas a la imaginación, herramientas de aprendizaje y lugar de encuentro entre pequeños y mayores, los álbumes ilustrados pueden ser, además de todo eso, preciosos maderos rescatados de un antiguo naufragio, el testimonio duradero de esa patria irremediablemente perdida que volvemos a recobrar en parte sumergiéndonos en las estanterías que librerías y bibliotecas consagran a los más pequeños. Publicado en visual 179
Cuando yo era apenas un polluelo, mi querida y añorada mamá solía explicarme viejas historias que tenían lugar en los brumosos bosques de mi Inglaterra natal. Eran cuentos bastante sombríos, debo admitirlo, ambientados a menudo en esos cementerios donde los cuervos solemos pasar largas horas de asueto, saltando de tumba en tumba y retozando despreocupadamente en un paraje de singular belleza. Aunque adoro los cielos de plomo, las piedras mohosas y las cruces celtas, también me hubiera gustado, sin embargo, poseer una modesta biblioteca de libros ilustrados, como la que tenían algunos de mis coetáneos en versión humana, y pasar alguna tarde al calor del hogar y la literatura. No se puede tener todo: supongo que a aquellos niños también les hubiera gustado jugar entre tumbas centenarias.
La infancia, humana o animal, precisa de estímulos para incentivar la curiosidad, desarrollar la inteligencia y ejercitar la imaginación, esa herramienta imprescindible que nos inmunizará de una vez y para siempre contra el tedio.
Las ilustraciones de los libros siempre se me han antojado unas ventanas a través de las cuales vemos pasar el mundo inagotable de nuestras fantasías, siempre las mismas, siempre distintas. Quizá el arte no es sino la capacidad de formular de forma infinitamente diversa unas pocas inquietudes.
Es una característica de mi especie y, en general, de todo el mundo, digamos, animal, no tener gran interés por la fabricación y acumulación de bienes de ningún tipo. No necesitamos, por ejemplo, libros. Vivimos al día, con sencillez y frugalidad, practicando un estilo de vida que ciertos humanos santurrones predican como único camino posible a la virtud y la sabiduría. Ellos sabrán, pero, ¿qué quieren que les diga? Desde que vivo con un humano poco dado a la santidad, hemos pasado muy buenos momentos gracias a nuestras modestas posesiones y lo cierto es que muy otra –y bien aburrida– hubiera sido mi biografía de no haber tenido a mi alcance una surtida biblioteca y un no menos surtido mueble-bar.
Aunque mi viejo compañero G no tuvo hijos (gracias a Dios), su biblioteca contiene muestras muy destacables de libros ilustrados para el público infantil. Si algunos de ustedes lo conoce, ya sabrá que su preferencia por las cosas, antes que por las personas, lo ha conducido a sufrir serios problemas de coleccionismo.
Quizá debido a mi avanzada edad, en la que se va cerrando el círculo de la vida, estoy desarrollando un gusto especial por las publicaciones infantiles. Paso muy gratos momentos contemplando –y admirando– toda suerte de libros destinados a los niños. Me gusta mucho, en particular, el formato de álbum ilustrado.
Llegados a este punto, ustedes me perdonarán si me pongo un poco didáctico (toda una vida al lado de un gran pedante no pasa en vano). Quisiera hacer una importante distinción entre libro y álbum ilustrado que, aunque vecinos o, incluso, parientes, no son lo mismo. Coja usted cualquier edición de Oliver Twist o Moby-Dick, agréguele veinte o treinta láminas con imágenes relativas al texto, intercálelas entre el resto de las páginas y obtendrá un libro ilustrado. Cualquier edición ilustrada de estos u otros títulos siempre tendrá su interés, por malos que sean los dibujos (ahora que hablo de malas ilustraciones, se han puesto ustedes a pensar en esos libros infantiles que regalan algunos diarios, no me digan que no, picaruelos).
Un álbum ilustrado es un artefacto muy distinto. Para empezar, el formato no se ciñe a los patrones de los libros convencionales: suelen ser más grandes y presentar proporciones muy variadas. Por poner un ejemplo, abundan los álbumes de formato cuadrado. Un álbum nace, generalmente, como un concepto unificado de texto e imagen. La importancia de la palabra y la ilustración tienden a equipararse al cincuenta por ciento, y, en no pocas ocasiones, el texto se reduce a la mínima expresión, ya sea por el público al que va destinado (niños tan pequeños que todavía no saben leer) o porque la narración se sustenta en un lenguaje de formas y colores en el que la palabra es un convidado menor. El libro se reivindica a si mismo como objeto: la tapa dura, el papel de calidad, los valores táctiles se suman a la experiencia lectora.
Actualmente, hay álbumes ilustrados en el mercado para todos los gustos, edades y formatos. Quien piense que la experimentación con los materiales, la encuadernación o el plegado del papel son un fruto reciente, se equivoca. En 1910, la editorial Harper & Brothers de Nueva York edita The Slant Book (El libro inclinado), escrito y dibujado por Peter Newell, un libro cuya forma romboidal subraya la peripecia que ilustra: el viaje de un carrito de niño y su ocupante pendiente abajo. Una delicia que no ha dejado de editarse en diferentes países desde entonces.
En 1945, el gran Bruno Munari, pedagogo, diseñador, escritor e ilustrador, crea una colección de nueve álbumes infantiles –entre los que se encuentra Il venditori di animali (El vendedor de animales)– en los que el pequeño lector es invitado a interactuar, gracias a la experimentación con el corte y plegado de las páginas.
Personalmente, a mí hay una autora que siempre me ha robado el corazón: la ilustradora checa Kvêta Pacovská. Sus álbumes son pequeñas obras de arte en las que el espacio, la forma, el color, la narración, forman un conjunto orgánico de una belleza primitiva y, a la vez, muy sofisticada: una sinfonía primigenia de papel y cartón. A un niño que juegue y disfrute con un álbum de Pacovskà no habrá que explicarle jamás el arte contemporáneo, porque su sensibilidad habrá sido perfectamente estimulada para disfrutar de la pura abstracción del color y la línea.
Y ahora que hablo de abstracción, me viene a la mente aquél álbum de 1922, obra de El Lissitzky, aquél viejo suprematista ruso: Pro dva kvadrata (Historia de dos cuadrados). Una hermosa pieza de arte gráfico en la que el cuadrado rojo de la revolución se enfrenta al cuadrado negro de la reacción. No sé si tuvo alguna vez mucho éxito entre el público infantil.
Mis preferencias políticas se complacen más en el garabato que en los un tanto ramplones cuadrados de este libro, pero, en fin, el alma rusa es insondable…
Es difícil, en todo caso, saber lo que realmente le gusta al público infantil, sobretodo porque, a fin de cuentas, los que compran los álbumes son los adultos. Hay bastantes ejemplos de álbumes cuyo lenguaje resulta tan transgresor que a mí particularmente me hace dudar de a qué público objetivo se dirige el autor. Pongo un ejemplo, también presente en la heterodoxa biblioteca de G: la adaptación del cuento de Hansel y Gretel que hizo Susanne Janssen en 2007. Janssen logra restituir la historia de los dos hermanos al terrorífico mundo de los cuentos de hadas anteriores a la censura de los bienintencionados y algo plúmbeos pedagogos actuales. Como sin duda ustedes no ignoran, los cuentos de hadas originales eran aleccionadores, suponían una advertencia frente a los peligros de la edad adulta y difícilmente concluían con un final feliz: Caperucita resultaba definitiva y fatalmente engullida por el lobo, como escarmiento a su peligroso candor adolescente.
El álbum de Janssen, realizado con una técnica que mezcla óleo y collage, resulta tan bello como inquietante. No tengo dudas de que sus oscuras imágenes, donde el rojo estalla a sangre y fuego, habrá alimentado las pesadillas de más de alguna tierna criatura.
En el polo opuesto, encontramos a ilustradores como Tom Schamp, cuyo cerebro parece funcionar en perfecta sintonía con el de sus pequeños interlocutores: creadores de un mundo primitivo, colorista, barroco y excesivo donde reina la más pura y elemental lógica del absurdo, esa que sólo los niños conocen y dominan a la perfección.
En las décadas de los cincuenta y sesenta se publicaron algunos álbumes bastante más amables, en los que el blanco del papel se presenta como esa superficie inmaculada e infinita donde todo es posible gracias a la magia de las tintas de imprenta, vibrantes y translúcidas. Algunos diseñadores gráficos del momento, como el ya citado Munari, Saul Bass o Paul Rand hicieron magníficas aportaciones en el terreno del álbum ilustrado, casi como una especie de liviano entretenimiento entre sus indigestos manuales de identidad gráfica para multinacionales.
Capítulo aparte merece la extensa colección de libros Esto es…, de Miroslav Sasek, el ilustrador checo que durante una década se dedicó a viajar por el mundo y a plasmar su experiencia en los diversos álbumes que conforman la colección y nos ilustran sobre los paisajes urbanos y humanos de Londres, Edimburgo, San Francisco o Nueva York. Una suerte de guía de viajes para los más pequeños, resuelta con una frescura que no se contradice por el amor al detalle y un cierto abigarramiento visual.
Los álbumes citados flotarán, sin duda, en la memoria de miles de personas, como maderos sobrevivientes de un lejano naufragio. Como decía el poeta, nos pasamos la vida haciendo cosas que compensen lo que fue nuestra infancia. Será por eso que, en mi vejez, adoro sumergirme en estos vastos territorios de tinta y papel, una manera como otra de recobrar el paraíso perdido. Texto: Carlos Díaz