La libertad que imprimió en el diseño de revistas, donde supo quebrar la dictadura de la retícula para establecer dinámicas coreografías en las que la fotografía, el texto, el color y la composición se confabulan para sorprender al lector en cada doble página, le han otorgado el título del más influyente director de arte de la historia del diseño gráfico. La figura de Alexey Brodovitch, emigrado político de la Rusia bolchevique, se fraguó primero en el París de entreguerras, junto a los grandes, para adquirir toda su dimensión en Estados Unidos, como maestro de fotógrafos y renovador de la gráfica de revistas entre mediados de los años 30 y finales de los 50, gracias a su colaboración, en calidad de director de arte, con la legendaria revista de moda Harper’s Bazaar.
Como Paul Rand, tengo fama de cascarrabias (ahí se acaba el parecido). La gente tiende a simplificar. No soy una persona malhumorada, pero rindo un culto insobornable a la verdad, lo que me obliga en muchas ocasiones a hacer o decir cosas que resultan políticamente incorrectas. Tampoco soy un fanático. Sé perfectamente que eso que llamamos la verdad es siempre la verdad de uno, contaminada con sus filias y sus fobias, pero yo soy de la opinión que hay que defender esa verdad con uñas y dientes y, con la misma vehemencia, estar dispuesto a revisarla si alguien o algo demuestra que uno estaba varado en el error.
He vivido una vida lo suficientemente larga como para haber mantenido con ardor una postura y la contraria. No me avergüenza cambiar de parecer, lo que me llenaría de oprobio es no ser capaz de defender hasta sus últimas consecuencias algo en lo que creo profundamente, aunque esté profundamente equivocado.
Cuando el fotógrafo Irving Penn acudió a ver a su maestro y mentor Alexey Brodovitch en su lecho de muerte, éste le regaló esta frase, casi a modo de despedida: “Gracias por enviarme una copia de tu libro, pero te tengo que decir con franqueza que me ha parecido espantoso”.
El gran Brodovitch era así. Quizá su educación aristocrática le inclinaba a contemplarlo todo desde las alturas de su talento, sin preocuparse demasiado por esas pequeñas habilidades sociales que tanto preocupan a la mayoría de la gente. ¿Qué quieren que les diga? Me identifico plenamente con ese tipo de personas que siente que es preferible no caer bien a cultivar la hipocresía.
Me gustaría, en todo caso, aprovechar este capítulo para hablarles del gran diseñador, ilustrador, fotógrafo y director de arte que respondía al magnífico y sonoro nombre de Alexey Brodovitch (1898-1971). Podría hablarles largo y tendido sobre mis infructuosos intentos de publicar mis poemas o de cierta noche en comisaría (sucesos, en cierto modo, relacionados), pero creo que saldrán ganando si, por esta vez, nos centramos en el legendario director de arte de Harper’s Bazaar.
Eso sí, no voy a ocultarles cómo llegué a ser un coleccionista de viejos números de esta legendaria revista. La responsable fue una de las mujeres que me rompió el corazón (a estas alturas lo tengo tan hecho añicos, que no es más que un pequeño cúmulo de arena). Fue, si no recuerdo mal, a finales de los 70, en aquella Barcelona contracultural y desinhibida que acabaría devorada por sus propios hijos, pequeños burgueses que, cuando se cansaron de ser unos díscolos, abrazaron religiones más o menos rentables, como la cultura subvencionada o el nacionalismo. Nos presentó mi amigo Genís (a quien ya mencioné en el primer capítulo). Esta mujer era una excelente fotógrafa, gran admiradora de maestros del retrato y la fotografía de moda como Richard Avedon o Irving Penn. Todavía conservo alguna de las instantáneas que me tomó, a contraluz y de perfil (le encantaba mi nariz a lo Serge Gainsbourg). Las fotografías que tomó de Allan para mi primer encargo profesional eran sublimes. Ahora que lo pienso, creo que ya la había mencionado antes. ¡Esta cabeza! Pero volvamos al tema…
Brodovitch procedía de una familia de la aristocracia rusa, así que, llegado el momento, es decir, la revolución de 1917, no les extrañe que combatiera a los bolcheviques como oficial del ejército blanco. Nuestro hombre tenía, a la sazón, diecinueve primaveras.
Su exilio en París no pudo ser más afortunado, aunque lo cierto es que tuvo que hacer algo que no estaba previsto en la trayectoria del retoño de una acaudalada familia: trabajar. Lo hizo, entre otras muchas cosas, diseñando decorados para los Ballets Rusos de Diaghilev, mientras frecuentaba la compañía de los artistas del momento: Picasso, Matisse, Jean Cocteau… En fin, los sospechosos habituales del París de entreguerras.
Al finalizar la década, el joven Brodovitch, ya se había ganado una gran reputación como uno de los más interesantes e innovadores diseñadores del momento. Era, sin embargo, un perfecto autodidacta, cuya única formación había sido su paso por la academia militar. Su obra era la de un vanguardista del momento, con los ojos anegados en estilo art-decó.
Sin embargo, mientras su aura personal parecía ir en aumento, la de la ciudad-luz parecía perder su brillo. Nueva York, esa ciudad donde los pequeños tiburones se habían lanzado –de un modo tal vez poco elegante– desde las ventanas de Wall Street, parecía configurarse como nuevo ombligo del mundo y cita ineludible para quien quería estar en la avanzadilla del arte.
Pero Nueva York tendría que esperar. Brodovitch se instaló en Filadelfia, contratado como profesor por el Pennsylvania Museum School of Industrial Art. El panorama no era, sin embargo, demasiado prometedor por lo que respecta al mundo de la gráfica publicitaria. Tras el gran colapso financiero de 1929, la industria optó por arriesgar lo mínimo posible en su comunicación gráfica. Los más vanguardistas creadores europeos empezaron a llegar, primero buscando nuevos y más prometedores horizontes que los del encorsetado viejo continente, pero también huyendo de los cada vez más espesos nubarrones que se cernían sobre la política del momento. Los artistas plásticos y los cineastas encontraron grandes oportunidades, pero los profesionales de la gráfica se encontraron un territorio todavía enraizado en el viejo realismo y ese gusto por la decoración tan del siglo XIX. En nuestra profesión todo estaba, pues, por hacer.
Brodovitch era, todo parece indicarlo, un buen profesor. Solía empezar sus clases con una frase que es una suerte de declaración de principios: “Más que profesor, soy un estudiante” . De esta manera, animaba a sus alumnos a tener una actitud siempre receptiva a la innovación y a analizar cada nuevo proyecto no desde lo que uno ya sabe, sino desde lo que uno puede llegar a aprender. Algunos de sus alumnos llegaron a estrechos colaboradores en los diversos encargos que le llegaban a su estudio.
Solía hacer excursiones con sus estudiantes a fábricas, centros comerciales o laboratorios, para que admiraran la belleza de la moderna producción industrial. Con ello, Brodovitch intentaba instaurar en la mente de sus discípulos la idea de que la creación contemporánea debía ir mucho más allá de los viejos modelos y materiales. Un cortador de alfombras, un bisturí o unas tijeras podían, bien empleados, generar unos resultados plásticamente más interesantes y renovadores que la mejor caja de acuarelas. Los artistas europeos, con John Heartfield a la cabeza, hacía muchos años que eran conscientes de ello.
Otro aspecto que nos lleva a pensar que, como profesor, Brodovitch era un viejo zorro, es el recuerdo que guardan sus estudiantes de su modo de hablar. Su inglés era francamente precario y no parecía hacer grandes esfuerzos por mejorarlo. Por el contrario, solía hablar con un tono de voz muy bajo, lo que contribuía a agudizar la atención que le prestaba su auditorio, ávido por no perderse una palabra de lo que tenía que decir aquel pequeño sabio europeo.
Fue a principios de los años 30 cuando le llegó la oferta de convertirse en el director de arte de la revista Harper’s Bazaar. Esta revista había nacido en 1867 de la mano de Mary Louise Booth, pero en 1901 fue adquirida por el temible magnate de la prensa William Randolph Hearst (al que Orson Welles retrató inolvidablemente en Citizen Kane).
Para obtener el visto bueno de Hearst, Brodovitch tuvo que confeccionar, ayudado por sus jóvenes colaboradores, la maqueta de un número ficticio de la revista. A Hearst, que tenía el dudoso criterio estético de un paleto granjero del Oeste, sin duda aquello le debió parecer un galimatías sin pies ni cabeza, pero su fino olfato de hombre de negocios se impuso y aceptó el consejo de su editora en jefe, Carmel Snow, que ya había formalizado la contratación del diseñador ruso convidándole a un cóctel. Suya es la frase: “La elegancia es buen gusto, más una pizca de audacia”. El trabajo de su director de arte demostró andar sobrado de ambas cosas.
Brodovitch convirtió a Harper’s Bazaar, de la noche a la mañana, en un perdurable icono del diseño y en una inagotable fuente de inspiración para sucesivas generaciones de fotógrafos y grafistas. Cada doble página de la revista se convirtió en una sorprendente propuesta donde fotografía y textos establecían un delicioso diálogo al que la composición no permanecía indiferente. Rompió con casi todas las reglas de lo que podía o no hacerse en una revista. Mitos de la gráfica como A. M. Cassandre, Herbert Matter o Herbert Bayer fueron convidados a crear imágenes para la portada de diversos números, mientras las páginas interiores se llenaban de atrevidas combinaciones fotográficas de gigantes como Lillian Bassman, Richard Avedon o Henri Cartier-Bresson. Por cierto, éste último había prohibido expresamente que sus fotografías fueran reencuadradas por nadie, excepto por Alexey Brodovitch.Durante el casi cuarto de siglo que duró la colaboración de Brodovitch con la revista, su relación con la editora en jefe fue de gran respeto mutuo, pero el diseñador siempre supo aceptar quién estaba al mando, así que sus bocetos siempre debían pasar por la aprobación de su superiora. Cuando con el fotógrafo de turno se escogía una instantánea entre las hojas de contactos, el criterio que prevalecía era el de Snow, por más que el director de arte y el fotógrafo hubieran coincidido en una opción diferente. Quiero remarcar este detalle, ya que el pan de cada día de muchos diseñadores es lidiar con las diferencias de criterio de sus clientes o directores de arte. Cuando el resultado es insatisfactorio, resulta fácil culpar de ello a las injerencias externas. Por lo visto, Brodovitch era un consumado experto en acatar humildemente las indicaciones de su editora para acabar aplicando su propio criterio con satisfacción para todos, una habilidad de incalculable valor para un trabajador de la comunicación visual.
La dedicación de Brodovitch a Harper’s Bazaar le quitó algo de tiempo para sus proyectos personales, –lo que no le impidió crear algunos de los más bellos monográficos sobre fotografía jamás impresos–. También hubo de renunciar a su ritmo de clases en el Instituto de Arte de Filadelfia, donde se concentró en organizar talleres semanales bajo el nombre de Laboratorio de conceptos de diseño y técnicas.
Cuando su colaboración con Harper’s Bazaar finalizó, en 1958, Brodovitch era un hombre prácticamente sexagenario con un legado impresionante al que había ya muy poco que añadir. Fue entonces cuando decidió, a pesar de sus problemas con la bebida –entraba y salía con asiduidad de clínicas de desintoxicación–, a emprender una suerte de libro autobiográfico que recogiera toda su obra y contara con algunos capítulos escritos por viejos colaboradores. Aunque se sabe que llegó a realizar una maqueta de dicho libro, actualmente se encuentra en paradero desconocido o, quizá, fue destruido por el propio autor.
Durante sus estancias en el hospital, Brodovitch no dejó nunca de crear, haciendo fotos e, incluso dibujos, de los demás pacientes. Como él mismo afirmaba: “un fotógrafo es alguien que tiene la necesidad biológica de apretar el disparador”.
Quisiera cerrar este capítulo con otra cita del maestro:
“¿Qué nos impulsa a crear? Curiosidad, escapar de uno mismo, normalidad, anormalidad, intuición, deseo de conocer lo desconocido… ¿Quién o qué? No es posible explicarlo. El arte y la religión son misterios a los que sólo nos podemos aproximar con voluntad, coraje, confianza, deseo, necesidad, paciencia y trabajo. Trabajo, trabajo y más trabajo”. Publicado en Visual 194
Texto: G, diseñador jubilado