MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Algunas pioneras de la ilustración del siglo XX


La ilustración ha adquirido, en nuestros días, ese halo de glamour que antes se reservaba al diseño o, más antiguamente, a la arquitectura. Más allá de ciertos estados gaseosos de la cultura, en el mundo editorial los ilustradores se han ganado su consideración como autores y la ilustración ha dejado de ser exclusivamente un complemento visual de algunas obras clásicas para convertirse en el eje vertebrador de algunos títulos.
Las mujeres ilustradoras, en este aspecto, tienen, tras siglos de obligado silencio, mucho que decir. En los libros de historia, las profesionales que en el siglo XX se dedicaron a ilustrar libros, revistas o campañas de publicidad han sido doblemente invisibilizadas, por ser mujeres y por trabajar en ilustración, un ámbito artístico que ha interesado más a las revistas de tendencias que al mundo académico. Aunque algunos nombres como el de Beatrix Potter o Lola Anglada nos puedan resultar familiares, queda todavía una labor ingente que hacer para rescatar del olvido o la ignorancia la obra de muchas creadoras.
mujeres ilustradoras

Amigas, amigos… Allan, hoy vamos a hablar de mujeres ilustradoras.
¡Guay!, exclama Silvana, que hoy se ha sentado en primera fila.
Guay, en efecto, responde G. Yo aún diría más, va a ser chachi y molón. Sin duda, ya se os habrán llenado esas cabecitas con un montón de nombres. Vivimos un buen momento para la ilustración y, especialmente, para la ilustración con firma de mujer. Pero siento deciros que hoy no os voy a hablar ni de Paula Bonet, ni de Cristina Daurà, ni de María Hesse, ni de Olga Capdevila, ni de Julia Sardà, ni de María Corte, ni de Marta Altés, ni de María Herreros, ni de Dàlia Adillon, ni de Mercedes deBellard… Tampoco os voy a hablar de Pilarín Bayés, ni de Rébecca Dautremer, ni de Ana Juan, ni de Luci Gutiérrez, ni de…
Vale, vale, está claro que no nos va a hablar de ninguna ilustradora que nosotros conozcamos, ataja Pol.
No te equivocas, creo que los nombres de Mary Blair, Manuela Ballester, Aliki, Tove Jansson, Delhy Tejero o Lola Anglada, entre otras, no os van a sonar mucho.
Pues a mí no me suenan ni las de antes ni las de ahora, se lamenta Lucas.
Amigas, amigos… Allan, esta es una clase de historia, modestia aparte, así que no nos podemos ocupar de aquellas creadoras que están muy atareadas en hacer la historia que estudiarán los alumnos de mañana. Bueno, sí, podríamos hacerlo, porque este viejo profesor no tiene mucho respeto por las inercias heredadas, pero creo que en este momento es más importante hablar de –y este va a ser el título de la clase de hoy– algunas pioneras de la ilustración del siglo XX.
Bien, no os descubro nada si os digo que los logros de las mujeres han sido sistemáticamente silenciados en nuestros libros de historia. Los varones de mi edad con una cierta sensibilidad solíamos lamentarnos del escaso papel que, en todos los órdenes de la sociedad, se le había reservado al sexo femenino, pero nos conformábamos con la sencilla explicación de que, dado que las mujeres no se habían podido realizar profesionalmente, era lógico que no estuvieran presentes en nuestra memoria colectiva, ya que no se les había dejado jugar ningún papel. ¡Qué ignominia! (para los que no me hayáis entendido: ¡Qué vergüenza!).
¡Never more! Puntualiza Allan desde las últimas filas.
Muchachos, debemos avergonzarnos de pertenecer a un colectivo que, históricamente, obstaculizó, boicoteó y ninguneó la carrera profesional de las mujeres y que, no contento con ello, se dedicó a invisibilizar a todas aquellas que, pese a tenerlo todo en contra, lograron dedicarse a la profesión que eligieron y para la que estaban naturalmente dotadas. Nos equivocábamos todos aquellos que nos conformábamos con la explicación simplista y pensábamos que, dado que el patriarcado lo había impedido, no había existido un número significativo de mujeres científicas, filósofas, políticas, aviadoras o ilustradoras. Las hubo y su mérito fue doble.
Hoy os voy a presentar una pequeña muestra de mujeres que, en el siglo XX, sobresalieron como profesionales de la ilustración. Por favor, Allan, te ruego que revolotees hasta el ordenador y abras el pdf que he copiado en el escritorio. Mientras Allan nos hace este favor, no quisiera dejar de destacar que, por lo que se refiere a la ilustración, las mujeres fueron doblemente ignoradas: como mujeres y como ilustradoras. Os reto a que vayáis a la biblioteca y cojáis al azar cualquier volumen de historia del arte: dudo que encontréis cualquier referencia significativa a la ilustración, un arte al que, por lo visto, nuestros gloriosos académicos consideran indigno de ser tenido en cuenta.
Bien, esta que veis empuñando un pincel es Lola Anglada, barcelonesa nacida a finales del siglo XIX (1896) y fallecida en 1984, casi olvidada. Su historia nos viene como anillo al dedo como introducción al tema. ¿Sabéis que fue expulsada de la escuela de artes y oficios, Llotja, en Barcelona? ¿Porque era muy rebelde? No, porque era una mujer y a los sectores más reaccionarios de la escuela les parecía inadmisible que una dama acudiera a las clases de dibujo al natural, donde los modelos, como el nombre indica, posaban al natural, esto es, desnudos.
¡Qué fuerte! exclama Silvana.
Sí, qué fuerte. Lola Anglada, prácticamente autodidacta, colaboró con diversas publicaciones de la época, como ¡Cu-Cut! –de la que ya hemos hablado– y En Patufet. Esta portada que vemos ahora corresponde a una revista fundada y dirigida por ella misma, La Nuri. Lamentablemente, como pasa tantas veces, la revista no sobrevivió a su primer número. Lola Anglada, perfecto ejemplo de intelectual noucentista, escribió sus propios textos y fue una mujer comprometida políticamente en unos tiempos que así lo requerían. Luchadora antifascista, su compromiso con la defensa de la Segunda República durante la guerra fraticida del 36 y su catalanismo militante le valió el ostracismo durante todo el franquismo. Hizo algunos trabajos de encargo para ganarse la vida, pero su carrera, como una de las más importantes ilustradoras de su generación, se vio definitivamente truncada. Tres años antes de fallecer, en 1984, alguien se acordó de ella y le concedieron la Creu de Sant Jordi.
Siguiente imagen, Allan, por favor.
Nuestra siguiente ilustradora no tuvo problemas con la escuela de arte, sino con la de ciencias naturales –el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres, su ciudad de nacimiento, para ser más exactos– donde no la dejaron entrar por no ser portadora de un requisito indispensable: ser hombre. Por fortuna, Beatrix Potter nació en una de esas familias inglesas cuyos mayores quebraderos de cabeza eran elegir las pastas que debían acompañar su té de las cinco de la tarde, mientras planeaban si ese año debían veranear en el norte del país o en Escocia.
¿Eran ricos?, pregunta Lucas.
Muy perspicaz, mi querido amigo, sí. En efecto, eran ricos, lo cual, me concederéis, facilita bastante las cosas en todo tiempo y lugar. Mientras sus padres andaban muy ocupados –él, acudiendo a uno de esos clubs de caballeros donde se fumaba en pipa y ella haciendo y recibiendo visitas de cortesía– la joven Beatrix escribió el primero de los cuentos sobre su famoso personaje, Peter Rabbit. Aunque le costó encontrar editor, finalmente encontró a uno que, no sólo le publicó sus cuentos ilustrados, sino que cayó rendidamente enamorado de nuestra protagonista.
Se está poniendo romántico, profe –le advierte Silvana, mientras se limpia las gafas con aire de suficiencia.
Bueno, ya que estamos, te diré que el romance fue llevado en secreto, ya que a sus padres les aterraba la idea de que alguien que tenía que trabajar para vivir entrara en la familia. En cualquier caso, el editor murió muy pronto y ella no se casaría hasta casi los 50, algo bastante insólito en aquellos tiempos. Como veis, no era una mujer convencional para su época. Los libros se vendieron muy bien y Beatrix Potter llegó al fin de sus días, en 1943, criando ovejas en su casa de Lake District.
¡Never more!, apostilla Allan, mientras con su patita pulsa una tecla para proyectar la siguiente imagen.
Esta mujer que veis, sujetando los pinceles con ligera desgana y un cierto aire existencialista, se llamaba Delhy Tejero. Nacida en Toro en 1904, su padre la envió a Madrid para que estudiara corte y confección, pero ella prefirió presentarse a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde, no solamente fue admitida, sino que se hizo acreedora de una beca. Delhy también fue una adelantada a su época. Llevaba las uñas pintadas de negro, fumaba con largas boquillas y vestía con ropa que se confeccionaba ella misma. Aunque su principal interés era la pintura, Delhy empezó a trabajar como ilustradora en diversas publicaciones de aquellos años para poder mantenerse económicamente cuando le retiraron la beca. Como veis, era una dibujante formalmente muy estilizada y elegante. En sus dibujos, hasta las humildes campesinas emanan un glamour irresistible. Paralelamente a su obra pictórica, muy influida por las vanguardias, fue profesora de dibujo en la misma escuela donde estudió y siguió ilustrando en prensa hasta el fin de sus días, en 1968.
Zzzzzzzzz…
¡Allan, despierta! Siguiente imagen, por favor.
Esta señora es Piti (o Francis, como también firmaba) Bartolozzi. Publicó sus primeras ilustraciones en la legendaria Editorial Calleja, donde su padre, Salvador, un reputado ilustrador, ejercía como director artístico. Fue compañera de estudios de Delhy Tejero y frecuentó los mismos círculos intelectuales y de vanguardia del Madrid de la época, ciudad en la que nació en 1908. Fue ilustradora, escritora, escenógrafa, historietista y muralista. Su personaje Canito, al que acompañaba su gata Peladilla, se hizo muy popular en los años 30 desde las páginas de la revista Crónica. Piti murió en 2004, en Pamplona, donde residía desde el final de la guerra.
Todavía en España, os presento a Manuela Ballester, nacida en Valencia, en una familia de artistas, también en el año 1908. En esta fotografía la vemos muy atareada con sus frascos de pintura, pero hizo muchas otras cosas, como escribir e, incluso, editar una revista. Estuvo casada con el gran cartelista Josep Renau, lo que quizá oscureció un poco su propia carrera. Militante del Partido Comunista de España, tuvo un papel protagonista tanto en la lucha antifascista como en la reivindicación de los derechos de las mujeres (cosas que, desgraciadamente, no siempre fueron juntas). Debido a su compromiso político, una vez finalizada la guerra tuvo que exiliarse. Como Antonio Machado o María Zambrano y tantas mujeres y hombres de su época, tuvo que atravesar la frontera a pie. También, como tantos exiliados de aquel tiempo, halló la hospitalidad y el cobijo en tierras americanas, concretamente, en México, donde se puso a trabajar en el estudio gráfico de su marido. Con Renau colaborará también en la realización de algunos murales. Ambos se trasladarán a vivir al Berlín de la República Democrática Alemana, donde se divorciaron al cabo de pocos años. Manuela siguió pintando y haciendo colaboraciones en libros y revistas, hasta fallecer en 1994.
¿Por qué le llamaban república “democrática” si era un país comunista y no se podía votar?, inquiere Olga, la alumna rusa.
Quizá porque lo primero que hacen los liberticidas es apropiarse de las bellas palabras para corromperlas. No hay más que escuchar a algunos políticos para darse cuenta, pero eso se escapa de nuestro tema. Allan, no te duermas.
Y de Valencia nos vamos al norte, a Helsinki, ciudad donde nació, en 1914, Tove Jansson, también en una familia de artistas. Aunque aquí la vemos empuñando una enorme paleta de pintora, Tove se hizo muy popular en su país y en el resto del mundo, sobre todo, gracias a los Mumins, personajes de su creación. Se trata de una familia de troles escandinavos, blancos y con cara de hipopótamo. Publicó el primer libro de los Mumins durante la Segunda Guerra Mundial. En los años 60, seguramente aburrida de sus propios personajes, le pasó el testigo a su hermano, que se hizo cargo tanto de los guiones como del dibujo. Tove se concentró en la escritura de novelas y en vivir razonablemente feliz junto a su pareja, la artista gráfica Tuulikki Pietilä, en una pequeña isla llamada Klovharu, en el Golfo de Finlandia. Falleció en 2001. Allan, despierta.
Y a pesar de mi poca simpatía con cualquier cosa que tenga que ver con Disney, aquí os presento a una de sus grandes artistas, la norteamericana Mary Blair. Nacida en Oklahoma en 1911, Mary destacó desde bien pequeña en su dominio del dibujo y el color. Creó los conceptos visuales para películas como La Cenicienta, Alicia en el País de las Maravillas o Peter Pan. Walt Disney sentía una gran admiración por su trabajo. Ni qué decir tiene que las ilustraciones de Mary son infinitamente más interesantes que los dibujos animados definitivos, mucho más previsibles, estandarizados y, por qué no decirlo, cursis.
¡Hala, cómo se pasa!, murmura Pol.
¡Never more!, replica Allan, no se sabe muy bien si dándole la razón a G o a su alumno.
Cuando se cansó de Disney, Mary Blair ilustró algunos libros infantiles y trabajó también en publicidad. Falleció en California en 1978. Allan, espabila.
Esta pareja son Alice y Martin Provensen. Él no se ha colado en la foto, simplemente es que no puedo hablar de Alice sin hablar de Martin, su esposo. No se trata de uno de esos casos en que él se lleva los laureles del trabajo de ella, sino de un extraordinario fenómeno de simbiosis artística y vital. Ambos escribían e ilustraban sus trabajos, siendo indistinguible la mano del uno o de la otra. Hoy nos interesa especialmente Alice. Os diré que nació en el año 1918 en Chicago y que dejó este mundo poco antes de cumplir los 100 años, en el 2018. Comenzó su carrera como animadora del famoso Woody Woodpecker.
Famosísimo, ironiza Pol.
Aquí le llamaron el Pájaro Loco o Loquillo. Corre por ahí un cantante entradito en años y en carnes al que apodaron así por su tupé.
Ya estamos con la gerontofobia y la gordofobia, protesta una chica muy seria, de nombre Úrsula.
Ejem, cotilleos aparte, Alice trabajaba en los estudios Walter Lantz, donde conoció a Martin, que ya tenía experiencia previa en Disney. Juntos firmarán casi 40 libros ilustrados, con un estilo sintético, fresco e impregnados del inconfundible aroma de su época, tan grato a la retina. En la granja que se hicieron construir en Hudson River Valley, en Nueva York, consumirán la última etapa de su vida, sin dejar de trabajar con esa perfecta comunión, tan peculiar en nuestro mundo, por otra parte.
Ahora me vais a permitir que os cuente una de esas historias trágicas y truculentas que son tan de mi agrado. Esta mujer tan hermosa que veis aquí se llamaba Marga Gil Roësset.
Y ahora llegan los comentarios machistas, se lamenta Úrsula, resoplando.
Sí, he dicho hermosa, y cuando hablemos de William Morris también comentaré que era un hombre hermoso, porque nosotros somos mujeres y hombres que nos deleitamos con la belleza, se encuentre donde se encuentre.
Y además yo ya estoy muy viejo para eso de la corrección política, me conformo con el respeto, los valores progresistas y la buena educación.
¡Diga que sí, profe!, le anima Silvana, mientras Úrsula la fulmina con la mirada.
Bien, esta mujer fue escultora, poeta (o poetisa, caramba) e ilustradora. Murió muy joven y fue una lástima, porque su obra era muy prometedora. Nacida en Las Rozas en 1908, creció en una familia acomodada, en un ambiente culto, donde proliferaban las vocaciones artísticas. Con 7 años ya escribía e ilustraba sus propios cuentos. Toda una niña prodigio. Cuando murió, con sólo 24 años, había evolucionado desde el modernismo al vanguardismo y había tocado muchos géneros y técnicas diferentes.
¿Ha dicho que era una historia truculenta?, interviene Pol.
Sí, ahora viene eso.
No, si lo que yo pregunto es qué quiere decir “truculento”.
Algo horroroso, terrorífico, como lo que le sucedió a nuestra protagonista. Marga era una gran admiradora de Zenobia Camprubí, una gran intelectual, traductora de Rabindranath Tagore, poeta bengalí y premio Nobel de literatura, amén de esposa de otro futuro premio Nobel, Juan Ramón Jiménez, un notable poeta y un perfecto cretino (esto forma parte de mi opinión personal y sería muy largo de argumentar).
Cuando ambas mujeres se conocieron, Marga decidió, en seguida, esculpir el busto de Zenobia, tarea para la que tuvo que visitar su casa en diversas ocasiones. La consecuencia es que Marga se enamoró del poeta.
¿Del poeta bengalí?, pregunta Lucas.
No, zagal, del esposo de Zenobia, Juan Ramón Jiménez, que estaba lejos de ser tan bello como William Morris.
¿Zagal?, murmura Lucas.
Marga sintió que era un amor imposible y no correspondido, así que un día se fue a su casa, destruyó todas sus obras o, al menos, todas las que estaban a su alcance en ese momento, y se pegó un tiro en la sien, no sin antes pasar por la casa del poeta y dejarle su diario personal, donde daba cuenta de sus tribulaciones amorosas. Si os fijáis en la fecha que hay en números romanos, veréis que las ilustraciones son de cuando Marga Gil Roësset contaba 12 años, solamente.
¡Qué pasada!, exclama Pol.
Sí, qué pasada. Allan, cierra el ordenador, que nos vamos. (Publicado en Visual 203)


Texto: Carlos Cubeiro

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