El capítulo anterior, que pasó el confinamiento paralizado en una imprenta vacía, se fijaba en un singular trabajo de Josep Bartolí: los cuadernos que dibujó durante una experiencia también singular, el inesperado internamiento en los infames campos de concentración que el gobierno galo improvisó en el sureste de Francia para amontonar entre alambradas a los cientos de miles de republicanos españoles fugitivos de las tropas franquistas. El dolor rabioso por la sangrante derrota y la reclusión inhumana a lo largo de meses de suplicio infernal se concentra íntegro en esos cuadernos patéticos. Todo lo demás, el resto de los trabajos, los demás meses y años de una dilatada biografía, no sólo es distinto (nada más lógico, por otra parte) sino completamente opuesto: una afirmación enérgica y alegre de las posibilidades del vivir, tan enérgica como la queja y la protesta cuando la vida parecía imposible.
Si algunos confinados en los campos pasaron en un solo recinto todo el cautiverio, Bartolí, tras el paralizante shock inicial conoció prácticamente todos, siete, incluido Bram, el de castigo, si no es redundante expresarlo así. Y habría conocido uno de exterminio si no hubiera saltado in extremis del tren que lo llevaba a Dachau. Por si no fuese lo bastante peligroso el inesperado proceder de los franceses, tan republicanos ellos, ahora habían hecho migas con los alemanes.
Antes de convertirse en el autor de los estremecedores dibujos que tantos artículos admirativos provoca estos meses en periódicos y revistas, Bartolí llevaba años colaborando como ilustrador y humorista en las principales publicaciones catalanas de izquierdas y satíricas, entre ellas L’Esquella de la Torratxa o La Campana de Gràcia. En los crispados años previos al golpe del 36 se había despachado contra los grupos conservadores y los grupos fascistas con una mordacidad extrema, deudora de Georg Grosz. Se conservan abigarrados dibujos de una Barcelona repleta de tipos tan deleznables como los que el dibujante alemán situaba en el Berlín hitleriano. Y, una vez en marcha la sublevación, Bartolí se había alistado en las milicias trotskistas para defender la República con las armas. Era, pues, una pieza que los cazadores de la Gestapo ansiaban cobrarse.
Se movía clandestino por el territorio ocupado, sabedor del afán con que le rastreaban la huella, pero aun a escondidas debía ganarse la vida. Tuvo un encargo de un circo, el Ringling Barnum Balley, 34 figurines que había de entregar al modisto Mark Weldy para el espectáculo Marco Polo en Venecia. Cuando iba a París a entregarlo, junto con más españoles (su hermano Joaquim y Carles Fontseré y otros), un aviso oportuno les libró a tiempo de la captura. Sin parar, todo seguido, huyeron a la Francia norteafricana. Allí, en el mercado negro de salvoconductos de Casablanca que hoy vemos tan cinematográfico, consiguió pasaje a México, cuando corría el año 43.
Como si en Argelès, el primer campo, Bartolí hubiera cubierto el cupo de la inmovilidad, en México desplegó enseguida una actividad infatigable. Además de con la nutrida colonia de intelectuales españoles reagrupados en el DF, se puso en contacto con Diego Rivera y Frida Kahlo, a quienes había tratado en París. Continuó con sus especialidades gráficas: portadas de revistas (para La Capital y El Mundo), y figurines, esta vez para películas: La monja alférez, protagonizada por María Félix, y Marina. Con otros pintores fundó la galería de arte Prisse.
Al poco de llegar ya viaja con la mayor frecuencia a Nueva York para explorar el terreno que la gran metrópolis ofrecía a un profesional ansioso por abrirse camino y vivir. En 1946 expone en el British Art Center, ocasión de conocer a representantes de la editorial Curtis, de Filadelfia, la que publica la revista Holiday, dedicada a viajes y elegancia. Ahí empezará una importante colaboración. Porque los contactos con los pintores más relevantes del Expresionismo Abstracto que mantuvo a través del grupo 10th Street Manhattan, Rothko, De Kooning, Kline y compañía, no fructificaron a la larga en una pintura de suficiente entidad, a diferencia de las brillantes ilustraciones que empezó a colocar en magazines y editoriales norteamericanas. Son los años del cauteloso romance con Frida Kahlo, solo posible a muchos kilómetros de distancia de Diego Rivera.
Cuando en 1948 las autoridades mexicanas le conceden la nacionalidad, ya estaba pensando en solicitar la estadounidense. En 1947 ha visitado un París ya libre de nazis y se queda más de un año. Los viajes son constantes, en parte para conocer en vivo las ciudades que le encargan dibujar en Holiday y otras revistas donde colabora, cada vez más numerosas, y en parte por cultivar relaciones útiles para su carrera, potenciales clientes. Antes de la guerra, las guerras encadenadas, era un joven ácrata y bohemio, marginal y un tanto impulsivo; después, un hombre mundano, ávido de potenciar su talento y disfrutar los alicientes de la vida una vez pasada la horrorosa matanza. Se hace fotos de estudio y sale en ellas con aire de galán, americana y corbata y cabello ordenado.
En Hollywood traba amistad con Lana Turner, Clark Gable y Robert Taylor. Se ocupa de la escenografía de El capitán de Castilla, protagonizada por Tyrone Power. Prueba también con los dibujos animados. Pero su carrera en la industria del cine concluye cuando el senador McCarthy pone en marcha su inquisitorial listado en negro. Bartolí no sólo tenía un pasado rastreable sino que en los viajes a territorio europeo participaba en la fundación de revistas con títulos tan inequívocos como Gauche o Sinistra europea.
Concluido el romance con Frida Kahlo en 1952, al año siguiente se casa en México con Michelle Stuart y se divorcia pocos años después amistosamente porque en Nueva York, donde pasa bastante más tiempo, está Bernice Bromberg, que será su compañera durante 40 años, hasta el fin de sus días.
Aunque también le acompaña el espectro de la madrileña María Valdés, su amor juvenil, de quien se separó en una estación barcelonesa al partir el tren que la llevaba al otro lado de los Pirineos para ponerse a salvo de los franquistas inminentes, y reunirse en el nuevo lugar para criar juntos al niño que ya estaba en camino. Pero nunca más supo. Si por uno de tantos bombardeos sobre objetivos civiles, o bien por un enigmático cambio de rumbo existencial, no lo supo. Durante años indagó, preguntó a las delegaciones de la Cruz Roja, encargó investigaciones, investigó él mismo, con esperanza del reencuentro. Creía en tal eventualidad porque no le constaba que hubiera muerto. Sentía que ella estaba en alguna parte del mundo y tal vez por eso recorría sin descanso el globo, con el motivo de llevar de gira exposiciones por los cinco continentes, o ilustrar para revistas países remotos, dispuesto a que ella apareciese. La falta de una definitiva certeza que lo descartase le llevó a preguntarse, cada vez que en sus viajes veía a un joven de la edad que tendría su hijo posible, si no sería él precisamente.
Las exposiciones le llevaron por supuesto a Nueva York y a México, pero también a Sao Paulo, Caracas, Zagreb o Jerusalén… Imagínese la multitud resultante de sumar personas vistas en calles, plazas, aeropuertos; y al incrementar viajes, el incremento de posibilidades (que no probabilidades) de que una de las personas fuese María Valdés, y otra su hijo.
Su colaboración en las páginas de Holiday, estandarte de un modo de vida cosmopolita, basado justo en un refinado turismo privado, ajeno al fenómeno contemporáneo del masivo turismo industrial o de marabunta, fue muy fructífera. Las portadas que dedicó a ciudades-insignia estadounidenses como Chicago, New Orleans o Hollywod, entre otras, le granjearon un enorme prestigio, lo mismo que las ilustraciones para textos de interior. Apuntes de viaje, reportaje de urbes pintorescas o monumentales. Dibujaba cada adoquín de una laza o cada ventana de un rascacielos: detallista, maniático, halagador. En una de las barquitas con nombre que flotan en los canales de un enclave mexicano, Xochilmico, desliza el de Frida, juega con tales guiños secretos.
Holiday era un magazine chic y moderno, enormemente difundido entre intelectuales con dinero. Con ‘enormemente’ nos referimos a casi un millón de suscriptores. Salir triunfante de la experiencia le dio a Bartolí tablas y cotización. Pudo afrontar con seguridad encargos de muchas otras revistas del mundo, ya fueran de Ópera italiana o Automovilismo.
Además de los libros con dibujos de los campos de concentración, publicados en México en los cuarenta, analizados con monográfico pormenor en el artículo precedente (VISUAL, nº 203), Bartolí hizo más incursiones en el campo editorial. El Club Français du Livre, de París, le encargó sendas ediciones ilustradas de dos clásicos de gran solera: Les Aventures surprenantes de Robinson Crusoe (1956) y Voyages par Lemuel Gulliver (1963). En ambos aplica un grafismo experimental muy en boga entonces, derivado del Expresionismo Abstracto con el que mantenía contacto directo en Manhattan. Óptica similar aplicó en Calibán, publicado en 1971 en Ruedo Ibérico, el sello antifranquista por excelencia. Los enérgicos textos, una crítica de visión amplia y vigorosa al capitalismo, son suyos también.
Calibán es un personaje de La Tempestad, de Shakespeare, contrapuesto a Próspero quien, en las interpretaciones usuales, encarna la evolución, el progreso, la espiritualidad, mientras que Calibán representaría lo instintivo, primario, el lado animal; pero hay otro enfoque que le presenta como un Prometeo, un libertador del pueblo, y así, como un buen salvaje, quiere retratarle Bartolí, a la vez taxista y cliente. También con Ruedo Ibérico publicó en 1975 ilustraciones para una versión de García Calvo de La Filosofía en el boudoir, del Marqués de Sade. En 1973 le había publicado en México el editor Juan Pablos The Black Man in América, los bocetos y apuntes para un plan de un mural que no llegó a realizarse.
El estilo internacional y exitoso que maneja Bartolí al ilustrar se asemeja a los de Ronald Searle o Tomi Ungerer, por mencionar a dos figuras muy notorias, igual que en la vida precedente se apoyó en Grosz para los dibujos políticos y agresivamente satíricos. Jugando con soltura en la misma liga, pero sin añadir una fórmula propia en verdad relevante.
Durante muchos años expuso aquí y allá sus trabajos pictóricos y grabados. Su aportación no es relevante: demuestran una asimilación superficial de los avances de Pollock, Kline, Rothko y compañía, con quienes se mantenía en contacto, pero en una combustión estética de mucha menor intensidad. La galería de imágenes que acompañan a este artículo incluye algunas muestras ilustrativas.
Fue un gran dibujante y muchos de sus dibujos nos gustan y conmueven. Y tanto, o más, nos gusta comprobar que, despojado de su país y destinado como tantos compatriotas al desamparo y la derrota, fue capaz de sobreponerse, plasmar un poderoso testimonio de la barbarie sufrida, luchar, triunfar con su profesión en la capital oficiosa del mundo y saborear los placeres de la vida, sobrevolando con holgura a sus frustrados verdugos.
Cuando llevaba casi tres décadas disfrutando las ventajas del pasaporte estadounidense y el inherente permiso de plena residencia, que tenía fijada en Nueva York como base de sus constantes desplazamientos por el mundo, en 1989 se empadronó en Terrassa.
Había expuesto dibujos en Perpignan en 1976, muy cerca de los escenarios del drama original, y en 1977 había regresado al fin a una España sin Franco; a su lugar natal, a su casa, después de 38 años.
Censarse fue un gesto más sentimental que pragmático, porque siguió viviendo en Nueva York, aunque volviendo a Cataluña con gran frecuencia, en su viajar constante.
Algo más pragmático, aunque también sentimental, fue donar una colección de dibujos (algunos correspondientes a la colección realizada en los cercanos campos de concentración al final de la primera vida, o al principio de la segunda) al ayuntamiento de Barcelona, recibiendo a cambio una paga vitalicia. Remató así la plenitud de su existencia, libre de preocupaciones, entregado a su manera de estar en el mundo, consistente en viajar y dibujar. Y, entre tanto, el amor y el whisky.
Definitivamente sentimental fue que al morir en 1995 dejase encargado que sus restos fueran esparcidos allí donde nació, cerrando tan amplio círculo de 85 años. O tan amplia vuelta de espiral, porque había puesto muy alto la vida que le tocó. (Publicado en Visual 204)
Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)