El portafolio que presentamos pertenece a un creativo único en su especie por su triple condición de dibujante, poeta e impresor, tanto es así que esa simple descripción basta para que podamos identificar con ella al sin par artista londinense William Blake. Lo que sucede es que su estrella se eclipsó hace tantos años que ha dejado de ser un referente colectivo, como lo fue en su día para una generación de artistas jóvenes que le idolatraron. Tantos años hace de aquel movimiento juvenil que fue seguramente la primera manifestación de un mecanismo tan característico de la cultura británica como es la rebeldía generacional; con atisbos de tribu urbana y un cierto germen de hippismo larvado que, para colmo de paralelismo, tuvo el rasgo emblemático de dejarse el pelo largo. Se llamaron a sí mismos The Ancients (Los Ancestrales) y surgió por la fascinación que les causaban estos dibujos de William Blake.
¿De cuánto tiempo estamos hablando? Tanto, que esta especie de cómic que estamos viendo carecía de bocadillos porque aún no se estilaban. Tanto, que el movimiento Ancient se anticipó en varias generaciones a la Hermandad Prerafaelita, un colectivo cuyo prestigio aun colea en la memoria como precursor de las Artes y Oficios que tanta expansión tuvieron en el Modernismo. De hecho, compartían algunos rasgos comunes como el rechazo a la industrialización y la búsqueda de referentes artísticos en la antigüedad, aunque Los Ancestrales fueron tan madrugadores que el progreso todavía no había puesto en marcha su apisonadora tecnológica más allá de la mecánica del vapor. Su ideología no fue perdurable, hoy ningún joven osaría oponerse a la ciencia pertrechado con una alternativa épica forjada a base de libros de poemas. Pero William Blake es William Blake, un caso aparte, y como tal, tiene rasgos admirables si lo miramos desde la perspectiva del tiempo.
Un historiador no puede juzgar el pasado con la moral del presente sino que ha de olvidar todo aquello que pasó después de la época tratada, ya que no pesaba en la conciencia de los personajes de aquel tiempo. Blake tenía la increíble osadía del artista del siglo XVIII, es decir, anterior al darwinismo y al daguerrotipo, que fueron los dos hachazos que talaron por su base todos sus planteamientos. El artista todavía era dueño de la llave del futuro, pues tenía la facultad de inmortalizar lo que pintaba, si bien la ponía a disposición de los poderosos. Desde antiguo, el artista ha tenido dos clientes que han trazado poderosamente su trayectoria, uno era la iglesia y el otro la corona, ambos demandaban artistas extremadamente realistas para poder encargarles obras mentirosas que fueran creíbles, pero Blake no quiso plegarse a ninguno de los dos estamentos; esa es una de las características que le convierten en un artista rompedor a pesar del clasicismo de sus formas y el contenido religioso de sus temas. El simple hecho de salirse del redil era una disidencia atrevida porque significaba quedarse sin esos clientes todopoderosos que tanto condicionaban la carrera de un artista.
Nacido en Londres en 1757, recibió formación académica como artista plástico –y cuando digo académica, quiero decir académica–, se le educó en la Royal Academy para ser testigo mudo de la realidad, utilizando la pintura al óleo y el grabado como sustitutos de la cámara fotográfica que aún estaba por inventar. Pero Blake se rebeló a su destino que le auguraba una vida dedicada al retrato cortesano, como los que tuvo que hacer Goya del que era contemporáneo, tampoco pintó iglesias sino que se dedicó a ilustrar una mística personal. Los dibujos que acompañan estas líneas corresponden a su libro Jerusalén, la eclosión del gigante Albión, un trabajo que no ha sido apenas divulgado porque quizá sea poco conocido incluso para los coleccionistas expertos, ya que se conservan únicamente cinco copias, cuatro de las cuales están impresas a una sola tinta de color negro. La versión que publica VISUAL es una pieza única con un estilo excepcional que pasó desapercibido puesto que el artista no encontró comprador, fue su último trabajo terminado, y lo estaba moviendo mientras ilustraba la Divina Comedia de Dante, obra que no pudo culminar a causa de su fallecimiento en 1827.
El libro consta de 100 planchas de 22,5 cm de alto por 16,5 cm de ancho, con algunas dobles hojas que duplican la anchura, está impreso sobre papel vitela –como era costumbre en él– de un gramaje considerable y con una suave textura apergaminada. Utilizaba una técnica mixta que conseguía dotar a sus obras de un colorido vibrante, su base era el aguafuerte –en este caso estampado en color naranja rojizo– con un entintado posterior a pluma en color negro y veladuras de acuarela que daban a sus acabados una fuerza y una policromía mucho más artística que los demás impresos en color de aquella época. No faltan en esta versión los toques dorados que realzan el carácter sacro de las escenas al asociarlo mentalmente con las clásicas iluminaciones de los códices manuscritos. Los textos, que también eran de su autoría, condicionan mucho la sensación general que produce la obra, baste decir que el libro estuvo a punto de terminar en la hoguera. Se salvó por la calidad de los dibujos, que finalmente han llegado a nuestros días tras una serie de vicisitudes. Te cuento. A la muerte de Blake, este ejemplar lo heredó su viuda junto con todas sus pertenencias, doña Catalina vivió sus últimos años en casa de uno de Los Ancients, quien la acogió por su devoción a las ideas religiosas del maestro, lo que le permitió apalancarse toda la obra que quedaba en el taller cuando ésta falleció. Frederick Tatham, que ese era su nombre, no lo hizo por interés crematístico sino por su total sintonía con lo que consideraba la más noble concepción posible de la mente humana. Pero la mente es voluble, pasados los años Los Ancestrales se disolvieron y sobrevino un movimiento religioso de corte dogmático que anunciaba el inminente regreso de Jesucristo. Entonces Tatham se hizo follower de aquella nueva tendencia que le hizo cambiar de mentalidad por completo, hasta el punto de sentir que tenía la casa llena de herejías satánicas y no se le ocurrió nada mejor que purificarlas mediante el fuego. Así que estamos contemplando esta rareza de puro milagro, debido a la generosidad del filántropo Paul Mellon que la donó a la Galería de Arte de la Universidad de Yale y a su fundación para la divulgación del arte británico.
A William Blake se le ha revisitado desde la perspectiva literaria y se encontraron motivos para alabar su mérito aunque también es verdad que han aparecido razones para ignorar la mayor parte de sus convicciones, el empirismo ha calado de tal forma en nuestra sociedad que la religión y hasta la propia filosofía están siendo relegadas del sistema educativo porque parece que ya no sea necesario reflexionar sobre las cuestiones profundas de la vida, pensamos lo que la ciencia diga y punto, cualquier desavenencia queda zanjada cuando se pronuncian las palabras mágicas: “Eso está científicamente demostrado”, con el peligro de masificar al ser humano porque detrás de ese pensamiento general, tan común y aparentemente natural, hay siglos y siglos de filosofía. Precisamente, Blake se caracterizó por su pertinaz oposición a cualquier tipo de empirismo, le daba más importancia a creer que a saber porque el saber coarta totalmente el libre albedrío que tiene el creyente de elegir cómo debería de ser el universo. Afortunadamente, la filosofía separó con precisión quirúrgica la ética de la estética y ahora puedo disfrutar de Blake como si estuviera leyendo un cómic de la Marvel, los superhéroes vuelan porque sí, y los villanos tienen siempre varias cabezas por alguna razón; no necesito compartir su visión del mundo ni me va a convencer de que Isaac Newton era un aguafiestas que le quitó a la vida su lirismo.
También se le ha revisitado desde la perspectiva plástica, subrayando la influencia que recibió de Miguel Ángel, en ocasiones da la sensación de ser una secuela de la capilla sixtina en formato bolsillo. Blake aseguraba haber tenido visiones de ángeles que le indicaban luminosas revelaciones y no era el único al que le sucedía tal cosa ya que conoció otros visionarios con los que se entendía perfectamente, y eso dio pie a algunos de sus libros. Su gran inventiva le permite representar escenas que la mayoría de nosotros seríamos incapaces siquiera de imaginar, para Blake la principal virtud era la imaginación, no solo la del artista sino también la del ser humano y esa fue la razón que le hizo distanciarse del naturalismo académico de su tiempo para emprender su propia singladura creativa cuando el Romanticismo estaba al caer. Blake ya era un romántico antes de la revolución francesa, no en su acepción cursi referida a la afectación amorosa sino en su sentido genuino de regreso a lo novelesco, como un deseo de aferrarse a lo quimérico con referencias al pasado como escapatoria de la decadente realidad presente.
En su tiempo se le conocía principalmente como grabador a raíz de unas impresiones que realizó a gran formato, como la de 60 x 46 cm dedicada a Newton que ha servido de modelo al monumento que tiene levantado este científico frente a la British Library de Londres. También ilustró libros de otros reconocidos poetas entre los que destacan John Milton y Thomas Gray, así como suyos propios en verso y en prosa, donde combinaba letra de imprenta con dibujos en los márgenes como hacían los iluminadores antiguos. Era además dibujante y pintor de cuadros, su capacidad polifacética hace que se le haya reivindicado como un artista total en cuya obra no puede disociarse el fondo de la forma porque fueron concebidos en estrecha relación.
Falta aun reivindicarle desde la perspectiva del diseño gráfico, que es lo que vamos a hacer a renglón seguido; no puede pasar ni un segundo más sin que elogiemos su espíritu emprendedor y nos admiremos de que hubiera un diseñador freelance trabajando dos siglos antes de la aparición del Mac. ¿Cómo es posible eso? Para lograrlo William Blake hizo acopio de sus habilidades, se recreaba en la anatomía de los personajes sirviéndose de su aprendizaje académico, pero para imprimir el resultado tuvo que recurrir a los conocimientos que había adquirido anteriormente en su adolescencia, cuando trabajaba de becario para un grabador que le enseñó los secretos del oficio; con este bagaje se estableció por su cuenta al frente de su propia imprenta. Si hubiera puesto en los títulos el mismo empeño que ponía en las ilustraciones sería un verdadero coloso del lettering pero, aunque es su disciplina más floja y no realizó ninguna tipografía, sí que se aprecia una dedicación especializada en la integración de los titulares y el cuerpo del texto en la estética general de las ilustraciones. Jerusalén, la eclosión del gigante Albión está estampado al aguafuerte, como hizo al menos con otros tres libros, eso significa que no utilizaba letras de molde sino que pintaba los textos sobre una plancha metálica con un producto resistente a la corrosión, el aguafuerte no es otra cosa que un ácido que, al aplicarlo sobre la plancha de cobre, lo rebaja, dejando en relieve lo que se había protegido al pintar. De ese modo, los dibujos y los textos se estampaban a la vez. No es de extrañar que se encomendara a Dios y a todos los santos, tenía que bañar en ácido el trabajo de varios días sin tener el comando “Deshacer”.
¿Qué otro escritor conocemos que escriba sus libros del revés sin tener el filtro “Espejo”? Y que, una vez escrito, se dedique a ilustrarlo estilo Miguel Ángel sin tener clip-art a su disposición. Y que al terminar se disponga a autoeditarlo sin impresora y luego se ponga a colorearlo sin Photoshop para finalmente empezar a moverlo en busca de comprador sin tener Facebook. Si es cierto que no se debe juzgar a la gente por lo que dice sino por lo que hace, a William Blake hay que quererle por fuerza y caer postrado de hinojos ante él, porque lo que no consiguió con sus prédicas lo consiguió dando el callo. Se equivocaba al dibujar a los ángeles con alas, a la gloria se llega con las manos y debajo de la colosal presunción con la que pretendía aparentar que tenía línea directa con Dios, había la humildad de un verdadero currante. Publicado en Visual 187
Texto: Tomás Sainz Rofes