MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Cola, papel y tijera: el Origen


1920 Elasticum, Raoul HausmannEl collage se extiende. Como ocurre con el Cuadernismo, las posibilidades de publicación inmediata que ofrece Internet a través de blogs y redes, así como las aparentes facilidades de la edición digital, han hecho de este género, que nació minoritario en pequeños estudios donde algunos pintores ensayaban sus experimentos, una práctica multitudinaria.
Grupos como Los Días Contados y otros conciliábulos producen a diario gran cantidad de collages que circulan por la red y se exponen también en galerías físicas, configurando una panorámica de tal amplitud que resulta inabarcable para un artículo breve como éste. Pero intentaremos remontarnos al origen de este gran caudal de imágenes collagísticas, caracterizadas por montar fragmentos de materiales heterogéneos, sobre todo papeles, para crear una realidad nueva manipulándolos; remontarnos a momentos fundacionales como el relatado por George Grosz en un Boletín del Teatro Piscator de 1928: “Cuando a las cinco de la mañana de un día de mayo de 1916 John Heartfield y yo inventamos el fotomontaje en mi estudio en el extremo sur de Berlín, ninguno de nosotros sospechaba todavía las enormes posibilidades ni el espinoso pero feliz camino que habría de emprender dicho descubrimiento”. Se cumple ahora exactamente un siglo, y sabemos que Grosz sigue teniendo razón. Publicado en Visual 180

Tal como hoy lo manejamos, a la vez que otros recursos del lenguaje visual, el collage nació revolucionariamente un siglo atrás, en efecto, y en sus primeros quince o veinte años vivió una fértil y poderosa Edad de Oro.
Previamente, y desde antiguo, ya se practicaba el recorte y pegado de materiales, pero sin pasar de lo ornamental. Los estudiosos citan el remoto precedente de los calígrafos japoneses que allá por el siglo XII pegaban papeles de tenues colores en cuadernos manuscritos y reseguían con líneas las junturas, jugando con transparencias y contornos para efecto embellecedor, en una tradición que hoy sigue viva. En los iconos rusos se pegaban trozos de estaño, telas, perlas y piedras de colores, además de láminas de pandeoro. En Turquía y en Persia era frecuente añadir materiales al encuadernar, o componer cuadros con plumas, flores, escarabajos, alas de mariposa… Recientemente fue costumbre en Europa forrar biombos con abigarradas colecciones de estampas, grabados y fotos. Si conocemos este peculiar formato precursor es porque a tales biombos enciclopédicos fueron muy aficionados escritores famosos como Andersen o Victor Hugo. También entre las damas victorianas estuvo de moda en el XIX recortar y pegar fotos de parientes en cartulinas. Todo ello, junto a mil trucos con postales, sellos, recetarios, heráldicas, calcomanías, siluetas o quodlibets, son ejemplos de esta inclinación a crear objetos agradables a la vista pegando cosas en lugar de pintarlas con los instrumentos tradicionales, pero no pasan de ser manualidades populares, habilidades ornamentales. En cuanto antecedentes, su influencia es más bien escasa.
Es al principio del siglo XX cuando las tijeras y el pegamento o cola se empiezan a utilizar precisamente para desbordar los límites del arte tradicional, incluso atacarlo con vehemencia. La pintura de caballete, óleo sobre lienzo, se vive con cansancio: ese culto a los materiales nobles, la tela imprimada mediante fórmulas casi alquímicas, y pintada luego con pigmentos y aceites igualmente elaborados según lentas fórmulas magistrales, o el mármol y el bronce en el campo escultórico, va asociado al fetiche de la obra única, tan cara al coleccionismo especulativo, y asimismo a la imitación perspectivística de la realidad.
Pero cuando Braque y Picasso exploran la dimensión cubista mano a mano y a ritmo frenético en sus talleres de Montmatre, tan vecinos, no pueden entretenerse en los pausados tiempos del procedimiento clásico mientras las ideas se atropellan buscando plasmación y el ímpetu creador hierve en las venas.
1912, el padre de Braque tenía una fábrica de pintura para casas, lo que incluía el papel pintado, y un día Braque, al pintar un bodegón, en lugar de dibujar la madera copiando las vetas y nudos, pegó un trozo de un rollo de papel estampado que imitaba madera, sin más. Pensó a continuación que introducir algo prefabricado como el papel de tapizar, con su realidad tan concreta, servía de contrapeso al mundo autónomo que era el cuadro cubista, puramente pictórico.
Llegó al estudio Picasso el caníbal y vio que era bueno. Vibrante el choque de esa ilusión óptica, la mezcla de dimensiones, realidad y figuración, verdad y falsedad. Y esa textura de la madera en particular…
En adelante gastaron unos cuantos rollos de la fábrica y distribuyeron pedazos en los cuadros de autoría indistinguible que pintaban en aquellos años fundacionales como si fuesen el mismo pintor. Láminas de castaño o roble o cerezo, o rejillas de mimbre para sillas, pero también paquetes de tabaco, trozos de periódicos y revistas y carteles, etiquetas, cigarrillos, y latas. También es cierto que lo que pegaban no era realidad cruda, en bruto. Solían escoger fragmentos que ya traían elaboración, estaban “prediseñados”, y daban bastante juego gráfico. No eran piedras o maderos sino la cabecera de un periódico, con letras y cifras, los rótulos de un cartel o una cajetilla… Ahorraban tiempo y pigmentos, investigaban en su incansable laboratorio y se saltaban el rígido criterio de buen gusto que había demonizado a los impresionistas.
Ambos, lo mismo que Juan Gris, poco después incorporado al vuelo cubista para aportar a las agresivas formas una especie de manierismo, refinado acabamiento (él era pintor de compás y tiralíneas), estaban logrando que la realidad cotidiana resonase en los nuevos espacios abstractos a través de los objetos pegados, pero seguían apoyándose en bodegones, paisajes, retratos y desnudos para remachar su revolución formal, y no cuestionaban los contenidos, los temas. Aparte de su propia y exigente conciencia artística, y la de los escritores allegados, Apollinaire y Max Jacob entre otros pocos, los supervisores del trabajo eran el marchante y los mecenas, los hermanos Stein.
Eso ocurriría poco después, al emerger Dadá e inyectar drama.
Mientras tanto, antes de los soviets, y de quedar fascinados por el Duce, Marinetti y sus futuristas, valedores de la velocidad y el puñetazo, tuvieron muy buena acogida en Moscú en 1912. Su influencia, combinada con la del cubismo, impulsó las vanguardias rusas. Malevich, El Lissitzky, Maiakovski, Rodchenko, Stepanova o Goncharova buscaban formas artísticas para una cultura nueva; buscaban destrezas diferentes a las consagradas por el arte académico. Para romper sus esquemas propugnaban el Alogismo: “Contraposición de dos estructuras dispares, como una vaca y un violín, en una estructura cubista” Malevich. Querían exhibir una solvencia como la requerida en los exámenes de maestría de las escuelas de lacadores y pintores industriales, la misma calidad en el tratamiento de las superficies y acabados. Si los dadaístas alemanes, escépticos con el gran estilo de pincelada elegante y arrebatos geniales, querían ser ingenieros y no artistas, los vanguardistas rusos querían ser proletarios y no artistas. El trabajo materialmente bien hecho, sin poses de salón. Tatlin: “Los botones de mi chaqueta son más bonitos que las obras maestras de los clásicos”. Tras la revolución del 17, y bajo el patrocinio del comisario Lunacharsky, el público al que se dirigían desde revistas como LEF era semianalfabeto, y por eso, por lo directo y “objetivo” de las imágenes, la elección del fotomontaje, que entretanto se estaba “patentando” en Alemania.
A partir de la chispa cubista, el collage saltó rápido a su máxima potencia comunicativa, con una efervescencia repartida en múltiples focos: varias mentes trabajando a la vez con ópticas similares y confluyendo en París, Nueva York (Duchamp, Picabia, Ray), en ciudades alemanas y suizas; también en rusas, donde las mencionadas vanguardias produjeron unos fanzines manufacturados con barato papel de envolver, en ediciones que combinaban poesía e ilustración con la mayor libertad experimental, lo mismo para textos que para dibujos y maquetación y tipografía, haciendo abundante uso del collage a la hora de componer los espacios. Mediante escritura collagera inventaban idiomas como el ZAUM, mezclando letras al azar. Prescindían de la horizontalidad de los renglones y del orden lector izquierda-derecha, de la homogeneidad del tamaño y tipo de las letras, de cualquier convención: bofetada al gusto del público queremos dar.
En Alemania, el malestar causado por la Primera Guerra Mundial condujo a una rebelión airada contra los gobernantes que enviaban al frente a miles de ciudadanos destinados a matanzas seguras, mientras desde sus confortables despachos lanzaban el cínico ideal de la guerra como catalizador que traería una sociedad regenerada y fresca, y cerraban al mismo tiempo sin la menor vergüenza jugosos negocios de armamento y acero. Despachos casi siempre adornados con cotizadísimos óleos lujosamente enmarcados. La ira iba también contra esos distintivos burgueses, piezas de ostentación.
Esta aversión a los soportes del arte burgués es una de las razones de que la mayoría de los dadaístas desechasen el óleo y buscasen otros procedimientos expresivos para canalizar sus mensajes incendiarios. ¿Por qué el collage fue enseguida el preferido? Porque permite casar realidades normalmente incompatibles dando entrada a lo irracional. Se crea mezclando, deformando y ensamblando los materiales reunidos.
La paternidad del fotomontaje o fotocollage es asunto controvertido. Grosz y Heartfield por un lado, y Raoul Hausmann y Hannah Höch por otro, la disputaban. Hay por parte de ambos tándems descripciones precisas de cómo alumbraron el nuevo lenguaje, como si del repentino descubrimiento de la estructura del átomo se tratase, o del hongo de la penicilina. Ya hemos citado el relato de Grosz de una madrugada en su estudio berlinés. Hausmann y su compañera durante un viaje por el Báltico se encontraron en todas las casas de la isla de Usedom con la misma foto de un granadero ante un cuartel, y en cada casa tenía la cara del familiar pegada. Ese ejemplo tan pragmático fue para ellos el germen del procedimiento, cuentan. Hausmann lo cultivó fervientemente durante unos años, mientras que Hannah Höch, encantadora virtuosa del collage, con mayor discreción y continuidad lo llevó a unas cumbres de riqueza artística sólo comparables a las alcanzadas por Max Ernst.
Si la denominación ‘fotomontaje’ ha prevalecido sobre la de ‘fotocollage’, cuando de modo patente es una variante del collage que pasa igualmente por la tijera y el encolado, se atribuye a que ‘montador’, en el sentido de ‘mecánico’ o ‘ensamblador’, era el sobrenombre utilizado para firmar por Heartfield, quien odiaba ser confundido con un artista burgués y por ello vestía normalmente mono de mecánico. De su posición radical frente al estado de cosas provocado por la Primera Guerra Mundial da idea el que adoptase la lengua del supuesto enemigo y britanizase su nombre (de Helmut Herzfelde a John Heartfield), al igual que Grosz (de Georg Gross a George Grosz), y que hablasen entre sí en inglés cuando estaban en público, para provocar.
Además de la aparente objetividad de las imágenes, otra baza que el fotocollage proporcionaba frente al arte de caballete y pieza única o fetiche, era la posibilidad de la reproducción ilimitada, la rápida difusión de miles de copias, sobre todo en el caso de Heartfield, la mayoría de cuyos centenares de fotomontajes aparecían en medio de gran expectación en la revista AIZ (Arbeiter-Illustrierte-Zeitung), en cuyas páginas descubrió en Valencia Josep Renau el nuevo lenguaje como una revelación, como quien recibe una vocación tan fuerte que se cae del caballo. Con los años, Renau se convertiría en uno de los campeones del género (“Fata Morgana. American Way of Life”, álbum recopilatorio que constituye uno de los mayores logros del género).
Dadá fue una rebelión violenta, y también efímera, aunque de enorme onda expansiva. Sus exposiciones, gestos, manifiestos y provocaciones buscaban el escándalo. Tales acciones expresaban su radical afirmación de la libertad en una Centrouropa donde era violada y prostituida a diario. Iban contra el orden, contra la belleza, contra la perfección, contra el arte y el artista. Por eso les valía el collage, que era un recurso impersonal, y generalmente destruían las piezas tras utilizarlas, en coherente desprecio por la obra.
Hacia 1920 Dadá había concluido su pirotecnia, pero varios de sus agitadores se trasladaron a París donde, en compañía de Breton y su grupo de poetas y artistas, impulsaron el Surrealismo como una evolución natural de Dadá. Entre medias, la influencia de De Chirico (sus oníricos y metafísicos palacios de Italia) había ofrecido a la imaginación dadaísta, sobre todo a Max Ernst, el horizonte de los sueños. Buscaban algo más que “Las tres peras de Renoir, los cuatro espárragos de Manet, las mujercitas de chocolate de Derain o el paquete de tabaco cubista…”. Era el territorio del Inconsciente señalado por Freud, el continente a explorar para añadirlo al racional y redondear la experiencia del mundo en ese punto de encuentro entre el sueño y la vigilia, estados contradictorios que se resuelven en una realidad absoluta, la SUPERREALIDAD. El objetivo surrealista es alcanzarla, como Breton formuló de una vez por todas: “Surrealismo es automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
El collage, con su potencia mezcladora de realidades dispares, era medio idóneo para convertirse en fotografía del pensamiento. Como dice Pessoa, no ves lo que ves sino lo que eres.
Los surrealistas jugaron mucho con las tijeras, casi siempre colectivamente, a la manera del cadavre esquís, pero fue Max Ernst, movido por una infatigable creatividad exploradora, quien alcanzó una de las cimas más altas del collage con sus tres novelas gráficas, complejas y estructuradas narraciones visuales confeccionadas con material procedente de folletines ilustrados y catálogos publicitarios: La mujer 100 cabezas (1929), Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo (1930) y Una semana de bondad (1934). Fue él quien en el contexto surrealista hizo del collage una categoría metafísica, más allá del recurso técnico: fusión creadora de mundos dispares. Esa era la potencia apuntada por Lautreàmont cuando hablaba del encuentro de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de operaciones. Ernst, gran escritor, lo describía maravillosamente: “Sucedió una vez, cuando nos apasionaban en particular los experimentos y los primeros hallazgos con el collage, que tras descubrir por azar, o como por azar, las páginas de un catálogo que reproducían objetos para la demostración anatómica o física, encontramos reunidos elementos de figuración tan distantes que el mismo absurdo de aquel acopio provocó en nosotros la alucinante sucesión de imágenes contradictorias, que se sobreponían unas a otras con la persistencia y la rapidez propias de los recuerdos amorosos. Estas imágenes sugerían incluso un nuevo plano, por sus encuentros en un ámbito desconocido totalmente nuevo, el plano de la inconveniencia. Bastaba entonces con añadir, pintando o dibujando, y para ello limitándose a reproducir dócilmente lo que se ve en nosotros, un color, un garabato, un paisaje ajeno a la representación de objetos, el desierto, el cielo, un corte geológico, un suelo, una simple línea recta que significara el horizonte, para obtener una imagen fiel y fija de nuestra alucinación y transformar en un drama, que delataba nuestros más secretos deseos, lo que antes no era más una trivial página publicitaria”.
Ernst trabajó en La Edad de Oro, donde hacía de jefe de bandidos. Durante el rodaje le conoció a Alfonso Buñuel, hermano del cineasta. De la amistad se derivó una intensa influencia, muy perceptible en los collages que Alfonso Buñuel realizó para un extenso libro, truncado por la Guerra Civil. De calidad, aunque no originales, los mencionamos para que, junto con los ya comentados trabajos de Picasso, Gris y Renau, quede aquí constancia de algunos antecesores españoles.
En brioso español escribió Ramón Gómez de la Serna unas notas sobre el Rastro madrileño como collage: “Las cosas, liberadas de sus ubicaciones preestablecidas, campan a sus anchas en completa autonomía, reorganizándose en desinhibida convivencia trapos, papeles, pajas y otros objetos de la gran Bisutería del Basurero. El amontonamiento azaroso de las cosas desterradas las lleva a conjurarse en reductos y espacios marginales, donde proceden a desjerarquizarse y proliferar fuera de la lógica humana y social que las encadenó en su vida anterior”.
Y para cerrar el artículo traemos de su Automoribundia estas castizas y lúcidas líneas, que son casi un manifiesto: “Tijereteo sólo lo extraordinario y lo mismo me da desmochar un libro caro que una revista de colección (…) La imagen de una cosa ya no quiere decir apenas nada. Es necesario complicarla, injertarla en otras, herirla en el pecho. La vida tiene que aparecer bajo un aspecto de desvariación, necesitamos complicar la bonachona transparencia de las cosas”. Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

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