MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

De copas con Cobi y compañía.
Una reunión de mascotas gráficas


entradaDesde los inicios de la publicidad, la empatía que produce un icono humanizado ha sido utilizada como argumento y reclamo de muchas marcas. Son imágenes que juegan en el terreno del humor, la simpatía y la complicidad. En suma, pretenden establecer
un vínculo emocional con el público. Marcas como Michelin son indisociables de su mascota gráfica, y también se da el caso de mascotas sobre las que ha recaído un simbolismo excesivo, llegándose a producir una fractura entre la marca y el icono, como el Toro que Manolo Prieto dibujó para las Bodegas Osborne, hoy secuestrado por usos ajenos a la gráfica. Algunas mascotas han vivido la polémica, para luego pasar a la historia del diseño (como Cobi) o al museo de las curiosidades (como Naranjito).
Publicado en Visual 165



No les voy a aburrir con prolijos detalles sobre mi vida. Bastará decirles que nací en la campiña inglesa, en el seno de una familia distinguida y que pertenezco a la especie de los corvus corax, es decir, que soy un cuervo –ejem– común.
Desde mi primera juventud convivo con G. (quizá alguno de ustedes ya lo conozca), un alma gemela, aunque pertenezca al género de los humanos en su variedad diseñador gráfico. Nos conocimos cuando ambos éramos jóvenes. Él se enfrentaba a uno de sus primeros encargos: el diseño de un pack de croquetas para córvidos domésticos. Yo, naturalmente, había sido contratado como modelo. Aquel hombre, con su tez translúcida, su fúnebre atuendo y sus cabellos de corte victoriano, parecía arrancado de un viejo daguerrotipo. Creo innecesario subrayar que simpatizamos inmediatamente.
Desde aquellos lejanos días, ambos formamos algo así como una familia. Les cuento esto solamente para dibujar y enmarcar el contexto del pequeño relato que les voy a referir.
El suspense es un recurso de novela popular, así que empezaré por el final, cuando G. vino a rescatarme de la comisaría en la que me hallaba retenido a primera hora de la mañana después de una noche ciertamente movida.
Las fuerzas de orden habían tenido a bien ofrecer su hospitalidad a servidor y unos colegas, amén de unos cuantos golpes marca de la casa, debido a uno de esos malentendidos tan frecuentes cuando la noche se hermana con el alcohol, viejos camaradas y ciertas dosis de mala pata. G., muy alterado, a punto estuvo de unirse a nuestro grupito, tras un cierto momento de tensión con uno de los agentes. Por fortuna, la distancia entre la inteligencia del policía y el rico vocabulario de mi amigo, hizo imposible la correcta asimilación de tan sutil descortesía por parte del destinatario.
Si creemos en el efecto mariposa, todo comenzó cuando yo era un mozalbete de negro y brillante plumaje y presté mi donosa silueta a la posteridad. Mi breve pero inolvidable aparición en un pack de croquetas, me ha otorgado desde entonces el estatus de branding character o de mascota gráfica, como ustedes prefieran. Desde hace ya algunos años me reúno muy de tanto en tanto con célebres colegas que han dedicado su vida y su imagen a dotar de identidad a marcas o eventos muy diversos. Mi caso es bien particular, ya que soy el único que no debe su existencia a la imaginación de un dibujante. Creo que esto me ha ahorrado no pocos conflictos de identidad que tanto han perturbado la vida de alguno de estos amigos.
Quedamos para vernos en El Velódromo, uno de esos bares que han sobrevivido mal que bien a la conversión de Barcelona en parque de atracciones. Hacía largo tiempo que no nos veíamos –años– así que tuvimos que hacer gala de toda nuestra hipocresía para saludarnos sin que un rictus de horror en nuestros rostros delatara los estragos del tiempo.
Bueno, no todos. En el mundo de los branding characters podemos diferenciar dos grandes grupos: los que están asociados a un evento puntual y los que son la imagen de una marca. Estos últimos suelen pasar por el cirujano plástico cada cierto tiempo. Bibendum (o el muñeco de Michelin, como gusten) es el más viejo de todos nosotros (lo parió el dibujante francés Marius Rossillon, alias O’Galop, en 1899) y en cambio está hecho un mozalbete. Siempre ha lucido un aspecto robusto (no en vano ha dado nombre a esas protuberancias adiposas que tanto atormentan a los humanos), pero su silueta ahora está en sintonía con los gustos contemporáneos, tan poco sensibles a la belleza de las líneas curvas.
No es extraño que Bibendum manifieste siempre ese aplomo y optimismo recalcitrante: más de un siglo ininterrumpido de gloria mundana le avala. Es, lo habrán adivinado, un perfecto cretino arrogante.
En el otro extremo, tenemos a Cobi, ese viejo canalla. Debo confesar que cuando nació de la mano de Javier Mariscal, allá por el año 1988 para los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, no me hizo mucha gracia, no tanto por su aspecto cubista de perro atropellado (como decían algunos), sino porque cualquier cosa relacionada con los espectáculos de masas choca con mi delicado espíritu de esteta. Recuerdo el día que apareció en la primera página de todos los periódicos, en plena euforia preolímpica: si en aquellos días lejanos hubiera existido Twitter, hubiera sido trending topic, sin duda. Todo el mundo se reía de su aspecto y los que ya empezaban a estar hasta el gorro de su creador, aprovecharon la ocasión para vapulearle por persona interpuesta (perro interpuesto, quiero decir). Sin embargo, la gente, poco a poco, le fue tomando cariño. Supongo que consideraban que estando tan lejos del canon de belleza establecido por Disney, había que quererlo incondicionalmente, como solo se quiere a los hijos menos favorecidos por la madre naturaleza.
¡Ah, qué días de gloria los que vivió mi buen amigo! Hasta tuvo una serie de televisión propia, algo inaudito hasta la fecha en la historia de las mascotas olímpicas (o eso creo). Debo reconocer que, cuando lo conocí en persona, abandoné mis reticencias y me resultó un tipo encantador.
Pero cuando Barcelona despertó de su sueño olímpico, la crisis estaba allí. Y la imagen de Cobi entró a formar parte de las ruinas de ese sueño. Desapareció del mundo que habitan los elegidos, mientras se decoloraban sus pósteres y pegatinas en los muros de los bares donde los obreros apuran sus carajillos, a ritmo de máquinas tragaperras y televisores vociferantes. Pronto Cobi fue uno más, acodado en una de esas barras de bar, dando cuenta de ingentes cantidades de cerveza y fumando cigarrillo tras cigarrillo (hasta que incluso ese placer le fue arrebatado por las siempre incompetentes autoridades). Se convirtió en un anónimo habitante de esa ciudad inhóspita y cruel con los perdedores, como un juguete roto de manual. Sólo unos pocos le tendimos una mano (o un ala, tanto da) en esos días oscuros.
Afortunadamente ha dejado la bebida –quién pudiera decir lo mismo–, y aunque tiene mala cara y un sobrepeso notable, vuelve a parecer un ser con cierta capacidad de pensamiento abstracto y facilidad de lenguaje. ¡Ah, ese viejo truhán pronto nos iba a meter en un buen lío!
Pero mientras unos se vinieron abajo, otros se vinieron arriba, como Naranjito, la mascota del mundial de fútbol celebrado en España en 1982. Esa criatura chabacana, fofa, vulgar y macarra, que tanto asquito nos daba a todos cuando apareció –por una vez, los diseñadores y el pueblo llano coincidían– ahora se ha convertido en algo así como un icono del pop español. Los creativos junior de las agencias de publicidad lo adoran y ya no queda nada à la page confesar que te parece un mamarracho aborrecible. Lo cierto es que durante toda la noche estuvo atendiendo a los fans que no paraban de abordarle.
De modo que allá estábamos los viejos camaradas con alguna que otra ausencia como la de la criatura de Manolo Prieto, el Toro de Osborne. Tampoco apareció, aunque se le esperaba, Don Limpio. El gallo de los corn flakes de Kellogg’s no perdió la ocasión de chismosear, como es su costumbre y apuntó que esos dos debían andar del bracito por los bares del “Gaixample”. En fin, cada uno que se divierta como quiera. A mi lo que me da cierta pena es ver a la otrora admirada silueta del Toro de Osborne convertida en un icono de la España más rancia, prepotente y cejijunta.
Todavía alguno de nosotros se hace un lío con respecto a Don Limpio, al que todos habíamos conocido con el nombre de Mr. Proper. Este colega es conocido en cada país por un apodo distinto: Mr. Clean en Estados Unidos, Monsieur Net en Francia, Meister Proper en Alemania, Maestro Limpio en México… Los directivos de la marca en España consideraron –no sin razón– que Don Limpio sonaba muy ridículo. Pero cuando el Mr. Proper español empezó a competir en los supermercados europeos con un precio mucho más económico, pero con un nombre prácticamente idéntico, se dio la embarazosa situación de que la marca parecía piratearse a sí misma, así que decidieron aplicar la lógica de la nomenclatura internacional del producto y rebautizarlo como Don Limpio.
Pero, déjenme que prosiga con mi relato. De copa en copa y de bar en bar, fuimos consumiendo la noche, si bien cada vez quedábamos menos. El osito de Mimosín se retiró muy pronto, acompañado del borreguito de Norit, hecho que nadie lamentó: son unas criaturas tan tiernas como insufribles. La lógica topográfica de la ciudad nos fue empujando Ramblas abajo, ese gran desagüe urbano. Con Johnnie Walker encabezando la marcha, no tardamos en llegar a Colón. Pronto nos vimos en el Bar Pastís, ese reducto bohemio regentado por el que posiblemente sea el barman más antipático de Europa. Poco nos importaba a los escasos supervivientes de la noche. El Tío Pepe seguía despotricando contra Apple. A estas horas de la madrugada todos habíamos desistido del esfuerzo de entender su cerrado acento gaditano, pero sabíamos de sobra el origen de su indignación: la empresa americana ha sido la culpable de desmantelar el anuncio luminoso que desde 1958 formaba parte indisociable de la Puerta del Sol madrileña. Digamos que los niños bonitos de Apple han conseguido lo que no pudieron las ordenanzas municipales. La razón: no les gustaba el luminoso de Tío Pepe en la azotea de su recién adquirido edificio. Al menos, parece que lo volverán a reubicar en otro lugar de la plaza.
El tío Pepe también suele recitar versos de su papá, el polifacético publicista Luis Pérez Solero (1892-1968), autor también del eslogan “Sol de Andalucía embotellado”. En esas estábamos, cuando unas auténticas vikingas de metro noventa hicieron su aparición en el local despertando el interés de nuestro amigo, al que por fin perdimos de vista durante un buen rato.
La vaca que ríe no perdió ocasión de convencer a los músicos para que la acompañaran en una sentida interpretación del Hymne a l’amour de Edith Piaf, que cantó, eso sí, sin dejar de soltar unas tremendas y muy mal ubicadas carcajadas.
Al salir del local, quiso la mala fortuna que nos tropezáramos con Petra, la vieja dama de los Juegos Paralímpicos del 92. Iba del brazo (es un decir) de un gringo al que pronto identificamos como el millonetis de la salsa de tomate Heinz. A Cobi, que iba hasta las orejas de Coca-Cola, le agarró un repentino ataque de honra venida a menos y se encaró con el rubicundo acompañante de Petra. Mr. Tomato respondió con muy agrias palabras y Cobi pasó del verbo a la acción, arrebatándole a un vendedor paquistaní un cubo lleno de cerveza fresquita a un euro para estrellarlo contra la generosa cabeza de su oponente.
Había jugo de tomate por todas partes. Aun siendo más el ruido que las nueces, un coche de los mossos d’esquadra –esto es, la pasma– no tardó en hacer su aparición, emergiendo del coche, además de un par de agentes del sexo feo, una diosa uniformada, turgente y maciza como una escultura noucentista.
Cobi seguía en lo suyo, mientras Naranjito y Curro hacían vanos intentos por detener la trifulca. Por mi parte, revoloteé hasta la bella, dispuesto a poner mi elocuencia al servicio de la paz y del amor. No tuve tiempo. El otro poli me apartó de un grosero manotazo. Cobi estaba desatado lanzando latas de cerveza, por suerte con más entusiasmo que puntería, y gritando consignas antisistema.
Todo lo cual nos lleva al principio de mi relato: a comisaría, a mi amigo G. liberándonos a pesar de una penosa mediación, y a Naranjito firmando autógrafos entre los policías del turno de mañana. Una vez en casa, G. no decía palabra, encerrado en ese mutismo que tanto daño me hace. Hasta que por fin, mientras simulaba estar enfrascado en la lectura del último número de Visual, me espetó: “¿Qué, no tienes nada que decir?”.
Una resaca letal apenas me permitió contestar: “Never more”. Texto: Carlos Díaz

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