MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Diseño en el cine de barrio


Hace algunas décadas, los cines de barrio eran esas ventanas por la que nuestros mayores podían asomarse y soñar con otros mundos posibles, lejos de la pertinaz grisura de un país que olía a cuartel mal ventilado, a humedades de sacristía, a fritanga de pobres y a miedo. Programas dobles donde se colaban algunas grandes obras de la cinematografía nacional e internacional y una cantidad ingente de peliculitas con vocación de anestesia local (rescatadas en la actualidad, de tanto en tanto, por algún programa vespertino de la televisión, para delicia de algún ministro de cultura). Una larga noche franquista que algunos obreros de la comunicación visual contribuyeron a iluminar con sus carteles, auténtica promesa y preámbulo de la magia del cine. Pero con la aparición del video, muchas de aquellas salas, cuyo aroma a desinfectante, palomitas y colonia barata forma parte de la memoria sentimental de un país, dieron paso a un aparcamiento o a un bingo. Algunas, se reciclaron en multicines y pudieron sobrevivir a duras penas. Aquellos bravos cartelistas vieron declinar las dimensiones de su talento en pequeñas carátulas de video, siendo maestros de un arte ya sin discípulos. Publicado en Visual 179


Querido diario, estamos haciendo progresos increíbles: hoy he conseguido que G me acompañe al cine. Hemos visto Truman la gran ganadora de la última edición de los Goya. Allan no ha querido acompañarnos. De todas maneras, no sé si nos hubieran dejado entrar con un cuervo. Mejor así, seguro que nos habría metido en algún aprieto.
Fiel a sí mismo, G no ha dejado de criticar la cinematografía de Cesc Gay, el director, durante todo el trayecto. El taxista que nos ha llevado, todo un experto en el séptimo arte –dicho sea sin ironía– se ha metido en la conversación y ha apoyado con entusiasmo los puntos de vista de mi amigo. Ambos han resultado ser unos nostálgicos del cine clásico poco proclives a reconocer los méritos de nuestros directores actuales. Han hablado de las primeras películas de Berlanga, autor al que, por lo visto, ambos veneran. Yo he mantenido un prudente silencio, ya que mis conocimientos sobre cine clásico español –y sobre cine en general, me temo– son más bien exiguos. Cuando se han despedido, el taxista y G han intercambiado tarjetas. No doy crédito.
A mí la película me ha gustado. Durante la proyección, G se ha mostrado particularmente concentrado. Creo que se ha enjugado muy discretamente alguna lágrima en algún momento, pero lo ha hecho con tanta discreción que no podría asegurarlo. A la salida, hemos caminado un gran rato en silencio. Decididamente, pienso que G estaba sinceramente conmovido. Supongo que todo lo que tiene que ver con la estrecha relación entre un hombre y su mascota le toca de cerca, por no hablar del tema de la cercanía de la muerte. Después de caminar bastante, hemos entrado en el Boadas, también conocida como The Church (la iglesia), esa histórica coctelería de la calle Tallers donde, poco propensos a la promiscuidad etílica, ninguno de los dos hemos apurado jamás un cóctel y sí una cantidad indeterminada de otras bebidas espirituosas más austeras.
Finalmente, G se ha referido a la película que hemos ido a ver, para elogiar la actuación de Ricardo Darín. “A todo el mundo le encanta Darín”, he replicado, con ánimo de provocar.
Estadísticamente, es imposible que la mayoría no tenga alguna vez razón: excepción que confirma la regla, me ha contestado, tirando pelotas fuera con ese descaro que le empieza a ser tan propio.
Mientras G remataba su discurso, me he preguntado si esa despreocupación por mostrar un mínimo de coherencia no será propia de la edad. Quizá llega un momento, cuando uno acumula una seria cantidad de años, en que nos hacemos un poco más inmunes a las convenciones sociales y ya no nos preocupa honrar esa imagen que los demás se han forjado de nosotros. He pensado con melancolía, mientras G hablaba, que nuestra piel es como esos abrigos que nos resultan más y más confortables cuanto más se gastan y se arrugan: una triste paradoja. A G se le ve especialmente cómodo en su papel de joven anciano. Prueba de ello es que ni siquiera se preocupa de seguir alimentando su propia leyenda de ermitaño misántropo. Cualquier día de estos me propone ir al fútbol, como si lo viera…
Normalmente me da mucha pereza transcribir aquí, querido diario, las conversaciones que mantengo con G. Hoy intentaré hacer un resumen (en Visual me están apremiando con el artículo de este mes y creo que de esa conversación puede salir algo).
El caso es que G me ha acabado hablando de una generación de cartelistas injustamente infravalorada según su criterio.
Busca, busca, jovencito, en todas esas historias del diseño gráfico español, a ver qué encuentras sobre autores como Jano o Mac, me ha dicho, dando por sentado un hecho para mí desconocido: que haya un montón de bibliografía sobre la historia del diseño gráfico español. Por más que me he esforzado, en ese momento no he podido recordar más que el libro que publicó Enric Satué en Alianza.
En cualquier caso, antes de que yo pudiera opinar, G se ha contestado a sí mismo: Ya te lo digo yo: no vas a encontrar nada sobre estos esforzados y talentosos cartelistas o, como mucho, algún raquítico parrafito donde sin duda se les perdonará la vida por no rendir culto a la vanguardia del momento, esa religión por la que felizmente se han inmolado los santos de nuestra época, es decir, los artistas.
He tenido que admitir que, hasta ese momento, yo no había conocido a otro Mac que mi ordenador. Piadosamente, G ha ignorado el chiste y me ha proporcionado algunos datos bastante interesantes.
Por lo visto, Mac es el pseudónimo de Macario Gómez Quibus, un grafista nacido en Reus en 1926 y al que la Generalitat concedió la Creu de Sant Jordi en 2014. Estos son datos que acabo de consultar en la Wikipedia, pero juro que G me los proporcionó tal cual con su prodigiosa memoria. Amante como es de las anécdotas, tampoco se olvidó de relatarme cómo el actor Charlton Heston (ya saben, el de la Asociación Nacional del Rifle de EEUU) quedó tan impresionado por el cartel que Mac realizó para el estreno en España de “Los diez mandamientos” que expresó su deseo de conocer a su autor. Heston y Mac se citaron en Madrid a finales de los años cincuenta, encuentro que Mac aprovechó para regalarle al actor norteamericano un retrato del Moisés que éste interpretaba en la película. Dicho retrato colgó desde entonces en el despacho de Heston. También Kirk Douglas, contaba con un Mac en su colección de arte: el cartel original de su película “Los justicieros del Oeste”. Otros actores y artistas manifestaron en algún momento su admiración por la obra de este cartelista, como Dalí o George Lucas, quien, por cierto, le encargó el cartel de «¡”La guerra de las galaxias”. Finalmente, aunque Mac ya había realizado algunos bocetos, el proyecto no salió adelante por problemas de calendario. No es extraño, pues, que Mac recibiera propuestas de trabajo desde Estados Unidos o París. Eran otros tiempos y no se animó a dar ese paso: desconocer el idioma y, sobretodo, estar lejos de su familia pesaron negativamente en la balanza.
Eran, efectivamente, otros tiempos, como no ha dejado de subrayarme G. Las condiciones en que estos cartelistas desarrollaban su trabajo, distaban mucho de las que ahora entendemos como habituales. Trabajaban muy rápido (la mala gestión del tiempo por parte de los clientes viene de lejos) y a cambio de unas remuneraciones muy poco proporcionadas al mérito y el alcance del trabajo.
Ahora un cartel es un soporte gráfico casi residual –ha seguido comentando G, haciendo gala de esa habilidad tan suya de vaciar copa tras copa sin dejar de hablar– pero imagínate en aquella época en que los canales de comunicación eran tan escasos e Internet no existía siquiera entre las fantasías de los escritores de ciencia ficción: el cartel era el reclamo fundamental para que la gente acudiera o no a ver una película.
Por lo visto, me ha seguido explicando mi veterano camarada, era una época en la que los derechos de autor de algunos artistas, entre los que se contaban la mayoría de los dibujantes de cómic y los cartelistas de cine, sencillamente no existían. Las productoras y distribuidoras, que eran las que encargaban los carteles, se quedaban con los originales una vez reproducidos, motivo por el que todos estos creadores apenas conservan un mínimo porcentaje de los trabajos que realizaron durante toda una vida. También era una práctica frecuente que se utilizara el mismo cartel para la distribución de una película en distintos países, por supuesto sin que su autor fuera consultado o remunerado por ello.
Ya sabes que soy muy crítico con algunos aspectos de las leyes que protegen la propiedad intelectual –se ha apresurado a recalcar G–, como eso de que la obra de cualquier mindundi vivo o fallecido en los últimos setenta años reciba más protección que la de Velázquez o Bach (es lacerante escuchar esos tonos de móvil basados en alguna de sus cantatas religiosas), o con que a cualquier revista que publique arte contemporáneo con afán divulgativo se le vaya detrás con la caja registradora, pero la injusticia cometida con todos estos obreros del dibujo, expoliados de sus originales y del rendimiento comercial de su trabajo, me entristece profundamente.
Dicho lo cual, G ha tenido que enjugar una furtiva lágrima, no sé si fruto de la emoción del momento o de su compulsivo trasiego de licor.
Tras su momento de vulnerabilidad, el viejo grafista ha reingresado al personaje para rugir con verbo encendido y dicción más que mejorable:
¡Esos malditos mercaderes del séptimo arte deberían haberles dedicado un monumento a todos y cada uno de esos extraordinarios artistas!
Para redondear la argumentación, G me ha referido una historia muy ilustrativa de la repercusión económica que tenían aquellos viejos carteles de cine: Cuentan que una vez el muy cinéfilo escritor Terenci Moix estaba firmando en la feria del libro cuando vio a Jano –junto a Mac, uno de los máximos representantes de la generación de cartelistas que nos ocupa. –Se le acercó, le tomó las manos y le dijo algo así como “no sabes la cantidad de petardos de películas que he ido a ver por tu culpa”. Y es que no era infrecuente que algunos carteles tuvieran una calidad muy superior a la de la propia película que anunciaban.
Jano, como me aclaró G, era el pseudónimo de Francisco Fernández-Zarza, nacido en Madrid en 1922 y fallecido en la misma ciudad en 1992. Aunque realizó muchas portadas de tebeos durante los años cincuenta, su importancia como grafista radica en los miles de carteles de cine que realizó hasta los años ochenta. Exiliados tras la guerra Renau y Clavé, Jano y Mac representan lo más sólido y versátil del cartelismo cinematográfico durante la larga noche franquista, aunque tuvieron que trabajar bajo una férrea censura y en un país poco receptivo a la innovación.
Pero todo tiene su momento –ha dicho G, contemplando, en modo nostálgico, cómo el señor Boadas sigue agitando alegremente su coctelera desde su retrato–. Llegó el video casero y el cine perdió su atractivo como espectáculo de masas. Nuestros cartelistas finalizaron su vida laboral diseñando carátulas de video, un formato con las mismas estrategias visuales que un cartel, pero con mucho menos encanto.
Lo cierto es que los únicos carteles que yo recordaba especialmente de esa época son los realizados por José María Cruz Novillo (Cuenca, 1936), un diseñador gráfico que ha tocado prácticamente todos los palos en su larga trayectoria y que precisamente por ello, realizó carteles desde una perspectiva muy distinta a los cartelistas que hemos comentado. En sus carteles prima el concepto y esa austeridad formal tan propia de los diseñadores formados bajo la influencia del movimiento moderno.
Cuando ya estábamos a punto de abandonar la coctelería, G me ha hablado de Iván Zulueta (San Sebastián, 1943 – ibídem, 2009), un creador multifacético y heterodoxo, conocido sobretodo por la realización de la película ·Arrebato” (1979). Zulueta fue un prolífico cartelista de cine que, por estilo y generación, supone algo así como un eslabón entre los viejos cartelistas especializados y los jóvenes grafistas que, entre otras cosas, diseñan carteles para el nuevo cine español de Almodóvar y compañía.
Cuando hemos conseguido salir del local (G ha sido víctima de un pequeño malentendido entre sus piernas y las patas del taburete que pretendía abandonar), Allan se ha unido a nosotros y ha contribuido a zanjar nuestra conversación tarareando con su voz cavernosa y desafinada Los fantasmas del Roxy, la canción de Marsé y Serrat: “Echaban NO-DO y dos películas de ésas /que tú detestas y me chiflan a mí, / llenas de amores imposibles y /pasiones desatadas y violentas…” Texto: Carlos Díaz

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