Últimamente todas las noches paseo media horita por Marte antes de dormir. De la mano de Kim Stanley Robinson acompaño a los primeros colonos marcianos en la creación de una nueva sociedad a doscientos veinte millones de kilómetros de mi cama. Distancia más que suficiente para que, quienes deben convivir allí, se replanteen los parámetros sociológicos y económicos que exportaron de la Tierra. Es ciencia ficción, sí; ese campo que sirve a los buenos escritores como campo de prueba para realizar experimentos. Las órbitas geoestacionarias o la gravedad artificial mediante fuerza centrífuga aparecieron en un libro de ficción antes de postularse como ciertas. Lo mismo sucede con la ciencia ficción sociológica y la imaginación de Huxley, Dick, Bradbury, Pohl o LeGuin. Ahí encaja también Robinson, extrapolando al planeta Rojo temas de economía, sostenibilidad y ecología de los que ya estamos hablando aquí. Marte sólo es la excusa.
De hecho, hablo del libro porque en cierto momento plantea un sistema económico que los propios personajes denominan eco-economía. Este sistema se basa en el modo en que se comporta la naturaleza, en la que el esfuerzo realizado o quema de calorías, debe ser compensado por el resultado o aporte calórico obtenido. En la naturaleza, cuando ese saldo no es positivo, no merece la pena realizar el esfuerzo. Un león no correrá persiguiendo una presa que no puede cazar, porque hacerlo sería un suicidio. Trasladado a la economía, el valor de una persona en la sociedad variará en función de las calorías que aporta al sistema, menos las calorías que consume de este. Cuanto mayor es el saldo en positivo, tanto más valiosa resulta esa persona para la sociedad. En ese caso, los agricultores, ingenieros, arquitectos, médicos u operarios arrojan los valores más altos. En función de esa ecuación, los publicistas, artistas, filósofos –o escritores de ciencia ficción, ejem– darán siempre valores negativos.
Entonces, ¿dónde encajamos los diseñadores? En nuestra función meramente estética nos encontramos en este último grupo de parásitos sociales que consumen más de lo que aportan. Nuestra labor diferenciadora sólo es útil en un sistema de marcas y libre mercado, donde la distinción de la competencia afecta en la decisión del consumidor de decantarse por tu producto u otro. En un sistema eco-económico la profusión de marcas que ofrecieran bienes muy parecidos tendrían poco sentido. Más aun para poblaciones pequeñas y cuyo acceso a los bienes de consumo de primera necesidad fueran locales o regionales, mucho más prácticos que traer los productos de lejos.
No valemos mucho en la sociedad, al menos hasta que añadimos el componente práctico a nuestra función. Sin ánimo de sobredimensionar nuestra función social, los elementos de diseño que usamos a diario realmente pueden marcar la diferencia. Es la parte que hemos ido desplazando para darle mayor importancia a la faceta decorativa, pero donde subyace el verdadero valor de un buen diseño.
La elección de una determinada tipografía puede mejorar notablemente la comprensión lectora, o minimizar el tiempo de lectura de un manual. Puede ayudar a reducir los problemas de aprendizaje que produce la dislexia, o facilitar la lectura de un texto a personas con ciertos problemas de visión. De hecho, el ahorro de tinta, de papel, y la facilidad de lectura fue en algún momento la motivación de Bodoni, Didot o Baskerville; y aún hoy de los tipógrafos que no puedes encontrar en Dafont.
Una buena maquetación de un manual es capaz de ahorrar cientos de horas de trabajo, jerarquizando visualmente los contenidos y facilitando el encontrar el contenido relevante.
Una interfaz intuitiva de un programa puede agilizar la producción de una fábrica, y la distribución o el color de los botones en un tablero de mandos puede ser determinante para evitar errores críticos en el uso de cierta maquinaria.
No es habitual que se cuente con la experiencia de un diseñador en buena parte de estos procesos, que suelen dejarse en manos de informáticos e ingenieros, o que se encargan a diseñadores con la única intención de que sean estéticamente atractivos. Pero es ahí donde nuestro aporte de calorías empezaría a dar positivo. Cada hora ahorrada en producción, cada accidente evitado, cada recurso ahorrado gracias a un buen diseño sumaría calorías aportadas por los diseñadores hasta dejarnos un saldo muy positivo.
Hoy le dedico esta página a nuestra función dentro de la eco-economía porque no estoy seguro de que sigamos hablando de ficción. Las Cumbres del Clima, las recomendaciones de la ONU de consumir productos de cercanía, la producción sostenible, el consumo energético responsable, van apuntando a un cambio de paradigma económico que encuadra mejor dentro de la eco-economía que en el modelo actual.
Nuestro aporte calórico ahora es negativo, pero tenemos las herramientas para seguir siendo útiles.
Por ahora es sólo ciencia ficción. Mañana seguiremos abriendo el Creative Suite para poner las cosas bonitas, la tipografía más descargada seguirá siendo la Roboto, y el Classic Blue seguirá siendo el Pantone para 2020. Todo bien. (Publicado en Visual 203)
Texto: Nano Trias (www.obaku.es/zenblog)