En el año 1999, los fundadores de Google decidieron bromear con sus empleados dibujando un garabato tras el logo que aparecía en la página principal. Desde entonces, el logo de Google se ha metamorfoseado de tanto en tanto, haciendo caso omiso de las viejas estrategias del diseño de identidad que predicaban la uniformización sistemática como primer mandamiento. Aniversarios de personajes famosos, fechas históricas, días señalados, celebraciones deportivas y todo tipo de eventos se han visto reflejados en su correspondiente doodle. De las previsibles y un punto inocentes intervenciones de los primeros tiempos a las propuestas actuales, mucho más elaboradas, gráfica y conceptualmente, hay un largo recorrido que se cifra en más de mil doodles. Actualmente, ya hay mucha gente que los colecciona, así que la doodlemanía no ha hecho más que empezar. Publicado en Visual 155
El coleccionista de doodles es un diseñador veterano o, como se dice ahora, senior. Su nombre importa poco para nuestro relato, así que le llamaremos Sr. Gafapasta. Aunque hubiera querido ser poeta y maldito, la vida lo ha convertido en un profesional del diseño, eficaz y no mal remunerado. Aún así, cultiva el malditismo en la medida de sus posibilidades: no se presenta a premios (le horrorizaría no ganar, pero ser seleccionado) y nunca nadie lo ha visto en la inauguración de una exposición o en la conferencia del gurú internacional de turno. Detesta a la gente, pero sin embargo, la vida lo ha empujado a conocer a un gran número de personas, con la mayoría de las cuales ha entablado una cordial enemistad. Casi no sale, porque las probabilidades de encontrarse en situaciones embarazosas son muchas. Vive prácticamente recluido, en compañía de Allan, su mascota, un viejo cuervo parlanchín y bebedor que lo despierta cada mañana al grito de. “¡Never more!”, con su graznido de cazalla. Sin embargo, la inexistente vida social del Sr. Gafapasta no puede ocultar su enfermiza necesidad de reconocimiento entre sus coetáneos.
Hace algunos años, masticaba su rencor y desprecio porque las revistas de diseño no se habían molestado en mencionarlo ni una sola vez, siquiera de pasada. Por las páginas de la más veterana de estas publicaciones –obviamente, la que Vd. tiene en sus manos, amigo lector–, habían pasado todos sus colegas de profesión, excepto él. Grafistas a la moda a los que el entrevistador de turno –siempre el mismo indocumentado– dedicaba toda suerte de superlativos, tan ridículos como entusiastas. “Si en este país –se decía el Sr. Gafapasta para sus adentros– los diseñadores estuvieran a la altura de los adjetivos que les dedica este mindundi, seríamos una potencia mundial”. Con los años, el dolor de ver a otros lucir los laureles que él creía merecer, se había ido atenuando. En parte, porque los jóvenes diseñadores a los que se dedicaba toda la atención mediática eran ya unos perfectos desconocidos para él y no aquellos compañeros de generación vanos y pretenciosos que siempre lo habían ninguneado. Además, la vida y dos infartos habían atemperado su carácter, que había mudado de irascible a discretamente avinagrado.
Aunque el Sr. Gafapasta le rezaba a William Morris todas las noches, era consciente de la necesidad de ponerse al día tecnológicamente (a día de hoy vive sin teléfono móvil, gesto heróico que secretamente le enorgullece). Hombre analógico hasta la médula, retrasó la compra de su primer ordenador todo lo que pudo y, cuando finalmente atravesó el umbral de una tienda de Apple, lo vivió como una amarga derrota. Era, bien lo sabía, un gesto necesario si quería mantener su nivel de vida (las croquetas vegetales para cuervos son de importación y se habían puesto por las nubes). Sin embargo, aquel Macintosh LCIII le cambió no solo la vida, sino la fisonomía. Producto de sus largas horas de inactividad física, hipnotizado ante la pantalla, su barriga empezó a crecer –símbolo palpable de su separación entre él y el mundo– y sobre su nada modesta nariz hubo de calzarse, de manera perenne, unas gruesas gafas (de pasta negra, por supuesto).
Así pues, la irrupción de aquello que los periodistas llamaban, con su habitual ingenio, “autopistas de la información”, le pilló suficientemente adiestrado en el mundo virtual. Tras una larga temporada despotricando contra internet –el Gran Hermano, le llamaba, antes de que un programa de televisión le devaluara el símil–, nuestro hombre acabó por rendirse secretamente a las muchas posibilidades del ciberespacio. Internet le permitió, por ejemplo, recuperar una actividad que él creía irremediablemente perdida en el mundo moderno: escribir cartas. Obviamente, un e-mail no era lo mismo que uno de aquellos folios de un papel cuidadosamente elegido según el destinatario, que él solía abarrotar de menuda y cuidada caligrafía y que, tras una breve liturgia de sobres y sellos, deslizaba en aquél buzón con el que había desarrollado más intimidad que con cualquiera de sus congéneres. La mayor parte de las cartas estaba destinada a la ingrata amada de turno. Por una vez, sus excesos sentimentales –se veía a si mismo como un náufrago, arrojando un mensaje en una botella a las caprichosas aguas del océano– tenían una acertada calidad metafórica: como el náufrago, rara vez recibía respuesta.
Con su primer e-mail dio rienda suelta a una prosa donde se hacinaban los adjetivos como en un mercadillo de objetos vintage. Ebrio de palabras y literatura, escribió su primer correo electrónico (que fue a parar al encargado de una imprenta que, inmediatamente, lo clasificó como spam).
Para todo existe una primera vez. El Sr. Gafapasta puede ser todo lo excéntrico que uno quiera, pero como todo hijo de vecino, no ha sido ajeno a esos momentos fundamentales o intrascendentes en que estrenamos una experiencia: el primer pitillo, el primer beso, la primera traición…
Nuestro protagonista jamás olvidará la primera vez en que en su cabeza se encendió una demoniaca lucecita, corrió a su ordenador, abrió la página de Google y tecleó su propio nombre: 75.000 resultados aproximadamente. Le sorprendió gratamente verse en la red, aunque no tardó en decepcionarle alguna de las entradas, en las que aparecía su nombre o su apellido, pero en referencia a personas que no eran él mismo. “Bueno, –reflexionó– puede que sólo salga en la mitad de esas 75.000, pero aún así 37.500 entradas dando fe de que uno existe, es un número muy respetable”. Inmediatamente, sus fantasmas interiores le susurraron el nombre del colega aquél al que tanto detestaba (y al que no podía dejar de admirar secretamente): tras teclearlo, 850.000 resultados aparecieron nítidos e insultantes en la pantalla. Era necesario recorrer muchas páginas para que alguno de aquellos resultados fuera equívoco. Aparecían incluso unas cuantas fotos de aquel odioso hombrecillo de cabeza de bombilla. No podía llamarse a engaño, su colega no solo era un excelente diseñador, sino un gran relaciones públicas que nunca había perdido la oportunidad de figurar en todos los lugares en los que hay que estar. El Sr. Gafapasta ni siquiera se había molestado en tener una página web: nunca le había faltado trabajo y le parecía humillante la autopromoción.
A partir de aquel día, teclear su nombre en la casilla correspondiente, bajo el logotipo de Google, devino una lacerante rutina. El número de resultados apenas crecía, mientras que tecleando el nombre de cualquiera de sus detestados colegas, el número de entradas se multiplicaba dolorosamente.
Semejante hábito despertó al coleccionista compulsivo que el Sr. Gafapasta lleva dentro. Comprobó que, con cierta frecuencia, el logotipo del buscador era tuneado con el fin de celebrar algún acontecimiento, generalmente el aniversario de un personaje célebre, pero también para conmemorar el día de la independencia de algún ignoto país o la celebración de algún certamen deportivo. Durante un largo tiempo, no le había molestado que tales trabajos no estuvieran firmados (al fin y al cabo eran de una manifiesta mediocridad gráfica), pero con los años, a los recursos previsibles de siempre (intercambiar letras por imágenes) se fueron sumando propuestas cada vez más interesantes, generalmente anónimas. Desde el principio, empezó a archivar los doodles (tardó muchos años en saber que los llamaban así) en una carpeta virtual, una actividad que le hacía viajar a los días de su infancia, cuando, pinzas en mano, seleccionaba y distribuía en álbumes forrados en tela, los sellos que coleccionaba siguiendo la tradición familiar. Ese abuelo de cuya existencia solo quedaba un retrato en blanco y negro, con el logotipo del yugo y las flechas coloreado en rojo en una esquina, y un puñado de anécdotas triviales que la abuela muy de tanto en tanto se molestaba en repetir, había sido el primer coleccionista de la familia, de alguna forma, el gran precursor de una filosofía hecha biografía con el Sr. Gafapasta: preferir los objetos a las personas.
En muchos aspectos, nuestro protagonista ha sido siempre de la vieja escuela. Amante de la chanson en su versión más ácida (Brassens), chapurrea el francés, pero el inglés siempre se le ha resistido, así que tuvo que recurrir a un diccionario para descifrar el significado de doodle: garabato.
Buscando en Internet, encontró algunos datos de interés acerca del objeto de su colección. Por lo visto, todo empezó en 1999, cuando los fundadores de Google dibujaron un monigote detrás de la segunda “o” del logo. Se trataba de una broma con la que festejar su asistencia al “Burning Man Festival”, un evento cultural inclasificable que se celebra en el desierto de Nevada (el Sr. Gafapasta intentó averiguar algo más sobre este festival, pero todo estaba en inglés y se quedó con las ganas). Era como un guiño que lanzaban los jefazos de Google –que, como todo el mundo sabe, es gente de lo más “enrollada” y dicharachera– para comunicar que se hallaban fuera de la oficina. Un año después, el webmaster, Dennis Hwang, recibió el encargo de crear un doodle que conmemorara la Toma de la Bastilla. Esta práctica fue convirtiéndose en un hábito, hasta el punto de que en la actualidad existe un equipo de diseñadores consagrado a la creación de doodles para Google.
El Sr. Gafapasta también ha podido leer –con cierta indignación– cómo desde la página oficial de Google animan a los usuarios de todo el mundo a que diseñen su propio doodle, sumándose a esa práctica tan extendida de animar a los creadores a trabajar a cambio de nada y codo con codo con cualquier profano.
Pero nuestro protagonista es un coleccionista un tanto inconstante. Lleva casi mil doodles archivados y cree que ha llegado el momento de coleccionar otro tipo de imágenes, aún no ha decidido cuales. Queremos agradecerle, en todo caso, que nos haya cedido parte de su colección para ilustrar este artículo. Como sabemos que nuestro hombre se alimenta del resentimiento para afrontar los muchos retos de su complicada existencia, preferimos dejar su nombre en el anonimato. No así el de su desvencijada mascota, Allan, que desde lo alto de la puerta de su despacho sigue graznando el verso inmortal: “Never more”.
One comment on “El coleccionista de doodles”
Edison
20 junio 2013 at 16:52I feel that is among the most important info for me. And i’m glad studying your article. However want to remark on few basic things, The website taste is great, the articles is actually excellent : D. Good task, cheers
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