Todos hemos seguido en agosto el culebrón del Cristo de Borja, al que los medios han dedicado con profusión páginas y minutos. No está claro que el tema dé para tanto. La obra intervenida –no cabe hablar de retoque ni restauración– no tiene valor desde el punto de vista artístico ni de patrimonio.
Pasada la euforia, hechas ya todas las versiones y chanzas, cabe analizar la anécdota como síntoma del fenómeno. ¿Por qué se convierte en hecho relevante –trending topic, como hay que llamarlo ahora–? El elemento diferencial radica no tanto en la valoración que pueda merecer la obra resultante, como en la desaparición de la obra preexistente. El discreto Ecce Homo no deja de ser una pintura del siglo XIX, lo que le presupone un valor histórico, a lo que hay que añadir un valor subjetivo –devoción, lo llaman– para algunos habitantes de Borja. Publicado el Visual 158
Si la buena de Cecilia hubiera decidido por su cuenta y riesgo, o con el consentimiento de otros, realizar un fresco sobre otra pared de la iglesia, nadie le hubiera prestado la menor atención, ni los tuiteros ni los medios de comunicación. En realidad es un fenómeno que se repite todos los días, y en todos los ámbitos que tengan que ver con la expresión estética. Porque se ha instalado en nosotros la creencia de que en todo aquello que tenga que ver con la forma no se requieren criterios objetivos de valoración, siempre habrá alguien a quien “le guste”. Y no es así.
Imaginemos por un momento que para poder hacer los chándales olímpicos hubiera sido necesario destruir los vestidos victorianos expuestos en el Museo del Traje. Que para poder hacer el logochanclas de la candidatura olímpica hubiéramos tenido que hacer desaparecer el Cobi de Mariscal… Así, tengámoslo claro: lo de Borja es noticia porque debajo había un fresco antiguo, pero la chapuza cultural está instalada entre nosotros. Sucede todos los días. Para un logo de Telepizza, un cartel de Carnaval o la identidad del Gobierno de España. Nos señalan al sol, pero seguimos mirando el dedo.