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España existe gracias a la imprenta


Los catalanes tenemos fama de ser historiadores fantasiosos, pero nadie podrá negarnos nuestra facilidad para concitar la atención de todo el mundo hacia nuestras cosas; así que espero que leas este artículo con atención ya que en él encontrarás la cumplida satisfacción al titular. Es una teoría inédita sobre el origen de España, que no se debe al matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón (o no sólo a eso) ya que fue preciso darle un empujoncito a su apasionante aventura de amor y guerra, donde la imprenta tuvo una contribución singular. Como vas a ser de los primeros en conocer esta historia que VISUAL te ofrece en exclusiva, no podrás apartar tu vista de este escrito… y lo sabes.

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Se considera que la imprenta llegó a España con un retraso de diecisiete años con respecto al primer libro impreso por Gutenberg, eso podría ser cierto si llamamos España a lo que hoy es España, pero eso nos induce a error porque estamos en las fechas inmediatamente anteriores a la unión dinástica entre los Reinos de Castilla y Aragón. Ya sé que estaréis pensando: “¡Vaya por Dios! Otra de las dichosas especulaciones catalanas” y eso está muy lejos de la realidad ya que es cronología pura; no queda más remedio que aceptar –tal como está documentado– que la imprenta sí que llegó… pero a Castilla; la que no había llegado aún era España porque la imprenta es anterior a la formación siquiera nominal de nuestro país. Habrá que ver qué sucedía en la Corona de Aragón, un imperio que había tenido una gran expansión por el Mediterráneo hasta el punto de abarcar territorios que hoy pertenecen a otras naciones como Francia, Italia y Grecia, pero que entonces formaban parte de la dote del rey Fernando en el lance fundacional de las Españas.
El empuje catalán había proporcionado a Aragón el empoderamiento del mare nostrum, que fue realmente nuestro en el siglo XIV por la efectividad de una hueste almogávar conocida como la Gran Compañía Catalana. El mediterráneo era la gran autopista de la información y de la guerra. Había corsarios que disponían de barcos listos para combatir como mercenarios, uno de ellos era el capitán Rutger von Blum, italoalemán (filiación frecuente durante el Sacro Imperio Romano Germánico) que había logrado un suculento botín en las cruzadas a Tierra Santa, lo que le permitió armar una flota que conquistó Sicilia con ayuda de la tropa almogávar y de Bizancio; por esa razón, Rutger (al que conocemos como Roger de Flor) fundó la Gran Compañía Catalana y puso rumbo a Constantinopla para poner orden en el maltrecho imperio bizantino. Era gente de una bizarría tan extraordinaria que nada más llegar se lanzaron a degüello sobre los genoveses que defendían la plaza, para cuando el emperador pudo explicarles que eran aliados suyos ya habían rebañado 3.000 gañotes. Una vez enterados de cuál era la situación, marcharon al frente turco a combatir al enemigo; cuando se toparon con la horda alana que hasta entonces defendía las posiciones bizantinas, los pulverizaron también. Una vez que estuvieron debidamente encarrilados frente al turco lograron victorias relámpago contra ejércitos más numerosos, por cada baja catalana caían 1.000 rivales –algo nunca visto desde los tiempos de Alejandro Magno–, la superioridad llegó al punto en que su fama les precedía, muchas ciudades las encontraban desguarnecidas porque los sitiadores habían salido huyendo nada más verles.
La Gran Compañía Catalana era lo más parecido que ha habido a la aldea gala de Goscinny y Uderzo sin pócima ni nada. En una ocasión todos los soldados musulmanes de Turquía decidieron agruparse para plantarles cara en una batalla decisiva. Estamos hablando de un ejército de 30.000 hombres, el doble de los que invadieron toda Hispania en su día, mientras que la Compañía agrupaba unos 6.000 soldados, contando alanos y bizantinos agregados. La Yihad les pilló por sorpresa cerca de Armenia, en el terreno que el enemigo consideró más propicio para desplegar sus 20.000 monturas pero fue divisarles y al grito de Desperta ferro! los arrollaron con tal ardor que causaron una escabechina de 18.000 sarracenos y así fue como reconquistaron la península Anatolia en una semana. Pero no os vayáis a pensar que los bizantinos se sentían muy seguros con ellos, cuando liberaban una plaza que había caído en poder turco, ahorcaban a los mandos que habían rendido su posición sin entregar hasta la última gota de su sangre. Por incompetentes. Aunque luego les descolgaran poco antes de morir ¡menudo era el susto que les dejaban en el cuerpo! Al resto de ciudadanos les imponían fuertes tributos con que pagar a la tropa (no quieras saber cómo eran las reivindicaciones sindicales almogávares si no cobraban puntualmente) así que se dio la curiosa circunstancia de que los bizantinos iban a Constantinopla a quejarse de haber sido liberados.
En tiempos de Alfonso el Magnánimo, Aragón contribuyó al florecimiento del Renacimiento italiano. Cuando se inventó la imprenta conservaba los reinos de Cerdeña y Sicilia, así como los condados de Rosellón y Cerdaña al otro lado de los Pirineos. ¿Pudieron haber tenido la imprenta antes que en Segovia? Naturalmente que sí. Francia tiene poco que decir en este tema, el invento de Gutenberg se trasladó antes a Italia y concretamente a Subiaco (provincia de Roma) donde se manufacturó el primer incunable datado en Italia, a 29 de octubre de 1465. En el mismo Roma se instaló el editor Ulrich Han, conocido como el Gallo, que contó con los servicios del tipógrafo e impresor Sixto Riessinger, juntos emprendieron la elaboración de libros morales como era la tónica general de los primeros incunables que utilizaban la imprenta al modo alemán, para reeditar lecturas ya conocidas. Pero el Gallo era un presuntuoso, si la idea inicial era utilizar tipos caligráficos en letra gótica que no se diferenciaran en nada de la letra manuscrita, este editor apostaba por la caligrafía humanista que resultaba chocante por su sencillez y para asegurarse de que la nueva tecnología no pasara desapercibida, añadía al final del texto un colofón reivindicativo del invento de la imprenta, presumiendo de la nueva mentalidad editorial de abaratar costes estampando los textos de golpe. Hoy probablemente le veamos con buenos ojos, ya que la imprenta de alguna forma tenía que iniciar su revolución tecnológica y la modernización tipográfica que andaba ya cerca de diseñar la primera fuente Roman, pero a Riessinger tanta insolencia le incomodaba. Como en la Ciudad Eterna abundaban los escriptoriums tradicionales, tenía sus riesgos amenazar el sustento de los copistas amanuenses y eso le obligó a trasladarse al sur, donde la dinastía Trastámara le financió la instalación de la primera imprenta napolitana en 1467, cinco años antes que en nuestra península.
Nápoles no pertenecía a la Corona de Aragón ya que la inesperada muerte de Alfonso el Magnánimo hizo que sus territorios se repartieran entre su hermano, el rey Juan II de Aragón y su hijo natural, Ferrante, al que le fue otorgado el Reino de Nápoles. A pesar de eso, continuaba habiendo una conexión familiar tan estrecha que el invento de la imprenta fue conocido por su primo Fernando, al que la historia convertirá en Fernando el Católico. El joven heredero de la Corona aragonesa ocupaba entonces el trono de Sicilia, no sabemos si se relacionó directamente con Riessinger pero lo que es seguro es que la posibilidad de estampar libros morales no debió de emocionarle, ni demostró mucho interés en revolucionar la tipografía ni mucho menos alardear de ello. Fernando tenía verdaderos quebraderos de cabeza por la guerra civil que mantenía su padre contra la Generalitat de Catalunya, que ya entonces quería independizarse del Reino de Aragón para poder declarar su propio Principado, un clásico. Seguro que Fernando valoró más la posibilidad de estampar documentos que no se pudieran distinguir del original manuscrito, máxime cuando aquella guerra se estaba resolviendo a base de externalizar el proceso, enviando propuestas de alianza a las potencias vecinas. Estaba estudiando las ventajas de imprimir documentos que parecieran salidos de su puño y letra cuando un asunto urgente reclamó su atención, su padre le pidió que se internara en Castilla de estrangis e intentara desposar a la infanta Isabel, pues había buenas expectativas de que pudiera heredar el trono. Para pasar desapercibido el príncipe se integró a una comitiva de comerciantes disfrazado de mulero y así consiguió entrar de incógnito en el reino vecino para desenvolverse sin despertar sospechas.
La razón de tanto secreto es que Fernando estaba prometido con la hija de Juan Pacheco, un potentado castellano que parecía tener controlado el conflicto hereditario del trono de Castilla. La princesa Juana, primera en la línea sucesoria al ser la única descendiente real, había sido desheredada por la sospecha de que era hija del valido Beltrán de la Cueva, de ahí que se la conozca como Juana la Beltraneja. Pacheco propuso en su lugar a un medio hermano del rey, llevándose el gato al agua en el Tratado de los toros de Guisando pero quiso el destino que aquel sólido candidato falleciera al poco tiempo y todas las miradas se centraran en su hermana Isabel, que vivía custodiada a cal y canto hasta que apareciera un pretendiente de fiar. Como no era una princesa de cuento que suspiraba por la llegada de su príncipe azul encerrada en la torre del castillo, estaba resuelta a casarse con Fernando por muchos obstáculos que encontrara en su camino; con el pretexto de visitar la tumba de su hermano burló la vigilancia para correr a su encuentro y celebrar la boda más trascendental de nuestra historia. De todos modos, su unión no significaba automáticamente la formación de España, como se dice en una simplificación extrema de los acontecimientos, sino que aun tenían por delante muchos y grandes escollos que superar; como por ejemplo, un gran impedimento era que tal matrimonio no era lícito a los ojos de la Iglesia, puesto que eran primos segundos, pero se las apañaron para falsificar una bula papal que permitía la consanguinidad; la forma en que lo consiguieron no está del todo clara, lo cual conviene recalcar para terminar de ilustrar el escenario de los hechos, donde concurrieron la audacia, el secretísimo, la picaresca, las intrigas cortesanas y finalmente la guerra, abiertamente declarada entre los partidarios de Isabel y los de Juana la Beltraneja.
Habían transcurrido cinco años desde que Fernando tuvo su primer contacto con la imprenta y por lo tanto hemos llegado a 1472, la fecha en que el invento hizo su aparición en Segovia, precisamente donde fijaron su residencia los príncipes herederos de Castilla y Aragón. Los soberanos de ambos reinos estaban ya muy mayores y en cualquier momento podía llegar la coronación de la nueva generación, pues contaban con el apoyo del Consejo Real de Castilla, la más alta institución de gobierno después del propio rey. El Consejo tenía entre sus integrantes a Juan Arias Dávila, quien figura que ha sido el introductor de la imprenta en nuestro país, a sus manos habían llegado ya algunos libros de molde mientras que Fernando, que era muy consciente de sus prodigios, sabía dónde conseguir tipógrafos capaces de realizarlos. La imprenta entró por el puerto de Valencia, donde se mantuvieron actividades secretas relacionadas con la falsa bula papal que legitimó la unión matrimonial entre Isabel y Fernando; el tipógrafo Juan Párix, traído especialmente de Roma, fue quien la puso en marcha. En la imprenta segoviana no se imprimió ni un solo libro narrativo de carácter literario sino documentos legales, como las actas oficiales del sínodo de Aguilafuente, que son consideradas los primeros impresos españoles conocidos, llevados a la estampa mientras que Fernando marchó a Barcelona para dar carpetazo al conflicto con la Generalitat; lo hizo a las bravas, sofocando la ya exhausta revuelta cuando estaba sin príncipe que defender y carente de apoyos internacionales, pero concediendo una amnistía a la mayoría de los promotores de aquel breve y malogrado Principado que nunca volvió a tener otro príncipe que no fuera el propio Rey de Aragón.
Su potencia militar no era excesiva si tenemos en cuenta la dura oposición a que tuvo que hacer frente cuando falleció Enrique IV y hubo que disputarle el trono de Castilla a los partidarios de la Beltraneja, ya que ésta se había casado con el rey de Portugal y contaba con el apoyo de Francia, que veía peligrar su hegemonía italiana si se unían Castilla y Aragón. De hecho, ninguno de los enfrentamientos que se produjeron lo ganó, las aguas del Atlántico quedaron bajo dominio de la armada portuguesa aunque no así el trono de Castilla donde, perdiendo la batalla, ganó la guerra por una curiosa circunstancia. La imprenta segoviana estaba dedicada a la emisión de bulas papales que se vendían con el objeto de recaudar fondos para las cruzadas, la utilización de un tipo de letra gótica al estilo alemán parece indicar que pretendían pasar por manuscritos, su precio era variable en función del poder adquisitivo de los interesados en conseguir indulgencia plenaria a cambio de unos florines; nadie tenía por qué notar que eran documentos impresos, en una época tan temprana que no se podía ni sospechar dicha técnica. Una vez realizada su labor, el impresor Párix marchó a Toulouse donde se instaló definitivamente, pero el taller segoviano siguió funcionando de forma discreta y estaban en esas cuando llegó el día de verse las caras el príncipe Fernando de Aragón y el rey Alfonso V de Portugal en las inmediaciones de la localidad zamorana de Toro. La batalla tuvo un resultado incierto, después de una larga refriega ambos conservaban sus estandartes, lo que permitió a los dos bandos retirarse invictos y así lo proclamaron por carta a la nobleza, dando noticia del desenlace. Pero si en el campo de batalla hubo igualdad, valor y armamento equiparables, no así en la proclamación de los hechos pues los portugueses lo hicieron al ritmo medieval mientras que Isabel y Fernando, disponiendo de imprenta, consiguieron ganarse más adeptos, influir en más cronistas y su versión de los hechos tuvo más partidarios, lo que provocó en sus rivales una rara sensación de desánimo que les supo a derrota. Había comenzado la Edad Moderna, una nueva era en que la profusión y velocidad de la información empezaba a valer más que la realidad misma. Sin la imprenta, seguramente se hubiera impuesto el bando partidario de la alianza de Castilla con Portugal y no habría tenido lugar la España en que vivimos. Publicado en Visual 189

texto: Tomás Sainz Rofes

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