
Los libros son objetos perecederos con vocación de eternidad. A lo largo de una vida, van acumulándose en nuestras estanterías, creando una especie de retrato intelectual, emocional y espiritual de su propietario. El deseo de consignar la propiedad de un libro mediante el uso de un pequeño papel impreso que se suele pegar en la parte posterior de la tapa, es tan antiguo como la existencia del libro en la era Gutenberg. La frase latina ex libris (literalmente de entre los libros de) seguida del nombre del propietario de la biblioteca a la que el libro pertenece, es el mínimo común denominador de este artefacto gráfico, tan tradicional en sus formas, como rico en sus propuestas iconográficas, que abarca todas las posibilidades de comunicación visual: la heráldica, la simbología religiosa, el humor, el esoterismo, el retrato, la erótica, la caligrafía, la ornamentación… Todo cabe en esos pequeños trozos de papel que nos hablan –a veces desde el naufragio de un mercado de pulgas o una librería de viejo, cuando su propietario ya ha sido borrado de todos los censos– del amor eterno a los libros.
No hay nada más efímero que los soportes duraderos, afirma G, mientras empuña su nuevo juguete, un kit para estampar su propio ex libris. Recientemente ha sido su cumpleaños y su amigo el Gacetillero, sabedor de que a su viejo camarada le quedan pocos aniversarios que celebrar, ha tenido la feliz ocurrencia de hacerle uno de los regalos que más feliz puede hacer a un amante de los libros. Le ha encargado a la artista Mercè Insenser, que es una especialista en diseño de ex libris –ha realizado más de trescientos–, que diseñe uno especial para G.
¡No hay nada más efímero que los soportes duraderos!, repite Allan, encaramado al busto de Baudelaire.
Y no lo digo yo –aclara G– es la conclusión a la que llegan Jean-Claude Carrière y Umberto Eco en la conversación publicada bajo el título de Nadie acabará con los libros.
Mira esa estantería de allá –señala con un expresivo movimiento de cejas sobre unas gafas que han resbalado nariz abajo en penoso trayecto–. Es mi colección de vídeos. Cuarenta años de cine clásico americano que duerme el sueño de los justos, porque en esta casa ya no hay ningún aparato reproductor de cintas de VHS que funcione. En la estantería de abajo tengo los DVD. Por un tiempo, ¡ingenuo de mí!, pensé que había encontrado el soporte definitivo con el que emocionarme por enésima vez con el brillo de los ojos de Ingrid Bergman en Casablanca. El reproductor de DVD dejó de funcionar la semana pasada y, como sabes, me deshice hace tiempo de mi ordenador. El pobre Allan tampoco puede deleitarse con su colección de eso que llaman cine para adultos…
“Nevermore”, apostilla Allan, que ahora ha abandonado su habitual atalaya poética y ha empezado a dar vueltas por la habitación, murmurando frases ininteligibles en voz baja.
Ahora ya nadie almacena las películas que le gustan y que, de alguna manera, son parte importante de su patrimonio sentimental y de su biografía. ¿Para qué? Las pueden ver directamente en las pantallas de sus tabletas, en uno de esos videoclubs virtuales que hay en Internet.
Los ordenadores de ahora ya no traen disquetera, por cierto –apunta el Gacetillero–, y, aunque cambiaras de opinión y te compraras uno, ya no podrías utilizarlo para ver tus DVD.
“Nevermore”, confirma distraídamente Allan, que se ha puesto a espiar desde la ventana a un grupo de colegialas.
Esa es otra, la obsolescencia programada llevada al mundo de la informática, replica G.
Todo el trabajo que he realizado como diseñador en los últimos años está archivado en cajas que contienen disquetes, discos ópticos y CD’s. Soportes que en la actualidad no puedo reproducir de ninguna manera. Las estanterías de un diseñador de cierta edad tienen mucho más en común con un cementerio que con un archivo. En realidad, debería tirar todo eso, es como convivir con un pasado lleno de cadáveres.
Eso no pasa con los libros, ataja el gacetillero, intentando aligerar el tenebroso discurso de su amigo llevándolo a su previsible punto de destino.
¡Por supuesto! En mi biblioteca tengo libros con más de doscientos años, todos perfectamente consultables. Toda la tecnología necesaria es un poco de luz natural y, en mi caso, las gafas de leer. Cuando escucho que el libro electrónico es el futuro, me entra un escalofrío y me acuerdo de Borges.
¡Oh, no, por favor!, exclaman al unísono el Gacetillero y Allan.
Haciendo caso omiso de las protestas, G prosigue su argumentación:
¿Qué hubiera sido de la educación literaria del pobre Borges si su padre, en vez de disponer de una biblioteca vastísima y variada, hubiera sido un lector de libros digitales? ¿Qué clase de patrimonio es ese? ¡Un hogar sin libros no es un hogar, es una cueva!
Esta es una cueva llena de libros, musita Allan, pero nadie le presta atención.
Bueno, –concluye el Gacetillero– sabía que acertaría con mi regalo, ya que es un elemento que unifica dos de tus pasiones: los libros y las antigüedades. Porque tendrás que reconocer que eso de identificar al propietario de un libro mediante un papelito pegado en el revés de la cubierta o en la guarda, mediante una frase latina (ex libris: de entre los libros de…) es cosa del pasado.
Tal vez, mi bisoño colega, tal vez… Yo también soy un residuo lamentable del pasado, supongo. No por mucho tiempo, no me engaño… Ojalá hubiera tenido un ex libris hace años, cuando perdí tantos libros al cometer la temeridad de prestarlos. Supongo que esa costumbre de no devolver los libros es muy propia de nuestro país. De alguna manera, es otra demostración del poco valor que se les otorga. Hay gente que considera absurdo guardar un libro que ya ha leído. Para esta gente, un libro leído es un objeto sin valor. Es normal que consideren innecesaria su devolución.
Yo he pedido muy pocos libros prestados en esta vida –prosigue G–. No me gusta leer en libros ajenos, y no me gusta dormir en camas ajenas. Te confesaré otra manía: a mi edad uno ha hecho muchas relecturas en su vida.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vidaaaa, canturrea Allan, con su arenosa voz.
Allan tiene razón –confirma G–. Como cantaba la gran Chavela Vargas, nos gusta volver a aquellos sitios donde alguna vez encontramos cierta felicidad, y muchos de esos sitios son aquellas lecturas que nos marcaron en su momento. Pero volver a los viejos libros que uno amó es peligroso: es como volver a las ciudades donde uno fue feliz. La decepción puede ser grande. Porque “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. ¡Ay!
¡No soporto a Neruda!, protesta Allan.
Bueno, aunque hubieras tenido tus libros identificados con un ex libris, no creo que eso hubiera disuadido a los ladrones de libros, interviene el Gacetillero.
Seguramente no, pero al menos, les hubiera recordado su reprobable acción. En la actualidad, si alguien me pidiera prestado un libro, preferiría regalárselo directamente. El re-sultado sería el mismo –quedarme sin el libro–, pero al menos me lo tendrían que agradecer.
Estoy pensando en la posibilidad de hablar sobre el tema en mi próximo artículo, sobre ex libris quiero decir. Supongo que su historia se remonta a la imprenta de Gutenberg.
Si hablamos de la identificación de los libros mediante un pequeño papel impreso que se emplaza en la parte posterior de la tapa o en el frontispicio del libro, entonces, sí, el origen cabe datarlo a finales del siglo XV, pero la costumbre de marcar los libros con la identidad del propietario está documentada incluso en un viejo papiro egipcio (supongo que se encuentra en el British Museum, junto al resto del expolio). El culto a la propiedad privada es tan antiguo como el mundo, mi querido amigo.
“Nevermore”, interviene Allan, que sigue espiando a las colegialas a través de la ventana y hace rato que perdió el hilo de la conversación.
G prosigue su discurso:
En los primeros ex libris se solían utilizar los escudos de armas de los propietarios. Evidentemente, en aquella época no cualquier indocumentado era poseedor de una biblioteca y el árbol genealógico te daba mayor respetabilidad que tu conducta o habilidades personales. Aquellos primeros ex libris estaban frecuentemente impresos mediante una matriz de madera y pintados a mano, una práctica habitual en el ámbito del libro, cuyas ilustraciones eran reproducidas en negro y coloreadas una por una, manualmente.
Hasta el siglo XVIII los artistas no se animan a introducir nuevos elementos decorativos e, incluso, cierta iconografía relacionada con la lectura. En algunos ex libris empieza a aparecer una fórmula latina: “et in arcadia ego”, es decir, una frase atribuida a la muerte que vendría a decir “incluso en la Arcadia estoy”.
En el siglo XIX la pujante burguesía empieza a presumir de biblioteca y, por tanto, a encargar ex libris. ¡Qué tiempos aquellos en los que poseer una gran biblioteca era un motivo de orgullo y no el primer paso para que te enviaran un asistente social a casa ante la sospecha de alguna grave alteración de la conducta!
Imagino que aquí empezaría la variedad, dado que la clase media carecía de escudos nobiliarios, replica el Gacetillero.
Exacto. A partir de este momento, el ex libris trata de reflejar la identidad de su propietario, ya sea mediante la alusión a su oficio, o bien mediante elementos que simbolizaran sus gustos e intereses. La aristocracia de las armas cede paso, de alguna manera, a la aristocracia del espíritu. Se vuelve mucho más importante saber a dónde va uno que de dónde viene. Cuando el siglo XX hace su entrada…
“Problemático y febril”…, canturrea Allan.
Decía que en el siglo XX –continúa G– ya existe un amplio y diverso mercado en torno a los ex libris, amén de un nutrido grupo de personas que los colecciona. Pero, conociéndote, seguro que no te has marchado del estudio de Mercè Insenser, la autora de este hermoso ex libris que has tenido la bondad de regalarme, sin obtener valiosa información para tu artículo.
Bueno, no la he entrevistado, pero sí, he sacado algunas conclusiones útiles. Por ejemplo, que no he tenido una idea del todo original, ya que el ex libris figura entre los objetos que tradicionalmente se regala la gente culta. Me ha comentado que frecuentemente el motivo de encargar un ex libris se deriva de alguna suerte de celebración, como acabar los estudios, la jubilación, la mayoría de edad, etc. Por supuesto, el destinatario es generalmente un amante de los libros, ya sabes, intelectuales y otros sospechosos habituales…
Ya me imagino, debe ser triste hacer un regalo así a quien sólo podría aplicarlo a los cuatro best sellers que tiene criando polvo en el cuarto de los trastos… ¿Y de dónde saca los motivos con los que trabaja?
Bueno, la primera fuente de información es el propio destinatario del ex libris o, en su defecto, si se trata de un regalo, la persona que hace el encargo. Suya es la responsabilidad de aportar toda la información necesaria. Hay gente para la que su oficio es su vida y la imagen hace algún tipo de alegoría al desempeño del mismo, o bien, se puede enfocar sobre aficiones y habilidades, sin perder de vista el carácter o las filias y fobias de la persona a la que el ex libris va a representar.
En este caso, el protagonista es un cuervo representado sobre la construcción geométrica de un rectángulo áureo. Me parece acertadísimo. El cuervo, más allá de representar a Allan (que no lo representa, ya que el del dibujo no usa gafas y conserva todas sus plumas).
“Nevermore”, interrumpe Allan, a modo de confirmación.
Decía, antes de que mi plúmbeo, que no plumado, camarada me interrumpiera –continúa G– que la representación de un cuervo adquiere aquí una dimensión conceptual, simbolizando mi parte, digamos, oscura, amante de las tinieblas, pasional y romántica, en el sentido cultural del término, mientras que el rectángulo áureo habla de mi naturaleza cartesiana, de mi confianza en la razón y el sentido común. Sí, me reconozco en esta imagen. Es un gran trabajo.
Me temo que esto no me convierte en el tipo de cliente favorito de la autora –aclara el Gacetillero–, que prefiere que le den libertad a la hora de diseñar un ex libris. Al menos no le he pedido que ponga el escudo de Ferrari o la Virgen de Montserrat, por citar dos peticiones reales que ha recibido en el curso de su carrera.
“¡Hay gente pa to!”, exclama Allan en modo castizo.
La autora también me comentó que normalmente trabaja con sus propios iconos, y que bebe de muchas fuentes de información –continúa el Gacetillero–, pero hay dos libros que le son de particular ayuda: el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot y el Diccionario de iconografía y simbología, de Federico Revilla.
¡Ah, sin duda, dos libros imprescindibles para un comunicador visual! Yo los tengo siempre muy a mano –comenta G–. Por cierto, me sorprende el tamaño de este ex libris. Normalmente, suelen ser más pequeños.
Sí, también me comentó la autora que en eso trabaja de un modo diferente al habitual, con formatos más grandes y colores diferentes, aunque en otras cuestiones, no se aleja de la ortodoxia, ya que utiliza técnicas tradicionales como el linograbado. Realiza un pequeño tiraje de 10 ex libris, firmados y numerados, a los que a veces adjunta, como en este caso, un pequeño sello.
Delicioso regalo… Lástima que se avecinen malos tiempos para los ex libris. Cada vez veo más gente que ya se ha acostumbrado a leer en esos abominables libros electrónicos, aunque me cuesta mucho creer en la muerte del papel.
Bueno, esa ya es una discusión que se empieza a poner vieja –matiza el Gacetillero–. Hablar de libros es hablar de minorías. Mercè Insenser me comentaba que bastantes años atrás, el profesor Francesc Orenes, que era entonces el presidente de la Associació Catalana d’Ex-libristes, hablaba de los “ex webis”, como un sello digital para los sitios web. Ella, como nosotros, cree que el libro digital y el libro de papel están llamados a convivir y a complementarse.
“Nevermore”, concluye Allan, tan enigmático como siempre.
Texto: Carlos Díaz
Publicado en Visual 182