David Gentleman (Londres, 1930) pertenece a una generación de creadores cuyo amor por el dibujo les condujoal mundo de la gráfica. Comunicadores visuales dispuestos a aceptar encargos muy variados y que siempre se sintieron más a gusto trabajando para el mundo de la cultura que para grandes compañías. Artista, ilustrador, escritor, diseñador, Gentleman trabaja discretamente desde su estudio de Camden, en Londres. Nunca quisoayudantes ni horarios que comprometieran su libertad. A sus casi noventa años, conserva intacta la curiosidad que lo lleva a plasmar en sus cuadernos de apuntes la belleza de los paisajes urbanos, a los que ha dedicado varios libros. Quedan, para la rica historia del diseño de su país, sus cubiertas para Penguin, las xilografías que cubren los muros de una céntrica estación del metro londinense y las pancartas que denunciaron una guerra innecesaria e injusta.
Nada mejor para una mañana de resaca que un largo y moroso paseo junto al Támesis, dejando que la brisa fresca restituya un soplo de vida en los doloridos cerebros. G y Allan se han excedido, respectivamente, con el whisky irlandés y la cerveza negra, y ahora sufren –con elegancia y sin aspavientos, justo es reconocerlo– sus consecuencias.
Sobre el hombro de su destartalado compañero, Allan parece estar sumido en profundas cavilaciones sobre la fugacidad de la vida, mientras recuerda los tiempos en que los cementerios de su infancia no eran más que lugares de juegos y no esos espacios donde ya descansan demasiados amigos.
G se para junto al Globe, la reconstrucción –en 1997– del mítico teatro de Shakespeare, hoy asediado por turistas italianos y españoles, en reñida competición por ver quién es capaz de emitir más ruido. Inopinadamente, nuestro diseñador jubilado se pone a declamar, a voz en grito, un fragmento del consabido monólogo de Hamlet, en traducción de Rafael Pombo:
“Dormir… tal vez soñar! — ¡Ay! allí hay algo / que detiene al mejor. Cuando del mundo / no percibamos ni un rumor, ¡qué sueños / vendrán en ese sueño de la muerte!”.
Tras la última palabra, ambos amigos comparten unos segundos de silencio y de íntima comunión espiritual, mientras algunos turistas les arrojan monedas, ávidos por celebrar cualquier accidente del paisaje que justifique el calvario vivido a bordo de su vuelo low cost.
El paseo sigue sin prisa hasta que al divisar una librería G no puede –ni intenta– evitar la tentación de entrar. El establecimiento es espacioso y el aroma a papel, mezclado con el de café, reanima un poco a nuestros maltrechos amigos.
G se detiene sorprendido ante un volumen que reclama su atención. Se trata de London, You’re Beautiful, de David Gentleman, una colección de fabulosos sketches –o apuntes, como prefiere denominarlos G– sobre Londres, aderezados con comentarios del propio autor.
—Fíjate Allan, parece que hoy es nuestro día Gentleman. A primera hora admirábamos el mural que creó en 1979 para la estación de metro Charing Cross, donde hemos hecho transbordo ¿Recuerdas?
—¿Como olvidarlo? Durante media hora, y mientras íbamos dejando pasar un metro tras otro, me has explicado que representan la construcción, en el siglo XIII, de la cruz homónima (palabra que tengo pendiente de consultar en mi diccionario). Tampoco te has ahorrado detalles acerca de la técnica de los originales reproducidos –xilografía, es decir, grabado en madera–, un terreno en el que el bueno de Gentleman es un maestro consumado, siempre según tus doctas, abundantes y quizá excesivas palabras, dado el estado físico en el que ambos nos encontrábamos y que, por lo que a mí respecta, no he abandonado del todo. No contento con eso y mientras perdíamos el enésimo convoy, has pasado a relatarme la larga y tediosa historia de la tipografía utilizada por el London Underground, de un tal Johnston, relato que no sé de qué modo ha derivado en un recuento de las perversiones sexuales del escultor y tipógrafo Eric Gill.
—Sí, momento en que casi se bifurcan nuestros caminos, cuando has revoloteado hacia el interior del tren y por poco me quedo fuera. ¿Qué puedo decir? Cuando rememoro las gestas de mis maestros en este noble arte de la comunicación visual, mi verbo se desata, arrollador y salvaje, como un río embravecido que…
—Por favor G ¿Podríamos hacer un café? Adoro el café de mis paisanos y no ese mejunje espeso como petróleo que nos ponen en Barcelona.
—Sí, cómo no, pero antes déjame que me acerque a la caja para hacerte obsequio de este precioso libro, como recuerdo de un viaje que, dada nuestra edad y nuestro lamentable estado de salud, bien podría ser el último que emprendemos juntos.
—Gracias G, sólo tú sabes cómo alegrarme el día.
G y Allan toman asiento en una esquina de la cafetería. La primera vez que G entró en una librería donde también servían café fue en esta ciudad. De eso hace ya muchos años, pero no los suficientes para que G se haya acostumbrado a beber el café diluido en enormes cantidades de agua y servido en recipientes de plástico cuyo manejo ha sido origen de múltiples y legendarios lamparones sobre sus camisas y trajes (afortunadamente, siempre de color negro). En todo caso, la convivencia entre libros y café le parece a G una idea excelente.
—Fíjate Allan, qué maravillosos dibujos. Gentleman es un consumado acuarelista y un pionero en esto de recorrer el mundo con una libreta de apuntes bajo el brazo. En este libro se aprecia el trazo exquisito de un hombre que se acerca a los noventa años sin perder ni un ápice de su curiosidad, no sólo por el mundo, sino por su propia ciudad, por más que se empeñen en desdibujar su perfil con engendros como la pirámide anoréxica esa que el estado de Catar ha construido con sus sucios petrodólares.
—¿Te refieres al Shard? A mí me gusta.
—¡Bah! Otro absurdo monumento a la vanidad humana que pretende conquistar el cielo a golpe de talonario… Toneladas de cristal y acero sin un ápice de alma. Cuando acabes de beberte esa bañera de café, nos acercaremos a los puestos de libros de segunda mano que hay bajo el puente de Waterloo. Creo que aún podemos redondear nuestra jornada Gentleman.
Al salir de la librería, el sol ha hecho su aparición, aunque como les explicó el recepcionista del hotel –con esa pasión de los lugareños por las conversaciones sobre climatología– en esta ciudad se viven las cuatro estaciones en un solo día, así que no cabe hacerse ilusiones.
G continúa su disertación:
—Has de saber, Allan, que David Gentleman pertenece a esa clase de grafistas con los que tanto simpatizo: un espíritu interdisciplinar que no establece fronteras entre todas las competencias de las que es capaz: diseño gráfico, grabado, ilustración, activismo político, bellas artes… Su padre, por cierto, también era de la profesión, alguien que se había codeado con gente de la talla de Edward McKnight Kauffer.
—Un pez gordo –apunta Allan, como si no fuera la primera vez que escucha el nombre del gran cartelista de entreguerras–.
—En alguna ocasión, Gentleman ha defendido la idea de que la ilustración es un puente entre el diseño y las bellas artes. Su manera de trabajar, por cierto, siempre ha sido muy diferente a la de sus colegas de generación. Nunca ha querido tener un estudio con ayudantes y ha estado alejado de ciertos ritos y servidumbres que a otros les parecen no sólo necesarios, sino deseables, ya sabes, los concursos, los premios, salir en las revistas, impartir conferencias, cursillos… Por ejemplo, aunque al principio de su carrera dio algunas clases, Gentleman pronto comprendió que, si quería total libertad, debía renunciar a ser profesor, ya que, al fin y al cabo, es algo que exige el cumplimiento de unos horarios. Desde los años cincuenta trabaja en su estudio de Camden, en soledad, como sólo los sabios saben hacerlo. Pero atención, ya se vislumbra esa deliciosa llanura naranja
G se refiere a los lomos de los clásicos libros de bolsillo de la editorial Penguin, cuya presencia es omnipresente en los puestos de libros de ocasión a la sombra del Waterloo Bridge. A pesar de que las dificultades de G con el inglés son insuperables, cada vez que ha tenido ocasión de pisar suelo británico ha regresado con la maleta llena de libros viejos, sobretodo de la editorial del pingüino, sólo por el placer de atesorar esos libritos que en sus portadas guardan el testimonio de una sólida tradición de respeto al diseño gráfico y a los lectores.
—¡Ajá, te lo dije! Mira Allan, este ejemplar es un clásico, tanto por el contenido como por el continente: Plats du Jour or Foreign Food, un libro de cocina ilustrado por nuestro amigo David Gentleman. Observa el delicioso diálogo entre la cubierta, donde una serie de comensales se reúnen en torno a una mesa, dispuestos a dar una alegría a su paladar, y la contracubierta, donde vemos la misma mesa y los restos de lo que adivinamos ha sido una opípara comida, unas sillas vacías y un par de gatitos que duermen la siesta, imaginamos que también saciados porque han dado cuenta de las sobras. Uh, además veo que es una primera edición de 1957. Yo ya tengo uno, pero compraré este para nuestro común colega, el Gacetillero, que en lo tocante a invertir en este tipo de cosas es bastante agarrado, todo sea dicho.
—¡Mira G, aquí he encontrado un libro que en la cubierta tiene una de esas xilografías como las de Charing Cross, pero en colores!
—¡Claro, mi alicaído y desplumado compañero, bien visto! Este libro que tan precariamente sostienes en el pico forma parte de la serie de bolsillo que Penguin consagró a más de tres decenas de obras de Shakespeare y cuyas cubiertas están diseñadas e ilustradas por nuestro entrañable camarada –y, a estas alturas, compañero de viaje– el señor Gentleman. La técnica que utilizó es, efectivamente, la del grabado en madera, que posteriormente coloreó y enfrentó, con exquisito atrevimiento, con unos titulares en Helvética. ¡Qué diablillo!
Una hora después, G y Allan retoman la marcha cargados de libros.
—Esta maldita resaca no remite ¿Tú cómo te encuentras, Allan?
—Mal. Deberíamos tomarnos algo para el dolor de cabeza.
—Excelente idea. Mira, precisamente aquí tenemos un pub.
Texto: Carlos Díaz Cubeiro
Publicado en Visual 186