MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Gráfrica II


Grafrica 2 Im 42Orfeo no era diseñador, tocaba la lira con la que adormilaba al temible Cerbero. Seguiremos contando historias y que las imágenes hablen por sí solas. Hay Orfeos negros. Los países del África francófona son distintos de los del África anglófona. Cuando unos leíamos Salut les copains, los otros leían Down Beat. No tiene mucho en común uno que vive en el desierto con otro que vive en la sabana, o con el que vive en la selva. Excepto el ser africanos. (Manu Dibango. Entrevista en Jazz Magazine, 1985) Publicado en Visual 162



En África la interacción entre los epicentros de creación musical y sus periferias fue constante, tanto que a veces se confunden y no es fácil esclarecer quién influenció a quién. Entre países de fronteras laxas la circulación de las personas no puede controlarse del todo, y la de mercancías no es exactamente lo que define el contrabando: con una piragua, una pértiga y la maestría en navegar a favor o a contracorriente se pasa de un lado al otro del río; economía de intercambio, trueque que no depende de fluctuaciones en la Bolsa ni de las imposiciones macroeconómicas del FMI. Si en un lado la cosecha de mijo ha sido buena y en el otro tienen arroz o cebollas excedentes, los sacos viajan sin ningún problema. Bastan unos saludos, unas palabras y un apretón de manos para cerrar un acuerdo mientras se abre otro para reservar la hija de una familia para el primogénito de otra que anudará lazos de unión, alianzas que no serán efímeras sino seguras para el futuro.
Los músicos, ya semiprofesionales, no fueron ajenos a este ajetreo: entre países cercanos, con límites dibujados con escuadra y cartabón por las querellas de los colonialistas, se movían como pez en el agua de país en país, de ciudad en ciudad, y no para hacer bolos como si fueran miembros de un grupo de pop anglosajón, sino para establecerse temporalmente con su familia (hasta que hubiera un plato para alimentarla). Excepto en pocos casos de cerrazón político-cultural como en los de Guinea o del Zaire de los 70, viajaron de capital en capital intercambiando conocimientos, técnicas, acordes, ritmos y en muchos casos, mezclándose por contacto carnal con las señoritas locales, cosa que siempre conlleva alguna consecuencia. Hay quien sostiene que fueron los guineanos los que empezaron la fiesta, hay otros que dicen que fueron los malienses. Falsa polémica, el Sudán fue un solo territorio durante siglos, las etnias eran las mismas, la cultura también, y la lengua, común: malinkés, bambaras, dioulas…, son consaguíneos, y sus denominaciones de origen se deben a la burocracia colonialista que impuso una identidad administrativa aproximada sin lograr impedir que músicos senegaleses fueran decisivos en la formación de bandas malienses. Las fuentes eran las mismas: Cuba y la Tradición.
No es para nada sorprendente, puesto que la trata de esclavos pobló el Caribe y las Américas de mandingos y bantúes, y con ellos viajó su cultura: sus fetiches, sus danzas, sus cantos, sus músicas; cultura que a pesar de estar reprimida permaneció de manera clandestina o vehiculada por los cimarrones, quilombos o mambices, esclavos rebeldes huidos de las concesiones de los terratenientes que a partir del S. XVI se internaron en la selva y crearon, tanto en Colombia, Venezuela, Perú, Panamá, Cuba o Brasil, asentamientos llamados ranche-rías o palenques, ocultos en la foresta, a menudo fortificados con palizadas, manteniendo una organización comunista primitiva, igualitaria en el reparto de los alimentos y con un código de comportamiento social y moral. Protagonizaron alzamientos contra españoles y portugueses utilizando tácticas de guerrilla, atacando y poniendo en grave peligro las rutas del comercio, revueltas que no lograron resolver los rancheadores, cazadores de recompensas contratados por los propietarios a los que pertenecían, para darles caza, eliminarlos y cobrar a tanto por orejas, manos, testículos o cabezas cortadas. Hasta que intervinieron los ejércitos coloniales: en Brasil (colonia portuguesa), las tropas reales necesitaron dos años de asedio y 6.000 soldados armados con arcabuces para someter el Quilombo de los Palmares que albergaba una población de 15.000 rebeldes.
En Cuba, a los palenques de los cimarrones (llamados allí jíbaros) se fueron incorporando criollos, mestizos de hombre blanco (colono) y mujer negra (esclava). Habiendo conservado los primeros los ritos ancestrales, de sus ritmos de percusión nacieron la conga y la rumba; con la influencia de los segundos (algunos alfabetizados), el son y el guaguancó, orígenes de la salsa.
Mas no fue solo la música afrocubana la que influyó al otro lado del Océano: Haití y la República Dominicana, cunas de las independencias antillanas, exportaron la kompa y el merengue que cundieron en Guinea Conakry, en Malí o en Senegal. Los Ambassadeurs versionaban en sus conciertos de fin de semana en Abidjan una canción de Cuco Valoy, dominicano, Juliana, cantada en un español fonético del que no se entendía nada, pero que hacía que el público se volviera loco mostrando su maestría en el baile de parejas, música acompañada del ruido de las suelas de los zapatos al frotar la arena adherida de la calle sin asfaltar con el pavimiento de cemento duro de la sala: fshh, fshh, fshh… Uliana e mala ere, e mala ere Uliana.
Canciones (o cantes) de ida y vuelta, los tambores sembraron ritmos que regresaron a sus orígenes a través de un periplo de siglos. El mejor ejemplo de ida: las habaneras. Una tesis musicológica sostiene que nacieron en Reus, donde en el S. XIX había talleres que confeccionaban los cestos de mimbre para los pescadores de Lloret de Mar o Calella de Palafrugell, marineros que cruzaban el charco como si fuera un riachuelo. Las obreras que los manufacturaban tenían por costumbre cantar para hacer menos penosa su labor, y transmitieron sus melodías locales a través de los intermediarios que transportaban el producto a la costa. Así llegaron a Cuba, mezclándose con los lamentos que cantaban los negros: la contradanza (del inglés country dance) criolla, la zarabanda y el tango bantú. Si la hipótesis es cierta, el tango porteño sería de origen reusense.

Rupturas

En los años 60 las ideologías socialistas y nacionalistas rivalizan entre sí. Aimé Césaire y Frantz Fanon, martiniqueses, teorizan el concepto de negritud desde análisis influenciados por el marxismo. Marcus Garvey, jamaicano cuyos seguidores adoptaron el nombre de Ras Tafaris, pretende crear un Imperio africano. El panafricanismo se extiende por todo el continente aunque lastrado por la represión de las revueltas Mau-Mau en Kenia —y más tarde por el internacionalismo del Ché Guevara, que nunca entendió nada de África, en su pretendida República Popular del Congo. Léopold Sédar Senghor, de profesión poeta y primer presidente de Senegal, se apropia del eslogan negritud al que poco después responde su gran enemigo, Mobutu, que crea el suyo: autenticidad.
Quien diga que la música no es política, miente. Aunque los temas no sean políticos como las protest songs, cada estilo musical vehicula una ideología determinada. En Guinea Konakry, Sékou Touré impone la reorganización del arte y el folklore del país a través del partido en el poder, suprime las orquestas de la capital que interpretan polkas, pasodobles y béguines, y manda a los músicos a las aldeas para que se impregnen de los ritmos locales en un proceso de reeducación parecido a la Revolución Cultural maoísta. Crea una Orquesta Nacional, con ramificaciones pilotadas por las federaciones del partido en todas las regiones, y en los presupuestos del Estado figura cada año una partida de 32 equipos completos de instrumentos de música moderna para cada una de las federaciones, en modo de consolidar un proyecto de Sociedad fundamentado en su patrimonio cultural. Llega incluso a prohibir veladamente los semitonos en favor de las gamas diatónicas en un dirigismo musical insólito, y cierra a cal y canto las fronteras a orquestas de otros países para preservar la pureza de sus esencias, cosa que nunca conseguirá: al contrario, serán los músicos guineanos que escaparán de la cotilla del dictador y emigrarán a los países vecinos, a menudo con los instrumentos propiedad del Estado.
En el Zaire, Mobutu también controla la música como instrumento de dominio, pero en lugar de socializarla impone un discurso paralelo a su omnívora ansia de poder. Deja hacer a los músicos mientras incorporen de vez en cuando odas a su persona, obligándoles, eso sí, a cantar en lingala, la lengua de su tribu minoritaria.
Si la música cambia, la imagen de los músicos también. El regreso a las raíces conlleva un cambio de apariencia en la indumen- taria, no solo en escena, sino también en la vida cotidiana. Los músicos empiezan a vestir camisas cortas estampadas, con la falda por encima del pantalón y, en galas importantes, el grand boubou, camisón amplio y bordado que llega hasta los pies, al que acompañan babuchas sudanesas que dejan el tobillo al aire. Mobutu en su zairización adopta el traje de cuello Mao, pronto ridiculizado con el término abacost, apócope de a bas le costume. En el Congo Brazzaville, el régimen marxista-leninista —que tiene como himno la Internacional y en cuya bandera lucen la hoz y el martillo— prohibe la corbata y los estudiantes becados en Europa lucen obligatoriamente un pin de Lenin en la solapa. Pero no todos se adaptan a la tendencia tradicionalista. La elegancia europea tiene sus adeptos y, por reacción, explota a finales de los 70 en París un movimiento precursor de las tribus urbanas africanas: grupos de jóvenes congoleño desocupados que se reúnen delante de los almacenes Tati –donde venden el prêt-à-porter que compran los africanos residentes o de visita–, crean un movimiento radical: la SAPE (Societé des Ambianceurs et Personnes Élégantes). Reivindican el derecho (y el capricho) a vestirse con ropas europeas de alta gama de marcas como Yves Saint Laurent, Pierre Cardin o Armani y complementos del mismo nivel. Crean un baile (la griffe) cuyo paso clave consiste en mostrar el forro de la americana donde está cosida la etiqueta, y en sus inicios son frecuentes los robos que llevan a cabo (impecablemente vestidos) en las boutiques de los Campos Elíseos: el lumpen-chic al asalto de la fortaleza capitalista. Sus ídolos musicales son grupos zaireños: Zaico Langa Langa, Viva la Música; y uno de sus líderes, Papa Wemba, es condenado en 2004 en Francia y en Bélgica por tráfico de inmigrantes: a unos 4.000€. por cabeza proporcionaba visados a músicos acompañantes hasta que la policía francesa de inmigración descubrió que, al solicitar sus permisos de residencia, centenares de “músicos” se mostraban incapaces de tocar un instrumento.
El inspirador del movimiento: André Grenard Matsou (1899-1942), que regresó hecho un pincel de su primer viaje a París en 1922. Fundador del Movimiento de Liberación del Congo, arrestado y extraditado por Francia a Brazzaville en 1940, acusado de falsedad en documentos y estafa, fallecido en la prisión de Mayama, probablemente ejecutado, sus seguidores lo convierten en un mesías. En otro canto de ida y vuelta, la SAPE se extendió en el Congo y en el Zaire. Grupos de jóvenes emigraban a Francia solo para conseguir unas cuantas prendas y regresar al terruño cual argonautas con el toisón de oro. Rito iniciático que persiste hoy en día convertido en ideología: la sapologie, que como toda ideología tiene su vertiente mercantil. El comercio de ropa desde París (Paname en jerga) hacia el Congo se ha convertido en una fuente de ingresos para espabilados: los sapeurs viajan y venden las prendas más baratas de lo que cuestan en una tienda de Brazzaville. Y están creando sus propias marcas y sus circuitos de distribución y venta.

Polo Sur

África del Sur, colonizada por los portugueses en el S. XV y único país africano que importó esclavos (excepto Liberia que fue creada por los EEUU solo para libertos), es otro centro de contagio. Poblada por xhosas, zulúes y bantúes, que habían desplazado a los hotentotes descendientes de los bosquimanos, “descubierta” por los portugueses en 1487, colo-nizada por holandeses, franceses y alemanes, será finalmente colonia británica, lo que generará el nacionalismo de los boers, holandeses calvinistas con lengua propia (el afrikaaner), quienes en sucesivas guerras derrotaron tanto a las tribus locales como a los británicos. Bartolomeu Dias, el primer navegante que pasó del Atlántico al Índico, a la punta Sur la llamó Cabo das Tormentas; tenía razón: será región de conflictos permanentes hasta que caiga, en 1990, el abyecto régimen del apartheid del Partido Nacional que se había orientado a favor de los nazis en la II Guerra Mundial.
En el Sur de África la herencia colonialista es múltiple; alemanes, portugueses, franceses…, serán los británicos los que se lleven el botín final: Zimbabwe, Zambia, Tanzania, Malawi, y los pequeños reductos resultantes de las guerras boers, como Swazilandia o Lesotho, convertidos ya en naciones independientes, son oficialmente anglófonos. Excepto Mozambique, que en toda la zona es el único país que conserva el portugués como lengua oficial. Los portugueses fueron los primeros que supieron cómo colonizar África, imponiendo un idioma (véase también Brasil); ningún negro africano cantó nunca en alemán; los españoles tenían el cuello torcido mirando hacia América del Sur –con la distracción de la guerra del Rif, que incendió Barcelona en la Semana Trágica. Si hubo una ruptura en el atuendo de los músicos, entre la auténtica tradición y el folclorismo recuperado, se produjo en África del Sur: torso y muslos al aire y adornos en la cabeza, la estética zulú, base del imaginario de películas como la del mismo nombre, Zulú –británica de 1964, dirigida por Cy Endfield y protagonizada por el gran Michael Caine–, figuró en la imagen de muchos intérpretes, aunque en Soweto nadie iba vestido (o desvestido) de zulú: su partido, el Inkatha, fundado, manipulado y armado por la policía, apoyaba al gobierno racista de Pretoria; militantes de etnia xhosa del Congreso Nacional Africano, dirigidos por Winnie Madikizela, esposa de Nelson Mandela, aplicaban a los infiltrados zulúes la moda del hot collar, el collar caliente, manos atadas a la espalda, y en el cuello un neumático empapado de petróleo al que se prendía fuego.
Este artículo empieza con una cita de Manu Dibango. Termina con la portada de uno de sus discos, una de las más brillantes de la música africana: él es África. Habari za asubuhi na asante.

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