En El Sur, de Erice (que transcurre íntegramente en el Norte, años 50), la protagonista adolescente quiere romper con un novio apodado Carioco que pinta su firma en un muro a las afueras de Ezcaray. Pero la alusión al personaje del Pulgarcito no está en el relato de Adelaida Gª Morales, base de la película. Que un cine tan exquisito y meticuloso como el de Erice haga sitio al tebeo refleja cómo éste expresaba a la sociedad. También es cierto que ese novio era un macarra y le gustaba que lo tomaran por loco peligroso. Porque, en los primeros años de la serie de Conti en Pulgarcito, El Loco Carioco era un demente recluido en un manicomio del que escapaba para vivir peripecias delirantes, a menudo consistentes en aterrorizar al vecindario. Habría que preguntar a Eduardo Mendoza si el protagonista sin nombre de algunas de sus novelas, internado en un psiquiátrico, a quien el comisario Flores va a buscar para que le ayude a resolver casos, tiene parentesco con Carioco. Un sí no nos sorprendería. Publicado en Visual 178
Son varios los personajes del Pulgarcito con hueco en la cultura popular porque encarnan con fuerza sus arquetipos, como en otra escala lo hacen Don Quijote y Sancho, Carmen o Don Juan. Desde luego Mortadelo y Filemón, pero sobre todo Carpanta, las hermanas Gilda, Zipi y Zape, Doña Urraca, el abuelo Cebolleta y tantos otros que han servido de espejo grotesco donde la sociedad se reconoce. Igual que el TBO dio al diccionario el sustantivo genérico, ‘tebeo’, todo el mundo sabe qué gente es un carpanta o un rompetechos.
Tras el cataclismo de la guerra civil, España había pasado de ser un vibrante campo de oportunidades para dibujantes y diseñadores a convertirse, a mediados de los cuarenta, en un páramo barrido por la destrucción bélica y aislado de un mundo occidental que había retirado a sus embajadores. Apenas quedaba maquinaria o papel. En cuanto al gremio, parte se había exiliado y algún otro cumplía condena por haber luchado en el bando constitucional. Las editoriales de te-beos intentaban recuperar actividad. Los había de aventuras y cómicos. Los segundos, para público infantil: lo adulto, en general, se había vuelto problemático. El TBO continuó con su humor blanco. El valenciano Jaimito proporcionaba fantasía amable. Flechas y Pelayos, doctrina victoriosa, y Chicos, tradición. En Barcelona, Bruguera intentó arrancar de nuevo el Pulgarcito en su línea de anteguerra, entre dificultades: el papel estaba racionado y las autoridades no daban permiso a publicaciones periódicas; sólo folletos sueltos, y había que tramitarlo cada vez. Varias tentativas desembocaron al fin en la que cuajó en el 47, con un equipo nuevo (Vázquez, el más joven, procedente de Madrid y nacido en el 30, había falseado su edad para no complicar su incorporación) bajo la dirección de Rafael González, periodista represaliado a quien los hermanos Bruguera contrataron como motor intelectual de la editora, para impulsar y coordinar las publicaciones, crear personajes, escribir guiones.
Durante unos pocos años, en torno a 1950, en las páginas de Pulgarcito se acuñó una fórmula autóctona, distinta de los modelos imperantes. La miopía de la censura, enfocada en obviedades, permitió saturar las páginas de un humor cáustico y nihilista plasmado con gráfica violenta, y a lo largo de aproximadamente un lustro se forjó una de las principales matrices del tebeo español.
Ante un panorama de rabia, dolor y frustración, sometido a la represión de los vencedores (consejos de guerra y fusilamientos se prolongaron años; el último campo de concentración se cerró en Miranda de Ebro precisamente en 1947), una elemental hidráulica de las emociones colectivas indica que todo ese grisú anímico tenía que salir por alguna parte: una espita, una válvula para no saltar por los aires. Al mismo tiempo era necesario comportarse, por si al buscar colocación pe-dían el certificado de buena conducta. Con traje y corbata, en lo que saliese. Si miramos fotos de los estadios de fútbol, otra de las grandes válvulas, nos llamará la atención ver con traje y corbata a la gran mayoría en las gradas populares.
Casi todos los jóvenes dibujantes de Bruguera trabajaban en la sede editorial con horario, bajo la supervisión de Rafael González. Estaban inventando algo nuevo entre todos. Sabemos que no siempre los personajes eran creados por el dibujante, y varias constantes estilísticas en el contenido de los bocadillos llevan a pensar que González debió de intervenir bastante en el peculiar lenguaje disparatado, en su redacción directa. Él mismo represaliado, sabía que, entre otros, Escobar había estado en prisión por haberse encuadrado en el SDP (Sindicat de Dibuixants Professionals), por haber colaborado en la sicalíptica Papitu y en la radical Esquella de la Torratxa; como tantos, por otra parte. Es de suponer una cierta solidaridad inicial entre hombres derrotados que buscan salir adelante. Y si en aquel breve periodo pudieron colocar tanta dinamita, liberar semejante carga de disidencia en forma de risa cruel, masivo sarcasmo, se debe en parte a la torpeza de la censura, que revisaba las publicaciones infantiles con el mismo criterio de vigilancia política aplicado a periódicos y revistas, revisión que en lo moral se fijaba en el sexo, escotes y longitud de faldas, sin luces para ir más allá y descifrar el “mensaje”. Mientras la censura no acuciaba, durante estos primeros años los hermanos Bruguera dejaron hacer.
La impresión que hoy tenemos es que Rafael González y su equipo sorteaban los controles de los desfasados censores y se reían sigilosamente, bajo la postura circunspecta que se les exigía. Seguramente no fue el resultado de una confabulación, un órdago total a la sociedad, sino la suma silente de procesos individuales.
Excepto Furcio Buscabollos, el de las “tremebundas fazañas”, caballero con armadura que habla italiano macarrónico y vive con una yegua enguantada como los disney, los demás personajes se mueven en la ruda realidad de su época, la posguerra, y sus aventuras consisten en salir de su casa (menos Carpanta, que vive debajo de un puente) a hacer daño, o recibirlo, o ambos.
Doña Urraca (con nombre de remota reina española y de rancia dirigente carlista), córvida, fea y biliosa, devota del número 13, tremenda hijaputa, necesita fastidiar a los otros, más si son desvalidos, y planea sus maldades ansiosamente. Se sube por las paredes si no lo consigue, y entonces recibe paliza descomunal, pero con la cabeza sembrada de chichones y los huesos rotos vuelve a la carga. Mala hierba nunca muere. La dibujó Jorge (Miguel Bernet) hasta el fin de su corta vida (1960), y durante años la continuó Torá, aflojándola.
El ya presentado Loco Carioco, el personaje mayor de Conti (creador también de Apolino Tarúguez, un empresario despótico, y Morfeo Pérez, evadido a un mundo de sueños), vive con su cabellera erizada en un manicomio del que escapa para liarla con su demencia, sin ahorrar ocasionales soflamas contra la sociedad y la civilización, en medio de brotes furiosos y delirantes. Sus aventuras suelen desarrollarse entre violentos golpes y concluyen con el retorno al manicomio, o al hospital con huesos rotos. A partir del 53 ya es sólo Carioco, ya no aparece internado: vive en un piso, y su psicopatía ha dado paso, en la tónica evolutiva general de Bruguera, a una chaladura benigna, inocentona, ni siquiera una neurosis.
Don Berrinche, de Peñarroya, personificación de la cólera y la prepotencia, deambula provisto de un garrote atravesado por enorme clavo, en busca de alguien en quien descargar físicamente su ira entre gruñidos y bramidos, siempre al borde de la espuma rabiosa, sin soltar el puro que lleva en la boca. No necesita provocación para atacar. Aunque cualquier alusión política estaba vedada, recuerda a cierto tipo de matón muy crecido en la posguerra al amparo del poder triunfante. Fue derivando a simple malhumorado.
El Carpanta de Escobar era un muerto de hambre literal y vivía debajo de un puente con otros depauperados. Perseguía el ideal utópico de comer algo, a ser posible un pollo asado, símbolo de la plenitud. Prueba de cómo la colectividad ibérica se reconoció en él: hoy numerosos restaurantes llevan su nombre.
El reporter Tribulete (“que en todas partes se mete”), de Cifré, es un caso de aplastamiento por parte de jefe abusivo, en el periódico sintomáticamente llamado El Chafardero Indomable. El mismo dibujante, también muerto muy joven, a los 40, creó a Cucufato Pi, solterón romántico, calvo al tiempo que bajito y feo, cuyo corazón palpita amoroso y visible hacia mujeres cuya condición inalcanzable se hace patente de modo cruel en cada historieta.
En un mundo cruel, ¿qué le ocurre a una buena persona? Lo que al pánfilo Gordito Relleno, quien en pago a su disposición filantrópica y amable recibe en cada página las vejaciones y atropellos más alevosos, por lo común sonoras palizas. Como le sucede al modesto padre de familia y oficinista cumplidor, estandarte de la incipiente clase media, oportunamente llamado Don Pío, cuyo jefe abusará de su completa sumisión, y cuya santa esposa le exigirá abrigos de pieles y lo colmará de reproches, quedando en todos los frentes reducido a una impotencia abyecta, aunque una vez al año le dé un cabreo.
El joven Vázquez, que se inició con fuerte influencia de Cifré, se centró enseguida en uno de los argumentos más frecuentes del Pulgarcito: la penuria económica, el andar sin blanca, en pos de préstamos, anticipos, sablazos, soñando con herencias y loterías como Carpanta con su pollo. Heliodoro Hipotenuso ya prefigura su forma de vivir como campeón de los morosos que llega a casa dando esquinazo a bandas de acreedores en la misma puerta. De ello alardeó después en los “Cuentos del Tío Vázquez”, serie donde recreaba las trolas que con su jeta de hormigón inventaba para librarse de pagar. Su más potente aportación al Pulgarcito dinamitero fueron las Hermanas Gilda, con nombres tomados de un rancio nomenclátor hispánico, la lista de los reyes godos: Hermenegilda y Leovigilda, dos solteronas cainitas, empeñada una en cazar marido, generalmente desastres humanos, y la otra en reventarle los intentos, para así desembocar en violentas agarradas. Clima junto al cual el mundo de Baby Jane es propio de barbies. Con el tiempo, el fondo de sexo insatisfecho desapareció de la serie y se volvió más naif. Más adelante el prolífico Vázquez alumbró varias sagas familiares en el DDT, entre ellas la Cebolleta, la del célebre abuelo batallitas, y la antológica Churumbel, familia que vivía con normalidad de robar (“afanar”), cuyo abuelo bigotón aparecía llevando a hombros locomotoras o trasatlánticos (“Mira lo que he afanao”) y cuya oveja negra, el joven Manuel, estudiaba en la universidad y estaba empeñado en trabajar. Con independencia de que le fuese imputada incorrección porque los Churumbel hablaban caló, la sorna de Vázquez contra el Sistema alcanzó aquí cotas sólo comparables a las de su genialidad gráfica.
Presentados algunos de los personajes de Pulgarcito (también estaban los traviesos y populares Zipi y Zape, el repulsivo avaro Don Usurio, y tantos otros), vemos qué lejos están de ser edificantes. Se diría que tampoco pretendían una comicidad ligera o el mero entretenimiento. Hay una furia latente muy notable, un sarcasmo muy corrosivo. Los personajes son situados en un escenario costumbrista, el de la vida corriente, sí, y a sabiendas de que la vigilante censura castigará cualquier atisbo de crítica social, no digamos un amago de alusión política, un pestañeo, pero les sale como tebeo infantil un bronco y rabioso alarido.
Los finales son casi invariablemente calamitosos y físicos: personajes catapultados hacia atrás por la fuerza de un chasco, persecuciones de jaurías humanas, ingresos hospitalarios, suicidios con carta al Sr. Juez…
Los dibujantes que se ocuparon de la refundación del Pulgarcito a partir de 1947 crearon un estilo nuevo, de un grafismo expresionista hasta la exasperación, un dinamismo casi desquiciado. Menos diferenciadas al principio las individualidades, unos tenían más rodaje y los más jóvenes les emulaban para ir puliendo su evidente tosquedad. Pero estamos ante una tosquedad significativa: el papel era tosco (tostado y con grumos, rasposo), la imprenta era tosca; y las tintas incompletas, y los colores desplazados; el país era tosco, golpeado, famélico, zurcido; los dientes se caían y las tripas rugían de hambre, pero había que andar con traje y corbata, pelo corto y bigote cuidado. Y hablar las palabras justas, o mejor callar. El mundo se había vuelto de espaldas y alejado, los tebeos no sal-drían de aquí. Aquí tendrían su público, en un reino aparte. Por eso tan ceñidos a las coordenadas locales, también en el dibujo nada internacional, ni alineado con estilos vigentes; más bien autárquico. Viñetas abigarradas, cargadas por bocadillos repletos de verborrea, en un lenguaje pirotécnico que hace burla del académico y culto, con vocablos largos, altisonantes y retorcidos, con insultos abundantes y estrafalarios tipo Haddock: paria oxidado, gaznápiro, percebe ajado…
Los personajes corren, vuelan, se gol-pean, rebotan y explotan con ayuda de líneas cinéticas, signos tipográficos, estrellas, rayos y truenos, sapos y culebras, espirales y torbellinos, grandes onomatopeyas para agigantar la dimensión de los batacazos. Si no habían importado del cine los encuadres trucados, tampoco hacía falta para eludir el estatismo: con cuatro rudimentos del lenguaje tebeístico convertían cada viñeta en un polvorín de actividad, mediante líneas en torno a las figuras para subrayar el estado de ánimo, casi siempre furioso en extremo, exprimiendo económicamente el juego de siluetas negras y letras gigantes.
El cambio en el régimen de la censura fue capando la publicación a mediados de los cincuenta. El ministerio de Información y Turismo impone un sistema de vigilancia colegiado y específico para la así llamada prensa infantil, con indicaciones constantes, ahora ya más atentas al “mensaje”. Por otra parte, Bruguera en su expansivo crecimiento (cromos, álbumes, tebeos, novelas, agencia, sucursales americanas) va aplicando técnicas de explotación. Para la empresa es clave tener la propiedad de los personajes, a fin de utilizarlos sin limitación y evitar cualquier gasto en derechos de autor, así como traficar con el material más beneficiosamente. El concepto es de factoría: se fabrican páginas como piezas de coche en una cadena de montaje; se trabaja a destajo, firmando la renuncia a cualquier derecho sobre ulteriores reproducciones o reventas. Como los personajes son de la editorial, puede elegir quién los dibuja, no siempre el creador, y ocurre con frecuencia: sustitutos sin firma, con repercusión en la calidad. Unido al cansancio acumulado al trabajar año tras año en condiciones de galeote, todo va limando el rendimiento: los planteamientos se hacen mecánicos, se asienta un repertorio de estereotipos que se reproducen sin gracia, los personajes y su humorismo progresivamente se infantilizan, en el sentido peyorativo de la expresión, para desembocar en una inofensividad anodina: historias estandarizadas, grafismo redondeado, personajes amabilizados…
No es de extrañar el intento del quinteto que quiso emanciparse con la fundación del Tío Vivo en 1957, para hacer un tebeo más adulto, más apto para lucir el notable talento de cada uno, bien visible en las portadas, y desarrollarlo en condiciones laborales menos oprobiosas. Bruguera no iba a facilitarlo. Compitió implacable contra ellos (Peñarroya, Conti, Escobar, Cifré y Giner) y abortó la escapada a los pocos meses. No sólo reintegró a los dibujantes a una maquinaria editorial de creciente vocación monopolística sino que fagocitó la cabecera para reflotarla según su línea. Paco Roca ha novelado en clave costumbrista este episodio en El invierno del dibujante. En el ínterin, mientras cinco de los mejores dibujantes estaban fuera, contrataron a nuevos, la segunda hornada de la Escuela Bruguera, entre ellos Ibáñez, Segura, Nené Estivill o Enrich. El rápido éxito de Mortadelo y Filemón, a la larga el estandarte de la casa, y la amplia extensión de los demás personajes de Ibáñez, marcan la época definitiva del gigante editorial, desarrollada según criterios de explotación exhaustiva hasta su final, en 1986.
Ibáñez tuvo una etapa inicial muy vigorosa e inventiva, al alimón con Vázquez, ya una década en Pulgarcito, y luego entró en una dinámica de superproducción febril que en ocasiones le llevaba a dibujar como si fuese su propio negro. Nos fijamos un instante en Segura y en Estivill porque mantuvieron un dibujo muy vivo y auténtico que, como sus personajes, conservaba cierta conexión con el Pulgarcito del 50. De Segura, el holgazán de Pepón, cuñado profesional instalado en el sofá, gorroneando a la hermana y su marido, y de Nené Estivill, el fabuloso Agamenón, descrito como noble bruto, dimensión festiva y desbordante del cliché del paleto, entonces en auge, y la no menos fabulosa, y también terrible, Fifí, niña mala y cruel donde las haya, antítesis de cualquier prototipo infantil edulcorado. Enrich dibujó al Caco Bonifacio: el nombre ya avisa de su carácter manso. Aunque vistiera camiseta de rayas, antifaz y visera reglamentarios, y viviera con un socio igual de membrillo, la ironía (quizá involuntaria, y desde luego muy lejos del sarcasmo) nacía al presentar la actividad de un ladrón: una profesión como las demás, y tirando a aburrida. Igual que la producción cartelística durante la guerra civil es uno de los principales núcleos del arte español del siglo XX, el Pulgarcito en torno a 1950 lo es de la historia de nuestra cultura popular. Si para conocer la vida de ese periodo nada como los inigualables cuentos de Ignacio Aldecoa, esos 200 números del Pulgarcito no le van a la zaga, como una “Comèdie Humaine” en viñetas, incluida la obsesión balzaquiana por el dinero.
Varios estudiosos han investigado concienzudamente ese material y hay completísimos inventarios y fichas, análisis e interpretaciones: Martín, Ramírez, Cuadrado, Guiral, Altarriba, Porcel, Vázquez de Parga, Gubern, Barrero, Navarro (disculpe alguno si le olvido, estoy listando de memoria). Recientemente ya se han empezado a crear ficciones con aquellos dibujantes como protagonistas: la citada novela gráfica de Paco Roca y la película El gran Vázquez, de Aibar. Mis rápidos apuntes quieren tan solo recordar, como Jaume Sisa en Qualsevol nit pot sortir el sol, que bajo el colonial sedimento de mangas y superhéroes marvelianos aparece, rascando un poco, este esqueleto vivo del tebeo español, fuerte genética rastreable en maestros actuales como Gallardo, Max o Guillem Cifré.
Seres elementales, palpitantes e hiperactivos, afilados, brutales y casi siempre primitivos como pinturas rupestres, como bisontes de Altamira, ahí están en su cueva, a la que nos convendría regresar de cuando en cuando para reconocer nuestro ADN y recargarnos con la energía irreverente de este tebeo que es una publicación infantil, sí, pero como el God Save The Queen que cantan los Sex Pistols es un himno. Igualico, igualico… Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)