A primeros del 86 viajé a Varsovia para visitar a mi novia. Todavía no había caído el Muro de Berlín y el paso al otro lado del así llamado Telón de Acero o Cortina de Hierro lo viví como un vuelo a otra civilización. Nada más despegar, el avión entró en una densa nube de la que no salió hasta posarse horas después a las afueras de una ciudad rodeada de nieve. Al atravesar las frecuentes turbulencias la megafonía de la aeronave daba, como en los rótulos, sus mensajes en polaco y en ruso, idiomas de los que no entendía palabra. Eso ayudó a vivir la experiencia como un viaje interplanetario. Publicado en Visual 179
Aunque el “estado de guerra” había cesado en verano del 83 y ya no patrullaban tanques por la calle, se respiraba la ley marcial del general Jaruzelski. Los soldados gestionaban herméticamente el aeropuerto, el control de pasaportes con ordenadores ocultos bajo el mostrador. El termómetro exterior marcaba 15 bajo cero y a las tres de la tarde empezaba a anochecer.
De la cultura polaca apenas conocía más allá de Chopin, el visionario Stanislaw Lem y las películas de Wajda, Zanussi o el primer Polanski, con su reflexivo ritmo en blanco y negro. Vistas en ciclos de la Filmoteca madrileña, aportaban una estética más atractiva que los trepidantes clichés de Hollywood. Que eran buenos en teatro vanguardista (Kantor), jazz y carteles también lo sabía. Y que hacían dibujos animados sin palabras, abstractos, con exótica música concreta en la banda sonora, y terminados en KONIEC. Los veía de niño algún sábado por la tarde en UHF, en gris. Bolek y Lolek.
El callejeo por aceras con pocos escaparates (y los pocos casi vacíos, por el dramático desabastecimiento: ir perdiendo la Guerra de las Galaxias estaba agudizando la ruina de la Europa del Este) y por parques con grueso piso de un hielo que albergaba cuervos congelados, como insectos en el ámbar, desembocaba invariablemente en librerías, museos, galerías de arte o kawiarnias donde tomar café con posos, a la turca.
En esos itinerarios tardé poco en comprender qué especial devoción tenían los polacos hacia los carteles, con qué abundancia los usaban para mil funciones, cómo los coleccionaban, publicaban en libros recopilatorios, fomentaban mediante concursos, premiaban tras encuestas mensuales en la prensa, convocaban a través de bienales, dejando bien claro con semejante frenesí que era su arte preferido, una especialidad nacional. Y allí donde hojeaba un libro de plakats o veía una exposición, o ilustraciones en una revista, las imágenes que saltaban a mis ojos descollando con un brillo de creatividad inconfundible tenían siempre la misma firma: Tomaszewski.
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En 1931 el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética publicó el decreto Sobre la literatura de cartel, que imponía en el cartelismo las severas restricciones dictadas para el arte con arreglo a los mandamientos del Realismo Socialista, condenatorio de cuanto se apartase de un estricto canon figurativo: prohibido cualquier atisbo de experimentación, formalismo, expresionismo, abstracción, constructivismo, etc. Con las mismas, en 1933 se prohibieron las revistas artísticas, excepto el órgano oficial: Iskutsstvo (Arte).
En la posteriormente fundada República Popular de Polonia, a diferencia de en la URSS estalinista, el cartelismo era actividad mimada por las instituciones. No había publicidad mercantil pero sí una incesante información cultural sobre cine, teatro, exposiciones, circo, y numerosas campañas oficiales sobre sanidad, educación o cultura. Trabajar así, aportando ideas visuales pero sin el apremio de seducir y “vender”, es lo deseable para muchos artistas.
El estilo nacional polaco, cuajado a mediados de los cincuenta, no surgió de la nada. En los años veinte, bajo la influencia de Bauhaus y la Nueva Tipografía, se había desarrollado una considerable actividad gráfica. La proliferación de revistas (Blok, CGA), imprentas y agencias publicitarias (Reklamo-Mechano) sirvió entonces para consolidar un sector profesional estable, hasta su paralización en la Segunda Guerra Mundial. La población y el territorio polacos sufrieron en el conflicto una devastación inmensa. La reconstrucción posterior (del casco viejo de Varsovia, arrasado, se repuso meticulosamente cada ladrillo, cada moldura, cada picaporte) movilizó a los supervivientes, aunque en un clima depresivo. La inmediata incorporación a la órbita soviética supuso un atenazamiento, pero el sentimiento nacional, enemigo ancestral de lo ruso (cada polaco lleva tatuada en el ADN la matanza de Katyn), no tardó en encontrar en el cartelismo un campo de afirmación.
Duraba la memoria del bullicio profesional de anteguerra, el eco de las revistas satíricas; aunque papel y tinta escaseaban, obligando a planteamientos formales muy austeros, surgió una ocasión de crear nuevos territorios de expresión cuando la Distribuidora Oficial de películas, la Centrala Wynjamu Filmów, encargó en 1947 a Tomaszewski y otros artistas, Tadeusz Gronowski, Tadeusz Trepkowski y Wiktor Gorka, hacer los carteles de todas las películas en circulación.
Henryk Tomaszewski, que nunca se apuntó al Partido Obrero Unificado de Polonia (el partido comunista, con el poder en monopolio), aceptó a condición de no aguantar interferencias y hacer las cosas a su manera, que no era otra que dejar a un lado la figuración narrativa para desplazar la importancia a la idea gráfica, al signo. Intentaría quedarse con la esencia de la película y expresar esa esencia con su propio lenguaje, a partir de la impresión que el filme le causara, ya fuese comedia, drama, bélico o romántico. Nada de reconocibles estrellas de la pantalla ni descripción de escenarios significativos: idea, signo, impresión, grafismo, inventiva visual, tipografía manual… Como Saul Bass en Hollywood, pero bastante antes.
Durante años, este encargo de cientos de carteles se convirtió en el laboratorio donde se fue acuñando el sello de la escuela polaca, contrapuesta con su cálida disposición inventiva a la fría y tipográfica ingeniería de la escuela suiza.
Son años en que un compacto grupo de artistas trabaja sus carteles entre películas contemporáneas, tapas de libros, jazz experimental, permisividad erótica (Walerian Borowczyk, famoso por cintas escandalosas como Cuentos inmorales y La bestia, empezó pintando carteles), vanguardistas magazines de estilo y diseño, lo que llamamos cultamente lifestyle, como Tyija y sus antológicas portadas; años en que aparece un inesperado sentido del juego y la indagación, en una atmósfera de nuevo optimismo, y ahí el exuberante genio de Tomaszewski hace eclosión. Lo que estaba inventando con los carteles de películas era de tal calibre que en la Exposición Internacional de Carteles Cine-matográficos de Viena de 1948 se llevó los cinco primeros premios.
Otros gigantes del cartelismo como Roman Cieslewicz o Jan Lenica emigraron pronto a París, la segunda patria de los artistas e intelectuales polacos.
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Henryk Tomaszewski nació en Varsovia en 1914, en una familia de músicos a quienes hizo poca gracia que a su hijo violinista le gustase más dibujar.
A los veinte años se graduó en la Escuela de Artes Gráficas, especializado en dibujo y litografía, y siguió estudiando cinco años en la Academia de Bellas Artes, hasta licenciarse en 1939. Ya en 1936 colaboraba en el semanario satírico Szpilki, influido por Grosz y Heartfield. Colaboró también en otra revista de Lublin, Stanczyk; vivió en Ldo; hizo escenografías para el teatro Syrena; empezó en 1947 con los carteles de cine y en 1952 inició su ciclo de profesor, al ocuparse del Aula de Cartelismo de la Academia de Bellas Artes de Varsovia, donde se jubiló en 1985, tras una fecunda labor pedagógica que atraía a becarios de todo el mundo, estudiantes que, como los alumnos polacos, aprenderían a encontrar con él un lenguaje propio y a trabajar libremente, que era a lo que incitaba (muchos, entre los cuales Pierre Bernard, el fundador del colectivo francés GRAPUS). En esa época ya había sido admitido en asociaciones internacionales y premiado por la correspondiente Royal Society británica. Ya era tan reconocido que Fabrizio Schiavi diseñó una fuente, la Moore 003, a partir del cartel que Tomaszewski creó en 1959 para la exposición del escultor, jugando con el contorno de las letras y los característicos vacíos de las esculturas.
Reconocían el arrollador talento demostrado en sus carteles. En medio de una producción nacional muy cualificada, aunque tendente a cierta solemnidad y a un cromatismo ceniciento, Tomaszewski desplegó desde el principio una libertad de acción asombrosa, a la larga muy influyente. Forjado en un sólido y prolongado aprendizaje escolar, en las revistas satíricas y la continuada producción de carteles de cine, aportó colorido, espontaneidad, humor, surrealismo, inmediatez, imaginación, poesía, provocación, juego con el espectador, gusto por sorprender…
Tenía inquietudes variadas y durante años se ocupó también de la dirección artística de un grupo de teatro mímico, Polska Pantomima, en la línea de Marcel Marceau.
Si amplió tanto el registro del cartel, incomensurablemente más allá de la rígida pauta del icono estalinista, envarado y épico, ejemplar y mesiánico, es porque entendió su carácter de género fronterizo, fagocitador de recursos, y lo explotó al límite, sin quedarse en la costumbre litográfica. Pintura, collage, rotulación, fotografía, todo cuanto flotase alrededor podía ser combustible para cargar de energía expresiva los carteles.
A sus alumnos decía que como instrumental bastan un lápiz, un pincel y unas tijeras, que el resto es imaginación. Y todo el tiempo del mundo para bocetos, tanteos y dar vueltas a las ideas, hasta condensarlas en una síntesis potente. Dejó desde el principio a un lado la figuración narrativa y dio prioridad al signo, no para contemplarlo sino para leerlo de un vistazo, descifrarlo. “Simplemente cambiamos una imagen para mirar por una imagen para leer…”. Su vida, decía, era una búsqueda de signos comprensibles para todo el mundo. Y en Japón sin duda le comprenden. Le aman especialmente, como a Gaudí y al acueducto romano de Segovia. Ven en sus carteles la poesía concisa del haiku, el esqueleto caligráfico donde palpita la idea, la descarga eléctrica del koan. Hay en toda su obra ese empeño minimalista, aforístico, como acertijo, canción infantil, abreviatura, que se sirve de signos, letras, símbolos, atajos, recortes, metáforas, precisión, gag, laconismo, alusiones, guiños, sobreentendidos, para despertar en el espectador una recepción imaginativa, cómplice.
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Pocas experiencias tan estimulantes como los carteles de Tomaszewski. Entraban ganas de conocerle en persona. En las fotos parece siempre el genio que acaba de salir de la lámpara. Habría sido posible acercándose a la Universidad, pero acababa de jubilarse. Teniendo en cuenta el virtual estado de sitio, intentar ir hasta su casa era complicado: la incómoda sensación de estar siendo a todas horas vigilado no obedecía a paranoia peliculera. Durante su vagabundeo, el extranjero avispado podía con disimulo descubrir en las proximidades a los dos secretas de turno tras sus pasos, entre Hernández y Fernández y personajes esperando a Godot.
Mi estancia terminó, y más aún después del accidente de Chernobyl, que allí vivieron en la inopia, merced a férreo apagón informativo: buena falta habrían hecho unos cuantos carteles.
Tomaszewski siguió trabajando unos años, cada vez más depurado y conciso el lenguaje de sus carteles, cada vez más parco el vocabulario y más diamantinas las ideas. En 1983 había exhibido su carácter juguetón al desafiar la prohibición militar de usar el signo churchiliano de la victoria, los dedos de la mano en uve: lo hizo con los dedos de un pie verde en un cartel para una obra teatral de Gombrowicz. Unos de los últimos, el de Ars Erotica, obra de un artista octogenario, es todo un manifiesto vital, ese trazo que es a un tiempo vellón y pájaro.
Por entonces, en 1993, Enrique Flores, que como todo dibujante que se precie había detectado su brillo, intentó visitarle en su casa varsoviana pero la mujer le explicó amablemente que su tocayo estaba bastante enfermo y no podía ser.
Con Wojtyla y Walesa como nuevos jefes locales, el capitalismo se restablecía en el país, y la globalización reintegraba a Polonia a la Europa Occidental. La publicidad comercial y los estándares norteamericanos ocuparon en lenta marea el escenario y relegaron poco a poco a los museos y al coleccionismo los carteles de la peculiar escuela polaca.
Pero a Henryk Tomaszewski, su genio irrepetible, una vez instalado en sus carteles va a ser difícil volver a meterlo en la lámpara. Texto: Luis Pérez Ortiz