MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Ilustradores del Quijote


Don Quijote de la Mancha es uno de esos libros que todo el mundo conoce, pero casi nadie ha leído, es decir, una obra universal, como La Ilíada o La divina comedia. Prácticamente todo el mundo sabe quiénes y cómo son sus personajes principales y posee algunas nociones de su argumento. Los artistas gráficos no han sido ajenos a la fijación de la imagen de don Quijote y Sancho en el imaginario colectivo. Son muchos los ilustradores que se han ocupado de acompañar el texto con sus imágenes, desde sus primeras ediciones en el siglo XVII. Numeroso y significativo es también el número de artistas que han incorporado la iconografía cervantina a su obra personal.

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He escuchado decir en centenares de ocasiones que los diseñadores gráficos no leemos. No es cierto. Mejor dicho, no es cierto del todo. No he frecuentado los domicilios particulares de mis colegas, así que no puedo evaluar la calidad de sus bibliotecas, pero he conocido a muchos de ellos que llevaban siempre algún tipo de lectura en sus bolsos o maletines (los que tenemos ciertas querencias literarias solemos alojar el libro que estamos leyendo en un bolsillo del abrigo o la americana, no me pregunten por qué). Supongo que lo de llevar encima un manojo de hojas impresas y encuadernadas se ha convertido en una costumbre de tiempos pasados, pero es que es precisamente del pasado de lo que yo estoy escribiendo.
También he conocido un número no pequeño de diseñadores gráficos que sencillamente no leían en absoluto, algo inconcebible para los que pretenden ganarse la vida con la comunicación visual y a los que habría que suponer una formación humanística de cierto peso. En estos casos, no es necesario conocer sus bibliotecas: basta con charlar cinco minutos con ellos (digo ellos porque ellas siempre leen).
Por mi parte, sólo puedo decir que camino de culminar mi séptima década de existencia, y haciendo recuento de lo vivido, puedo asegurar que los libros han sido para mí la fuente más fiable y constante de felicidad en todos estos años. Para entregarse al desenfreno lector no son necesarios cómplices, ni la penosa inversión de tiempo y dedicación que requieren otros placeres. Mi vida no habría sido la misma sin García Márquez, Flaubert, Stevenson o Pavese, pero si tengo que hablar de una lectura fundamental en mi vida, no tengo miedo a defraudarles con una obviedad, ésta ha sido El Quijote, obra de ese enigmático autor que se llamó Miguel de Cervantes.
El Quijote es uno de esos libros que todo el mundo conoce, pero casi nadie ha leído. Hasta el día de hoy, yo lo he leído cinco veces (a razón de una vez cada diez años, aproximadamente) y espero volver a hacerlo alguna más. Cada nueva lectura te depara un libro diferente, nuevos matices y dimensiones que apenas habías sospechado la primera vez que te asomaste a sus páginas.
Mis padres no eran lectores. En la casa familiar había muy pocos libros, casi todos novelitas sin ningún interés, pero entre las pocas pertenencias que había dejado mi abuelo, mi madre guardaba con cierta reverencia una lujosa edición de El Quijote en dos tomos, publicada por Salvat en 1916. Se trata de libros grandes, pero ligerísimos, para ser leídos en casa, abiertos sobre una mesa o bien para, sentado en un cómodo sillón, hacerlos descansar sobre el regazo. Cuando hoy los rescato de mis estanterías, revivo aquella primera sensación de ir recorriendo sus páginas, enmohecidas y fragantes, para tropezar, de tanto en tanto, con alguna lámina de papel satinado donde se reproducía alguna de las ilustraciones de Daniel Urrabieta Vierge (Getafe, 1851 – Boulogne-sur-Seine, 1904).
Vierge (que era así como firmaba) fue un ilustrador español afincado en Francia desde su temprana juventud. Aunque la parálisis de la mitad de su cuerpo, como consecuencia de un ataque de hemiplejia, le había privado de la capacidad de leer y escribir desde los 30 años (se veía obligado a firmar sus dibujos copiando la firma de antiguos trabajos), recuperó prácticamente intacta su capacidad para dibujar, de la que dan cuenta las más de 250 ilustraciones hechas para El Quijote por encargo de un editor francés, eso sí, con la mano izquierda, a pesar de haber sido diestro. En el país vecino Vierge gozaba de una inmensa popularidad y se le había comparado en alguna ocasión, favorablemente, con Gustave Doré. De su prestigio da cuenta su amistad y colaboración con un gigante de las letras como Victor Hugo. Obviamente, en este país nuestro continúa siendo un perfecto desconocido.
Así pues, en aquella primera lectura del clásico de Cervantes, contando yo 16 o 17 años, me acompañó aquel olvidado ilustrador, cuyos dibujos fueron estímulo y acicate para mi imaginación. Seré franco: aquella primera lectura me resultó dificultosa y escasamente recreativa. El castellano del siglo XVII está trufado de palabras o giros lingüísticos perfectamente desconocidos para un lector del siglo XX, es casi como si habláramos de un idioma distinto. En este sentido, imagino que los lectores de las diversas traducciones de esta obra han jugado siempre con la ventaja de acceder a la misma a través de un lenguaje mucho más actualizado y próximo a su tiempo que los que lo hemos hecho a través del original. Borges confesaba haber leído El Quijote, por primera vez, en inglés –el muy truhán–, lo que sin duda supuso una ventaja para él. Por ello, la reciente “traducción” al castellano moderno que ha acometido Andrés Trapiello me parece un trabajo necesario y meritorio, aunque no puedo dejar de sospechar que, sin la música del castellano antiguo, las andanzas del caballero de la Triste Figura habrán perdido parte considerable de su encanto.
Acceder al Quijote a una tierna edad rompió en mí todas las prevenciones y prejuicios que han llevado a mis contemporáneos a no haber tenido siquiera la tentación de leerlo. Que durante muchos años fuera una lectura obligatoria y que se haya convertido en una especie de libro sagrado de la literatura universal no ha contribuido seguramente a hacerlo simpático a los ojos de los lectores. Podemos estar seguros, en todo caso, de que el autor no se sentó en su escritorio, pluma en mano, dispuesto a poner los cimientos de la novela moderna y de la metaliteratura (aunque sin duda le movería su afán, siempre postergado, de construirse un prestigio literario).
Si Cervantes hubiera sido uno de nuestros contemporáneos, quizá le hubiera tentado el cómic o la televisión. En El Quijote hay un tipo de comedia visual que lo emparenta con el cine de Chaplin o Keaton, pero también hay tragedia, drama, poesía… El hidalgo enloquecido, ese señor Quijada o Quesada –o como quiera que se pudiera haber llamado– es, fundamentalmente, un soñador que anhela un mundo utópico donde reinen los grandes valores que hacen de la especie humana un fenómeno tolerable. Pero es también un ser egocéntrico, con una manifiesta voluntad de poder que lo lleva a dar rienda suelta a ese pequeño tirano que todos llevamos dentro. Es, a la vez, un libertario y un tirano. Es un ser risible y admirable a un tiempo. Es el líder y es el amigo (y como a tal le llorará Sancho al final del libro). Está loco, en efecto, pero es también un razonador sensato e, incluso, lúcido. Ha nacido para la derrota y para la gloria a un tiempo. En su fracaso hay una dignidad infinita.
En tiempos en los que nadie parece dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos, a uno le reconcilia releer las palabras del viejo caballero cuando, hacia el final del libro, vencido por el de la Blanca Luna (el Bachiller Sansón Carrasco, convenientemente disfrazado), tendido su cuerpo maltrecho sobre la arena de la playa de Barcelona y con la punta de la lanza a un palmo del rostro, insiste en su verdad y la lleva a sus últimas consecuencias:
“Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra”.
El Quijote, que era una parodia de los libros de caballerías, nació con la sana y sencilla intención de entretener a sus contemporáneos. Con frecuencia, al lector actual se le escapan rasgos humorísticos que eran evidentes para el lector de la época. Al lector distraído del siglo XXI puede no parecerle especialmente chocante que un señor de 50 años se pasee vestido con una armadura por La Mancha del siglo XVII, ya que es un tiempo que nos cae demasiado lejos, pero para cualquier manchego de la época hubiera sido una imagen delirante ver a un anciano (pues en aquella época los señores de mediana edad estaban lejos de ser maduritos interesantes) ataviado como un guerrero medieval, que hablaba con mucha pompa de gigantes y reinos míticos.
Mucho se comenta –con falsa pesadumbre y muy poco velado orgullo– de que el nuestro es un país de Quijotes y de que Cervantes supo trasladar a su personaje la esencia de lo español. Me parece increíble que se pase por alto el hecho evidente y fundamental de que entre las decenas de personajes que habitan la obra de Cervantes sólo hay un Quijote: son los demás los que nos ofrecen un amplio y rico fresco del carácter español, si es que tal cosa existe. Don Quijote es un ser único, un excéntrico, un incomprendido, en un paisaje poblado por curas, bachilleres, bandidos, campesinos, venteros o aristócratas no especialmente ejemplares. Es cierto que para las debilidades de todos ellos tiene Cervantes una mirada amable y comprensiva, pero no es menos cierto que no suponen, entre todos, un compendio de grandes virtudes humanas. Como escribía León Felipe:
“Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. / Se murió aquel manchego, aquel estrafalario fantasma del desierto y… / ni en España hay locos”.
Por otra parte, el lector sólo llega a conocer medianamente bien a los dos protagonistas principales, Quijote y Sancho. Las conversaciones entre ambos constituyen algunos de los fragmentos más sabrosos del libro. Como en las modernas series de televisión, el autor se da el tiempo suficiente para desarrollar y profundizar en el carácter de sus personajes, de tal suerte que, hacia el final de la obra, ambos defraudan cualquier tentación de someterlos a esa rígida categoría con la que han pasado al imaginario popular: Quijote como el visionario soñador, y Sancho como el hombre rústico y realista. Especialmente en la segunda parte de la obra, Quijote empieza a dar muestras de un gran sentido práctico y Sancho se da el gusto de empezar a soñar y pensar a lo grande, contrariando, incluso, la primera descripción que de él hace el propio Cervantes, que en su presentación lo describe como a alguien de pocas luces.
Cervantes da las precisas coordenadas para que imaginemos a su protagonista y para que los futuros ilustradores construyan, entre todos, su imagen pública: “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro…, alto de cuerpo, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, los bigotes grandes, negros y caídos”.
Como señala el gran especialista en el Quijote, Martín de Riquer, esta descripción se adapta como un guante a la que un contemporáneo de Cervantes, el doctor Huarte de San Juan, hace de los hombres ricos de inteligencia e imaginación en su obra Examen de ingenios (1575).
Del aspecto de Sancho, el escudero, apenas nos dice nada el autor. Hemos de suponerlo más bajo y rechoncho que su amo, aunque en una ocasión se le describe como largo de piernas. Los ilustradores han fijado su imagen, en cualquier caso, como contraposición a la de don Quijote, subrayando así su carácter terrenal (aunque es difícil despachar con semejante descripción a un personaje que se lanza a la aventura bajo la promesa de que se hará merecedor del gobierno de alguna de las islas que conquiste su señor).
Como decía, no hace falta haber leído El Quijote para tener una idea muy clara del aspecto de sus dos protagonistas, especialmente en su país de origen, donde es prácticamente imposible no haberse tropezado con algún producto o establecimiento que haya adquirido el nombre de nuestro hidalgo, desde una pastilla de jabón a un bar de carretera. El precio de la universalización de su imagen ha sido la cantidad de mediocridad gráfica y plástica que se ha perpetrado en su nombre, comenzando por aquella espantosa serie de dibujos animados con que, hace ya unos cuantos años, la televisión española pretendió disuadir, de una vez por todas, a toda una generación, de la lectura de El Quijote. De las obras escultóricas inspiradas en Quijote y Sancho que nos asaltan en algunas rotondas, mejor no hablar.
Quijote ha dejado de ser un personaje de ficción para convertirse en un mito. No sólo han dibujado al Quijote los ilustradores de sus diversas ediciones impresas, sino que artistas de todo tipo y condición lo han incorporado a sus obras, como quien hecha mano de la representación de un dios griego para hablar de alguno de nuestros temas eternos, ya saben, el amor, la muerte, el paso del tiempo, la pasión, el poder, etc. Don Quijote nos sirve para hablar de la eterna batalla entre la realidad y el deseo, pero también para reflexionar acerca de la débil frontera entre la razón y la locura. Quijote es un héroe cuyo ejemplo no queremos seguir, pero al que no podemos dejar de admirar o, al menos, de comprender.
Si hecho la vista atrás, me doy cuenta de que cada nueva lectura del Quijote, a los 30, a los 40, a los 50, a los 60, ha supuesto el colofón y el inicio de una etapa vital. A los 30, don Quijote me contagió en parte su locura y me metí en algunos líos que desafiaban mi pobre capacidad. A los 40, declinando mi juventud y con demasiados fracasos a mis espaldas, encontré en nuestro hidalgo consejos muy útiles y provechosos, e intuí que todos aquellos fracasos habían sido mi victoria casi definitiva contra el miedo. A los 50, con la misma edad de don Quijote, recordé que, aunque la juventud ya no quisiera acompañarme, aún era posible salir a los caminos y desafiar a los gigantes, cada vez más numerosos, sí, pero también menos temibles.
De la última lectura, aún estoy sacando conclusiones. Las líneas precedentes son, tal vez, algunas de ellas. Publicado en Visual 191

Texto: G, diseñador jubilado

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