En 1922 Francis Picabia realizó una inquietante pintura que lleva dos leyendas, en la parte superior puede verse el título que hemos tomado prestado para este artículo, LA NUIT ESPAGNOLE y en la parte inferior, caligrafiada en castellano, la apostilla Sangre Andaluza. Que este señalado artista parisino tratara estos temas no es de extrañar ya que su primer apellido era Martínez y a temporadas se refugió en nuestro país buscando un clima más saludable que el de Europa en guerra. No sé si sería por su ascendencia hispana o por algo que se tomaba, pero España a Picabia le cambiaba el metabolismo, era otro y si no que baje Dios y lo vea. En aquellos años ejercía de enfant terrible del dadaísmo, movimiento que fue considerado como el anti-arte y que hoy rendimos culto convirtiéndolo en el anti-artículo puesto que no vamos a hablar para nada del manifiesto de Tzara, la poesía fonética, los objetos casuales y todo aquel déjà vu. Publicado en Visual 166
Así que Picabia, ariete de la transgresión artística más radical que han conocido los tiempos; Picabia, que exponía sus dadaísmos maquinales en la mítica sala neoyorquina 291; Picabia, que publicaba en la revista 391 –decisiva en los trasuntos del diseño porque era la prolongación en papel de la mencionada galería de arte–; ese Picabia, que dibujaba flamencas que parecían sacacorchos hidráulicos, venía a España y se cascaba unas manolas –en el buen sentido– al más puro estilo de los viajeros románticos decimonónicos que reflejaban, con trazos relamidos, el típico tópico pintoresco. “A las personas a las que no les gustan las máquinas, les propongo unas españolas”, decía él mismo.
¡Si Stevenson levantara la cabeza! podría escribir El extraño caso del doctor Picabia y míster Martínez, segunda parte de aquella célebre novela donde narra los trastornos del doctor Jekyll con su alter ego. Dos estilos artísticos antagónicos, casi que dos mundos paralelos y un solo artista verdadero, el problema estaría en determinar cuál era el auténtico Picabia, el dadá o el gagá. No vamos a negar que el tipismo era un género alimenticio en pintores como Zuloaga o Sorolla que trabajaban por encargo para la Hispanic Society of America pero también el dadá parecía ser una pose forzada –cuando no forzosa– en algunos pintores que lo respaldaron como Duchamp, Picasso, Modigliani o Kandinski que no podían desear sinceramente la fractura del arte que cultivaban.
Es difícil encontrar una explicación al trastorno bipolar de aquel hombre como no sea recurriendo al arquetipo de la Sombra que el psicólogo Carl Jung estaba perfilando entonces, espoleado por los avances de Freud respecto al subconsciente. Picabia era un impresionista que adoptó aquella pose vanguardista por cuestiones ambientales –por su apego a Duchamp más que nada– mientras que en su personalidad subyacían otros impulsos artísticos, lo que Jung llamaba la Sombra, era ver una española y se revolvían las entrañas del doctor Martínez. Después de psicoanalizarle diríamos que nuestro paciente era un artista que gozaba de buena salud mental ya que no reprimía esas tendencias inferiores sino que daba rienda suelta a su alter ego cada vez que se le ponía a tiro una modelo, fuera de Cuenca, de Finisterre, de Almendralejo o de Barcelona. Lo hizo desde su primera visita en 1902 y durante el resto de su vida.
Dadá en cambio fue tan celebrado como breve. De la misma forma que los padres anglófonos se emocionan cuando su bebé dice da-da por primera vez pero, pasado un tiempo, ya están deseando que diga cualquier otra cosa, aplaudamos como se merecen las ínfulas articidas de Picabia pero convendremos que también es de celebrar que las superara para concebir un lienzo con sello propio como es La Noche Española. Abundando en el casticismo de la imagen podría decirse que Dadá fue herido de muerte al entrar a matar ya que no solo no acabó con el arte (salvo quizá con el de Duchamp) sino que dio lugar a nuevas formas. A ver si nos manejamos en el argot taurino para describir el lance: Iba Picabia montado a la grupa del dadaísmo, asestando al arte rejones de muerte cuando el morlaco, herido en su amor propio, le empitonó apeándole del caballo. No fue como Saulo que se trastabilló deslumbrado por una luz cegadora sino que cayó de bruces, su jumento le pisoteó los cataplines, arena de la plaza tragó como para fabricar doscientos relojes y el arte se ensañó con él proclamando: Dadá ha muerto.
Los funerales por el Picabia dadaísta se reseñan hoy como el bautizo del Picabia surrealista, aunque en La Noche Española el surrealismo no se huele todavía, es una viñeta de gran formato, un afiche, no hay más que verlo: dos siluetas de tamaño natural, un bailaor de flamenco y una mujer con dos dianas sobre su cuerpo desnudo que simboliza España… o quizá fuera Andalucía, no sé, hay gente que las confunde pero ¿dónde está la sangre? Ni rastro de ella en los impactos de bala que perforan ambas figuras. La noche española a la que alude Picabia eran las tinieblas que se ceñían sobre el país en el año 1922, cuando fue pintado el cuadro. Dramática era la situación y aciagas las tres o cuatro décadas que la precedieron como para que quepa ninguna duda. Durante la noche española se produjeron tres magnicidios, muy reciente estaba el de Dato en 1921 y lo bastante cercanos el de Canalejas (1912) y Cánovas (1897). La cifra de líderes políticos y sindicales asesinados podía multiplicarse por diez, Evelio Boal (1921) Francesc Layret (1920), Pau Sabater (1919), hasta remontarnos a la semana trágica de Barcelona. Las últimas derrotas militares frente a Marruecos (1921) y USA (1898) con la pérdida de las colonias ultramarinas acotaban un cuarto de siglo desgraciado, de ahí que el artista parisino de ascendencia hispanocubana le pusiera ese título. La noche española –noche cerrada sin luna– había caído durante el periodo regeneracionista, no es imprescindible una dictadura para sufrir la lacra del terrorismo, crisis y agitaciones violentas también pueden producirse en ordenado bipartidismo como bien sabemos.
Sangre andaluza hay en el baile flamenco por más que, de las figuras de aquel tiempo, Vicente Escudero fuera pucelano, Carmen Amaya catalana, la Argentina y la Argentinita de donde su propio nombre indica, lo mismo que Imperio Argentina. Según Ramón Montoya, que era madrileño, el mejor bailaor sevillano de la época era Antonio del de Bilbao. Puro contraste, no hay medios tonos, no depende de cómo quiera uno ver la botella, si medio vacía o medio llena sino más bien de cómo se quiere ver al paciente, si medio muerto o medio vivo, en cualquier caso significa que lo encontramos igualmente grave.
En 1922 el país había tocado fondo, el nadir suele situarse en el verano de 1921 a consecuencia del desastre de Annual, un roto que por suerte no sucede cada año, a partir de ahí empezaron a pasar cosas. La reacción política la articuló la izquierda marxista con la fundación del Partido Comunista de España y la cultural, el flamenco con la convocatoria de certámenes para salvar el cante de su desaparición. El Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922 también tuvo sus contrastes: se engarzaron el baile y la pistola, contribuyeron a su difusión pintores como Zuloaga y Sorolla, intelectuales de varias disciplinas como Manuel de Falla, Federico García Lorca, Andrés Segovia, Ramón Gómez de la Serna y Edgar Neville, así como políticos y periodistas que acudieron a levantar cortinas de humo hasta el punto que oficialmente no se sabe a ciencia cierta quien lo ganó. En aquel mismo año, Picabia puso negro sobre blanco el dramatismo de la época sintetizando elementos de un simbolismo macabro que llegó a ser ostensible en sus óleos de 1937.
La historia había seguido su curso, en su pugna con el comunismo emergente la monarquía alfonsina ensayó dos regímenes militares consecutivos, la dictadura y la dictablanda, para acabar tomando las de Villadiego ante el empuje inicial de II República, la que Picabia pintó en tiempos de guerra en sus óleos La révolution espagnole y Femme au foulard rouge, ejerciendo de español como pocos. Hyde resultó tener más compromiso social que aquel grupo de intelectuales que hallaron en el Cabaret Voltaire de Zurich la motivación perfecta para mantener su obra al margen de la gran guerra. Le dolió España por el flanco izquierdo de comunista republicano, desarrolló un lenguaje específico para expresarlo y lo más característico de todo, caminó hacia atrás como los cangrejos, pasando de ser el no va plus de la modernidad a cartelista pinturero, como vemos en sus cartones de posguerra, representando a Imperio Argentina y el busto de un matador de toros.
El título de La noche española se ha recuperado en varias ocasiones, como genérico de espectáculos musicales, conferencias, exposiciones o cualquier tipo de recopilación variopinta, la más importante fue sin duda en 1991 cuando Ángel González, catedrático de historia del arte de la Universidad Complutense de Madrid, retomó el hilo en uno de sus interesantes ensayos, Consideraciones sobre el funcionamiento de las representaciones de «lo español» en el arte europeo moderno y de vanguardia donde, en lo tocante a este particular, concluía que “Dadá no es más que la pintura en estado de economía de guerra y Picabia es su alarma; la hora de su despertar excitado”. El interés de aquel artículo se vio ratificado en 2006 cuando el Museo Nacional Reina Sofía organizó la exposición La noche española: flamenco, vanguardia y cultura popular (1865-1936) que reunía alrededor de 400 obras entre cuadros, esculturas, carteles, fotogra-fías, películas, piezas de vestuario y objetos varios, dando lugar a muestras itinerantes y disertaciones que giraban en torno a la interrelación entre la génesis del flamenco que conocemos y las corrientes más innovadoras del arte contemporáneo, a través de artistas como Manet, Picasso, John Singer Sargent, William Merritt Chase, Sorolla, Julio Romero de Torres, Ignacio Zuloaga, Ramon Casas, Joan Miró y un generoso etcétera.
Me hubiera gustado comentar con D. Ángel González García algunas cuestiones al hilo de lo que dejó escrito sobre este particular, lamentablemente es tarde, puesto que ya falleció, así que lo dejaré al viento. Como pasa casi siempre cuando se escribe sobre flamenco desde la perspectiva histórica, al final el duende se evapora por entre las brumas de lo incierto, que es donde le gusta morar hasta que algún artista de inspiración le convoca sobre el escenario. Hay muchos cronistas que lo intentaron pero al final sus libros versan más sobre su especialidad que sobre el flamenco, eso puede ser debido a dos razones bien distintas, la primera que el duende es insondable, mágico, irreal y por lo tanto, esquivo; la otra –y la que yo creo más probable– es que se suele utilizar como excusa para escribir sobre lo que nos apasiona pero aparentemente a nadie más le interesa, sea el extraño caso del dr. Picabia y mr. Martínez, la música andalusí, el barroco de ultramar, la escuela bolera, la tonadilla escénica, la zarzuela primitiva o lo que sea. En este país si alguien quiere sacar la historia de algo, del diseño gráfico por ejemplo, le recomiendo que titule su libro “El diseño gráfico y el Flamenco”, que no le preocupe no saber nada sobre el tema. Es lo que todos hacen. Texto: Tomás Sainz Rofes