Jean Dubuffet (1901-1985) detestaba la ortodoxia intelectual, la artística, la cultural.
No fue el resultado de un proceso de descreimiento, como el de quienes estudian una carrera y, al terminar, de golpe la aborrecen. Era rebelde por naturaleza. Cuando intentó desarrollar su talento artístico acudiendo a centros oficiales tuvo serias dudas sobre si dedicarse a ello o no. Primero estudió Bellas Artes en la escuela oficial de Le Havre, su lugar de nacimiento, y luego se trasladó a París para continuar la formación en la Academia Julien.
No eran dudas sobre su capacidad lo que le aquejaba, ni dificultades para intercambiar inquietudes, porque se hizo amigo de otros artistas en ciernes, como Raoul Dufy, Max Jacob, Fernand Léger y Suzanne Valadon, sino un escepticismo radical hacia las enseñanzas que oficialmente le proponían. ¿Servían para algo aquellas disciplinas anacrónicas? ¿Tenía algo que ver con el verdadero arte, si es que tal cosa existe? ¿No era más bien una especie de lengua muerta?
Códigos rígidos que eran copiados sumisamente sin dejar lugar alguno a la pulsión, la espontaneidad, la pasión, la improvisación, la inventiva.
Dejó los estudios y continuó el aprendizaje por su cuenta. No renunció a mantener intereses diversos: la música y la literatura, además de la pintura; los idiomas, los viajes…
Los viajes no sólo le llevaron a ciudades occidentales como Nueva York o Buenos Aires, sino también a lugares difíciles como el Sahara, por donde anduvo despacio en varias ocasiones.
Entonces ya estaban publicados los trabajos de campo de Margaret Mead, Bronislaw Malinowski y otros cultivadores de una antropología nueva, que no presentaba con paternalismo colonialista a las culturas indígenas ancladas en estadios de evolución anteriores al nuestro, y por ello primitivas, sino como desarrollos paralelos, regidos por cosmovisiones distintas.
En cierto momento de su proceso autodidacta hizo un primer intento de dedicarse profesionalmente a la pintura, pero lo abandonó en 1924, durante 8 años, para centrarse en el comercio de vinos, la ocupación tradicional de su familia.
Hubo todavía un segundo intento, también seguido de abandono.
Fue a la tercera, en 1942, cuando empezó la definitiva producción de sus pinturas y escritos durante cuatro fértiles décadas.
Las vacilaciones iniciales eran comprensibles: veía a la pintura de su entorno como una herencia grecorrenacentista tan rígida como hueca, reducida a esterilizantes reglas académicas.
Para Dubuffet el arte no era esa pasiva adecuación a códigos sino invención, ímpetu creador; impulsos y chispazos que determinan el hecho artístico, aunque den resultados en nada parecidos a lo institucionalmente considerado como tal.
Ya conocía los estudios sobre dibujos de psiquiatrizados que en 1922 publicó Hans Prinzhorn con amplia acogida.
Tras la Segunda Guerra Mundial el gusto francés andaba deprimido. Las vanguardias artísticas habían acabado provocando fatiga. En las escenas de mitología clásica se buscaba un elevación con que evadirse de los duros recuerdos bélicos.
Para Dubuffet no era esa función escapista la propia del arte. Su radical disidencia, una rebeldía personalizada e innegociable, se parecía a una especie de enmienda a la totalidad. El arte de los años cuarenta estaba muerto: no había el menor vestigio de la vitalidad creadora que le apasionaba. Para armarse de referencias con que profundizar en la comprensión del asunto, fue reuniendo a partir de 1945 trabajos con los que se alineaba, hechos por gente “primitiva”, o marginal o asilada en sanatorios o presidios; o por pintores y escultores sin entrenamiento escolar, o por niños de imaginación autónoma, no domesticada por el tratamiento educativo…; personas que, según le parecía, no estaban contaminadas por una cultura mortífera y conservaban intactas la espontaneidad y la capacidad inventiva.
No es que diera por buenos y coleccionables los trabajos sólo con que fueran obra de, pongamos, un esquizofrénico. Se ceñía a apreciar la vitalidad artística, sin entrar en consideraciones médicas sobre eventuales psicopatologías, que para él no venían a cuento. No se trataba de buscar lo epatante, sin más, sino de abrir caminos para sobrevivir a la inanidad estética imperante en museos, galerías y publicaciones del ramo.
Para organizar lo coleccionado y propiciar investigaciones sobre el material, en 1948 fundó Dubuffet la Compañía de l’Art Brut, asociación sin fines lucrativos, con socios como Jean Paulhan y André Breton, a pesar de que en el documento fundacional el surrealismo, que Breton tenía por herramienta revolucionaria, es considerado mera modalidad del arte oficial, al igual que el naif.
Revolucionaria sí es la serie de condiciones que ese documento fundacional establece para el Art Brut. Engloba “producciones de todo tipo (dibujos, pinturas, bordados, figuras modeladas o esculpidas, etc.), que tengan un carácter espontáneo y muy creativo, lo menos relacionadas posible con lo que se entiende normalmente por arte y con los principios culturales, y de las que sean autores personas desconocidas, ajenas a los centros artísticos profesionales”. Y engloba “formas de creación que no sean meras variaciones de las obras de arte homologadas, como lo son, por ejemplo, el arte llamado ‘naif’, o el arte llamado ‘surrealista’”.
Asimismo, los estatutos prohíben vender o ceder las piezas. Querían estar fuera del mercado y de los circuitos artísticos convencionales.
Los ejemplos reunidos al principio eran escasos, como lo es la invención totalmente personal en cualquier campo. La rareza, lo imprevisible de su inspiración y recursos, la ocasional tosquedad de los materiales, los volvían chocantes. Respondían a un impulso febril, una postura exaltada. ¿Van a ser por eso reflejo de una patología? ¿Porqué rebosan inventiva? El arte procede de estados semejantes a la manía y el delirio, que pueden ser fases culminantes y fructíferas de una psicología normal.
A lo mejor lo patológico es más bien la incapacidad de inventar y crear.
Que muchas de las personas autoras de las piezas vivan aisladas permite ver que el encierro y la soledad propician la invención de soluciones personales y desacostumbradas. Marcadas a menudo, sí, por una intensidad obsesiva.
Se estableció una sede en el Centro de l’Art Brut, en los sótanos de la Galería René Drouin, parisina Plaza Vendôme. En 1948 y 1949 se expusieron allí los trabajos de Joseph Crepin, Adolf Wölfli, Alöise Corbaz, Heinrich Anton Müller o Jeanne T. (la médium), destacados componentes de la primera cosecha Brut.
Si los casos de Alöise o H. A. Müller, internados en sendos sanatorios mentales pueden, por ser sus obras indiscutiblemente interesantes, justificar que Dubuffet minimizara los diagnósticos médicos, distinto es el caso de Adolf Wölfli, en el que intervenía también la justicia, a causa de su tendencia a agredir a niñas. Por su carácter de peligroso perturbado se le recluyó en 1895 en la clínica de Waldau hasta su muerte, 35 años después. En 1899 empezó a dibujar y desarrolló también habilidades en escultura y música. Con el paso de los años, la exitosa venta de sus obras le proporcionó cierta fortuna. Más adelante escribió una autobiografía de rotundo título: De la cuna a la tumba. Vivió décadas aislado en su celda, solitariamente orientado hacia el Universo y de espaldas a los demás. Desde la celda, a través de sus creaciones, viajaba por otros mundos. En lo alto de su delirio proclamaba ser San Adolfo II. Su plástica minuciosa, maniática, posee varios rasgos comunes a trabajos de personas bajo vigilancia psiquiátrica, como el ‘horror vacui’ que lleva a rellenar cada milímetro cuadrado, o la repetición de acciones automáticas. Heinrich Anton Müller introducía en casi todos sus cuadros relojes que marcan las doce y media, vete a saber por qué. Alöise recogía papeles viejos, cartones desechados, y los cosía para tener más superficie, formando pliegos y rollos. Se lo curraba, diríamos hoy.
Lo que Dubuffet apreciaba en los trabajos de todos ellos era que reflejaban un apasionado vuelco de impulsos creadores, en la medida en que ese afán proporcionaba a vidas atormentadas una actividad compensatoria, siempre que fuesen capaces de plasmarla con suficiente consistencia. Y ahí, dada la urgente necesidad de tener algo respirable, no cabían ni la impostura ni disimulos, ni modas ni gato por liebre.
La propuesta fue recibida como lo que era, un intento de dinamitar el aletargado establishment artístico, y desencadenó violentos rechazos, reacciones tumultuosas, legiones de ofendidos.
En 1951 se disuelve la Compañía y las colecciones quedan a cargo de Dubuffet. Consigue que durante diez años se las custodie en Norteamérica un particular, el pintor Alfonso Ossorio, y en 1962 regresan a París. Resucita la Compañía, con sede ahora en Rue Sevres, 137. En 1964 se empiezan a publicar los Cahiers de l’Art Brut, cuyas páginas irán ofreciendo hasta cincuenta monografías dedicadas a los autores más relevantes del fondo. Por entonces lo forman 3.973 obras, de 130 creadores.
En 1976 ese fondo, ya considerablemente incrementado, se trasladó a su sede definitiva, el castillo de Beaulieu, de Lausanne, que en la actualidad alberga y gestiona un conjunto que alcanza ya las sesenta mil piezas.
¿Qué ha pasado desde que Dubuffet, provocando aposta un rabioso escándalo, presentó en París a su cuadrilla de freaks, con el mensaje de que los encontraba mucho más interesantes que los muermos de los museos o las exposiciones chic de la Rive Gauche?
De momento encontramos que la etiqueta inicial, “Art Brut”, se ha convertido en una familia de ellas: “Raw Art”, “Rough Art”, “Madmen Art”, “Arte Visionario”, etc. La que más nítidamente se ha impuesto es “Outsider Art” (Arte marginal). Designa un género artístico más, consolidado sin vuelta atrás, como demuestra el imparable incremento de su cotización.
No repasaremos la enorme lista de autores uno a uno interesantes, más allá de mencionar un puñado de imprescindibles: Janko Domsic, Jean Perdrizet, Noviadi Angkasapura, Bill Traylor o Lubos Plny.
Y la obra de Dubuffet, cuantiosa e inquieta y auténtica, su incansable investigación de texturas, arenosas unas, parecidas a barrizales o a escoria o a cartón mohoso o a herrumbre otras, o las series de las barbas, las damas desnudas o L’Hourloupe, lo veremos despacio otro día.
Sí da que pensar cómo el Sistema puede fagocitar impávido las maniobras más certeramente dirigidas a dinamitar su continuidad, y convertirlas en una rentable marca comercial, como ocurrió con el hippismo o el punk. Estómago financiero capaz de digerir piedras. Y, claro, es inevitable la impostura, el impostureo: pintar o dibujar “como si”, ya que se han liberalizado la paranoia, el trastorno bipolar, y más… Saque a pasear su esquizofrenia, que todos tenemos una chifladura en el trastero, y ahora es cool, sobre todo si da pasta.
¿Art Brut? Parece un contrasentido, porque lo común es asociar arte a refinamiento. Suena como si se dijera “Música ruidosa”, o “Belleza soez”: expresiones de corte paradójico.
No era un contrasentido para Jean Dubuffet, radicalmente opuesto a que el arte sólo pudiera ser refinado o sublime, y que ese virtuosismo lo decidan, además, las autoridades académicas, según la aplastante norma grecorrenacentista. O, peor aún, según los agentes del mercado, atentos a cómo fluctúan las cotizaciones en la danza bursátil de galerías, museos, marchantes, coleccionistas, críticos, comisarias y curadores.
No es que promoviese un agresivo feísmo meramente provocador, sino que mantenía a propósito del arte una idea por completo disidente y combativa, un órdago a la grande. La reproducción sumisa de modelos clásicos, la sujeción a los códigos vigentes, no valen nada. La espontaneidad, la invención, la iniciativa creadora, eso es lo inherente al arte, aunque implique primitivismo grotesco, salvaje crudeza, obsesión y delirio… En eso consiste la esencia humana todavía, y a Dubuffet le debemos que haya ampliado el espectro de nuestra mirada. Publicado en Visual 194
Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)