MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Las portadas de George Lois para Esquire


Hace algunos años, el MoMA de Nueva York dedicó una exposición monográfica a las portadas que George Lois, una leyenda viviente de la publicidad, diseñó para la revista Esquire. Lejos de conformarse con su importante papel de “vendedor silencioso”, las portadas de Lois gritaron desde todos los quioscos de los Estados Unidos y lo hicieron desde el ingenio, pero también desde la denuncia o el compromiso con los grandes temas de su época: el conflicto racial, la guerra de Vietnam, los magnicidios de la década, la redefinición del papel de la mujer o la violencia doméstica. George Lois, no contento con revolucionar la publicidad de su época, desembarcó en la redacción de Esquire para crear algunos de los iconos gráficos definitivos del siglo XX.

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Una de las cosas menos indicadas para un auténtico caballero (o para quien aspira a serlo) es someterse a cualquier tipo de disciplina que implique un esfuerzo físico innecesario y estéril. Las actividades deportivas, al margen de ser muy peligrosas para la salud, someten al cuerpo humano a unas posturas y extralimitaciones energéticas para las que, decididamente, no está diseñado. Correr es antinatural y sólo disculpable en casos de extrema necesidad, como en esos días en que van a dar las 9 de la noche y te das cuenta que se te han acabado las reservas de whisky irlandés.
En coherencia con esta convicción, puedo afirmar que durante toda mi vida he evitado concienzudamente cualquier tentación de hacer eso que llaman “ejercicio”. Creo haber salido airoso de este propósito. Hasta ahora me ha sido muy sencillo no traspasar los umbrales de esos lugares espantosos e iluminados como ascensores que se conocen con el nombre de gimnasios, donde la gente acude con unos aditamentos indumentarios que atentan contra las leyes más básicas de la armonía cromática, la estética y, en fin, la decencia. Me basta pasar a 20 metros de distancia de cualquiera de esos templos del derroche energético para que se enciendan todas mis alarmas ante esa pestilencia, mezcla de cloro, sudor, poca ventilación y linimento, que penetra de contrabando en mis delicadas y no pequeñas fosas nasales. El día que mi fisioterapeuta me insinuó la posibilidad de matricularme en uno de esos antros para acabar de arreglar mis maltrechas lumbares, tomé nota y actué en consecuencia: cambié de fisioterapeuta.
Sin embargo, para los varones de mi generación no ha sido tan sencillo evitar otra de esas situaciones que conjugan ejercicio físico e indumentaria ridícula: el servicio militar.
En 1970 fui llamado a filas. Yo sabía perfectamente que no sobreviviría, una vez me raparan mis largas melenas, me vistieran de color verde-putrefacción y me hicieran desfilar, haciendo el idiota, junto a decenas de otros tipos de mi edad con la testosterona a niveles alarmantes y el espíritu crítico entumecido. Lo peor de todo era la idea de someterme a la autoridad. Si ya me parecía intolerable la que había ejercido mi padre, que era un bendito ¿qué podía esperar de aquellos semi-analfabetos sargentos, intoxicados de patria y aguardiente?
Cuando me llegó la carta que ordenaba mi reclutamiento no tenía un plan, sólo sabía que yo no podía, de ningún modo, ir a la “mili”. Decir no era, sencillamente, ingresar en prisión y algo así como una renuncia a tus derechos ciudadanos (los pocos que había en aquella España de correajes y correosos).
Un par de años atrás nos había llegado a este país la noticia, como un eco lejano, de que el gran campeón de los pesos pesados de boxeo, Muhammad Ali, al que nosotros nos empeñábamos en seguir llamando Cassius Clay (su nombre oficial antes de convertirse al Islam), se había declarado objetor de conciencia. Sus razones para no hacer el servicio militar, que en aquel tiempo implicaba ir a la guerra de Vietnam, parecían muy razonables. “A mí ningún vietnamita me ha llamado negrata”. Por supuesto, si al gran Ali le acechaba algún tipo de conflicto con alguien, no necesitaba salir de casa para encontrarlo. Finalmente, se libró de la cárcel, pero le fueron retirados todos sus títulos y tardaría unos años en poder reanudar oficialmente su profesión. Aquel hombre, fanfarrón y rimador de versos improvisados con los que se reía de sus contrincantes, del mundo y de sí mismo, gozaba de toda mi admiración, por supuesto.
Por suerte, en la revisión médica, para la que me preparé a fondo, me declararon loco. Otro día, si viene al caso, les cuento los detalles. Vuelvo a lo que importa.
Yo entonces no lo sabía, pero tras todo el escándalo que se montó en torno a las calabazas que le dio Ali al ejército de los Estados Unidos, la revista Esquire –para algunos, la revista americana más importante del siglo XX – le dedicó una portada que estaba destinada a convertirse en uno de esos iconos imprescindibles del diseño gráfico de nuestro tiempo. ¿Cómo iba a saberlo si ni siquiera sabía de la existencia de dicha publicación? En aquella portada aparecía Ali en traje de faena, esto es, de boxeador, con las manos presumiblemente atadas a la espalda y con seis flechas clavadas en el torso, como un moderno San Sebastián, ya saben, aquel apuesto legionario romano que, por no renegar de su fe cristiana, acabó acribillado, mártir y desatando las fantasías sexuales de muchos varones, fuera o dentro del armario. Aquella portada acabaría independizándose de su contexto original y colonizando las brumosas paredes de toda una generación de jóvenes pacifistas y rebeldes.
Detrás de aquel cóctel explosivo de raza, guerra y religión estaba, luego lo supe, el protagonista de este capítulo, el mítico director de arte George Lois, que con la inestimable colaboración de fotógrafos como Carl Fischer, realizaría un total de 92 cubiertas para Esquire en el periodo comprendido entre 1962 y 1972.
Henry Wolf, que había sido director de arte de Esquire, se había ido para trabajar a Harper’s Bazaar, reemplazando al protagonista de nuestro anterior capítulo, Alexey Brodovitch. En el número de diciembre de 1963 ya se había producido una completa renovación en la revista. Harold T. P. Hayes, gran impulsor del nuevo periodismo, figuraba ya como su editor, tras un primer periodo como redactor jefe.
En aquellos tiempos, preparar a conciencia un número especial de Navidad implicaba meses de trabajo, así que había que dejarlo todo preparado a mediados de agosto. Esquire, que pertenecía al grupo empresarial del ultra conservador Hearst, era además su cabecera más vendida. De ella se esperaba, para estas fechas, que se limitara en evocar el espíritu navideño y que se anegara de anuncios de perfumes, relojes, bufandas o licores.
En un momento en que el conflicto racial cobraba una presencia mediática y social importante, otro campeón de los pesos pesados, Sonny Liston (a quien un jovencísimo Ali le arrebataría el título), iba a convertirse en portada de la revista ataviado con un gorrito de Santa Claus. Liston no era sólo un boxeador de raza negra de aspecto imponente, sino un ex convicto que arrastraba un historial delictivo por robo a mano armada, agresión a la autoridad y contactos con el crimen organizado. El rostro poco amigable de Liston, en contraste con su atuendo navideño, generaron una imagen de innegable impacto. Aparte del logo de la revista y la fecha, no aparecía ningún otro texto en la portada. De aquí en adelante –salvo alguna excepción que comentaré– no iba a ser necesario, gracias a las arriesgadas y sorprendentes propuestas del nuevo director de arte. La portada de navidad de 1963 fue la primera de las muchas provocaciones que se permitiría George Lois.
Las reacciones no se hicieron esperar. Llovieron las cartas de los americanos “de orden” que se sentían ofendidos y algunos anunciantes empezaron a retirar su publicidad. Pero era necesario ese punto de inflexión para que la revista, cogiendo un impulso renovado, empezara a multiplicar sus ventas.
Lois, al que avalaba una exitosa carrera en el mundo de la publicidad, no había trabajado jamás para una revista y esa fue, quizá, su mejor baza, ya que aportó una mirada nueva y desprejuiciada sobre lo que debía ser la cubierta de una publicación. De hecho, Lois ya era una leyenda en Madison Avenue. No en vano, los creadores de la serie Mad Men le consultaron para acabar de crear a Don Draper, su personaje principal, aunque Lois no se cansa de declarar que, en su época, él era mucho más listo y, sobretodo, más guapo que Draper. Bromas aparte, nuestro hombre no ha dejado de señalar la pobreza con la que dicha serie refleja una época, la de principios de los 60, revolucionaria por lo que respecta a los planteamientos de comunicación y persuasión visual. Una generación de jóvenes y talentosos directores de arte, impregnados por la contracultura y la rebeldía de su tiempo, generó una nueva manera de trabajar, en la que la expresión visual y verbal se convirtieron en indivisibles. A la cabeza de todos ellos estaba George Lois.
Pero en aquella década prodigiosa –para algunos– los acontecimientos se sucedían vertiginosamente. Al cabo de unos días de salir a la calle el número de Navidad, Kennedy era tiroteado en Dallas, el 22 de noviembre, vaya usted a saber por orden de quién. El caso es que, dada la demora con la que se preparaban los números de la revista, la portada de Esquire no pudo reaccionar al magnicidio hasta el número de junio del año siguiente, en la que el editor, Hayes, propuso a sus colaboradores que se hablara del presidente asesinado dejando a un lado la emotividad. Kennedy sin lágrimas fue el titular, y una mano masculina con un pañuelo blanco que enjugaba una de las lágrimas derramadas sobre el rostro del presidente –que nos miraba fijamente desde una fotografía en sepia– fue la imagen creada bajo la dirección de George Lois. Una imagen para los libros de historia del diseño gráfico.
Se suele decir que una portada o una cubierta funcionan como un “vendedor silencioso”, pero las portadas de Esquire eran más bien un grito en el quiosco de prensa.
En 1966, el grito fue de protesta. Por una vez, se trataba de una portada tipográfica, un titular en Bodoni, letra blanca sobre fondo negro. A Lois sólo le bastó reproducir textualmente la frase de un combatiente americano en la guerra de Vietnam, después de arrojar una granada sobre una choza: “¡Oh, Dios mío, le hemos dado a una niña!”. En efecto, aquella granada había destrozado el cuerpo de una niña vietnamita de tan sólo 7 años, una de tantas víctimas inocentes de una guerra descabellada y atroz protagonizada por jóvenes soldados enajenados por el pánico, la propaganda y las drogas. George Lois, un hijo de inmigrantes griegos que había luchado en la Guerra de Corea, tenía la sensibilidad necesaria para crear una cubierta como esa.
Años más tarde, Lois sería el responsable de que Mick Jagger saliera en la pequeña pantalla clamando “¡Quiero mi MTV!”, pero esa, respetable audiencia, es otra historia. Ahora les voy a dejar, porque no me queda ni gota de whisky y no me gustaría tener que correr. Publicado en Visual 195

Texto: G, diseñador jubilado

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