MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Los Beggarstaff, cartelismo entre cuñados


De 1894 a 1899 dos jóvenes artistas unieron sus talentos para crear una obra cartelística única y extravagante, contrapunto sobrio y minimalista a los excesos ornamentales del Art Nouveau. Conocidos como los Beggarstaffs, a veces incluso como los Beggarstaffs Brothers, William Nicholson y James Pryde eran dos cuñados bien avenidos que creyeron poder rentabilizar conjuntamente sus habilidades para crear una obra publicitaria caracterizada por síntesis extremas de imagen que desafiaban las capacidades interpretativas del espectador. Quizá demasiado avanzados para su época, o quizá tan sólo inexpertos en el terreno de los negocios, en su corta asociación lograron dos cosas: arruinarse y crear algunos de los carteles más bellos de finales del siglo XIX. William tuvo una carrera posterior fructífera como ilustrador de libros y pintor. Pryde murió casi en la indigencia, tras una vida profesional errática y poco productiva.

beggarstaff

Amigas, amigos, Allan: hoy quiero que conozcáis la historia de dos estupendos profesionales que, desde el fracaso económico, lograron dejar una huella indeleble en la historia de nuestro bello y noble oficio. Dos hombres que, en cierto modo se posicionaron en contra de la tendencia imperante para sentar las bases de una estrategia comunicativa que, a día de hoy, no ha perdido su vigencia.
—Por favor -–interrumpe Pol– ¿podría usted hablar hoy de manera que se le entienda? ¿En el Google Translator no encuentro su idioma…
—¡Muy gracioso!, le ataja Silvana con aire reprobador.
No sabemos si dándose por aludido y acaso con cierta retranca, G se apresura a tranquilizar a Pol: A fe mía que no habrás de lamentar tu asistencia a esta clase, reducto de anciana sabiduría donde con muy doctas y discretas razones habré de colmar tu sed de conocimientos, estimado zagal. Pero volviendo a nuestro tema, hoy vengo a hablaros de un par de grafistas que formaron equipo durante apenas cinco años, consiguiendo dos cosas: producir alguno de los carteles más memorables de la historia y, prácticamente, arruinarse. El título de la clase de hoy es: Los Beggarstaff, cartelismo entre cuñados.
La clase estalla en una unánime carcajada.
—¡Buah, mi cuñado es lo menos, tío! Apunta Jéniffer.
—¡Estos seguro que sabían siempre la tipografía que había que utilizar!, sugiere Rita, una alumna tímida y pecosa, mientras su rostro adopta un intenso color zanahoria antes de acabar la frase.
—Hoy la cosa va a ir de machos alfa, para variar –se lamenta Úrsula–.
El relato de hoy empieza con una bonita historia de amor.
—Es usted un romántico, profe –interrumpe Olga.
Ejem, situémonos. Inglaterra, año 1893. una historia de amor que no era del gusto de todos, ya que los dos tortolitos, dos artistas que se quieren abrir paso en el mundo de la pintura, los ingleses William Nicholson y Mabel Pryde, se casaron en secreto y se instalaron en Denham, una pequeña población al oeste de Londres, compartiendo un nidito de amor que era, en realidad, un viejo pub en desuso llamado Las ocho campanas.
—The Eight Bells, se llamaría, digo yo –corrige Allan, puntilloso siempre por lo que respecta al idioma de su patria–.
Sí, exactamente, ese era su nombre original, amigo mío. William y Mabel habían estudiado en la misma escuela de arte. Ambos aspiraban a hacer carrera en el mundo de la pintura. William, que había nacido en Newart, en el centro de Inglaterra, en 1872, era un muchacho atildado y presumido que trabajaba con ahínco para lograrlo. Le apodaban “El Niño” por su aspecto extremadamente juvenil. Mabel era una pintora extraordinariamente dotada. Nacida en Edimburgo, era un año mayor que su marido. Desgraciadamente, murió joven, en 1918, víctima de la terrible –y mal llamada– Gripe Española. Mabel tenía un hermano, James, nacido también en la capital escocesa, en 1866, un jovencito lúgubre, bohemio y tarambana, que también quería abrirse paso en el mundo del arte y que hacía sus pinitos como actor amateur.
A pesar de que William y James no podían ser más distintos, trabaron amistad y en 1894 decidieron asociarse profesionalmente para hacer carteles. Se dieron a sí mismos el nombre de The Beggarstaffs, posiblemente con la intención de que sus nombres reales, con los que querían triunfar como artistas, no se vieran asociados a una actividad de la que no se sentían particularmente orgullosos. ¡Criaturas!
—¿Begastá? ¿Y eso qué es, profe?
Allan me corregirá si me equivoco, ya que yo no hablo inglés, pero Beggarstaffs creo que significa, literalmente, mendigos.
—Nevermore, dice Allan, no sabemos si a modo de confirmación o refutación.
Sea como fuere, lo cierto es que se cuenta que nuestros protagonistas encontraron el nombre The Beggarstaffs Brothers impreso como marca en un saco de maíz –o de forraje, hay varias versiones–, les hizo gracia y lo adoptaron como propio.
En aquella época, el cartel era todavía un artefacto gráfico de reciente creación. Jules Chéret había sentado las bases del género y artistas como Toulouse-Lautrec lo habían consolidado como un soporte ideal para la publicidad de servicios y productos. Pronto, los coleccionistas se dieron cuenta de la calidad de aquellas imágenes que lucían en los muros de las grandes capitales de Europa y se apresuraban a arrancarlos de las paredes cuando la cola todavía estaba fresca. Los mejores carteles se ganaron la inmortalidad casi instantáneamente, aunque habían sido concebidos para durar apenas unas semanas, esto es, cumplir su cometido de informar, seducir y persuadir para, finalmente, desaparecer.
No os creáis que todos los cartelistas se definían a sí mismo como tales. Trabajar para teatros o marcas comerciales era, a su entender, una forma rápida y fácil de ganarse la vida. No está muy clara cual fue la intención de William y James para crear su asociación profesional, pero cabe suponer que lo vieron como una especie de paréntesis en sus respectivas carreras pictóricas, o bien como un medio para obtener algunos ingresos inmediatos mientras se dedicaban a su verdadera vocación. Debo deciros que, en este aspecto, fracasaron estrepitosamente. Les costaba obtener encargos. Con frecuencia trabajaban sobre temas genéricos y realizaban carteles sin texto que ofrecían a posibles clientes, una práctica no del todo novedosa, pero tampoco habitual.
Allan, querido amigo, ¿serías tan amable de proyectarnos la primera imagen? Sólo tienes que pulsar cualquier tecla para que el ordenador salga de su letargo, abandone su sueño de chips, circuitos y algoritmos y nos ilumine con esa imagen de 1894 que ha estado esperándonos pacientemente. Este que veis es el primer trabajo de los Beggarstaffs. Se trata del anuncio para una gira de la que quizá sea la obra más popular de Shakespeare, Hamlet. El cartel representa al príncipe de Dinamarca con la calavera del bufón Yorick en la mano reflexionando sobre la vida o la muerte.
—¡Ser o no ser!, exclama Silvana.
Allan, muy excitado, la secunda:
—¡To be, or not to be, that is the question: Never moooore…!
Sí, amigos –les interrumpe G– a todos nos viene a la cabeza el famoso monólogo, aunque debo recordaros que el encuentro de Hamlet con la calavera y el monólogo pertenecen a escenas distintas. Son dos escenas tan icónicas que, mágicamente, se han fusionado en nuestra imaginación colectiva. Pero volvamos a la imagen y disfrutemos de este solemne minimalismo. Si el gran, ejem, Toulouse-Lautrec se había atrevido a simplificar las figuras y a crear zonas planas de color en sus trabajos comerciales, nuestros cuñados favoritos se lanzaron de lleno a un ejercicio de máxima contención expresiva en este trabajo, renunciando a la línea del dibujo. Su modo de creación, en este caso, fue recortar papeles de colores que iban colocando directamente sobre este fondo de color café. Recordad que en estos mismos años el Art Nouveau más ornamental y recargado está floreciendo, con distintos nombres, por doquier. Me gustaría que reparárais en un detalle encantador: el único texto que aparece, centrado, es Hamlet, sin embargo, la extravagancia de añadir un punto final al titular hace que éste se perciba, ópticamente, movido hacia la izquierda. Un contrapunto exquisito al perfil de la figura que también está encarada hacia la izquierda. ¿No os parece una solución divina?
—Este curso se me va a hacer eterno, rezonga Pol.
Como vamos a ir viendo en las próximas imágenes, lo de los Beggarstaffs es un continuo ejercicio de minimalismo, eliminando toda aquella información que se considera superflua e intrascendente. Están marcando el camino que van a seguir cartelistas como Ludwig Hohlwein o Lucian Bernhard, aunque ninguno de ellos desarrollará un lenguaje tan radicalmente sintético como nuestros cuñados.
Quizá esperaban demasiado de un público que no estaba acostumbrado a tener una actitud tan participativa en la decodificación de un mensaje publicitario. Sin embargo, quiero que os fijéis en lo cálido que resulta el lenguaje, contra todo pronóstico.
El siglo XX desarrollará la idea de minimalismo en su expresión más abstracta y fría, pero los Beggarstaffs no renuncian a la expresividad de la imperfección. Sus titulares, ya respondan a patrones con serifa o sin ella, como en el caso del primer cartel que hemos visto, están manifiestamente dibujados a mano, y quiero subrayar este “manifiestamente” porque se adivina la intención de los autores de que se reconozca la manualidad del trazo.
—Pues a mí me parece que eran un poco chapuceros, dice Lucas.
Hubo cartelistas, en efecto, como el propio Toulouse-Lautrec, que trataron los textos de sus carteles con especial desidia, como si fuera un elemento ajeno a la propia naturaleza de la imagen y que solían dibujar y componer de una manera francamente mejorable. No creo que este sea el caso de los autores que nos ocupan. Los textos forman parte indisociable de la imagen y, con frecuencia, añaden esa atracción especial que se produce en el encuentro de una forma predeterminada, las formas tipográficas, con una realización que relaja sus cánones sin llegar a contradecirlos.
—¿Lo que viene siendo dibujar bien una letra, pero sin que llegue a estar perfecta, profe?, pregunta Silvana.
¡Exactamente, mi avispada discípula! Y ahora tengo que daros una mala noticia: hoy vamos a ver poquísimos carteles.
Pol, despierta ilusionado de su letargo:
—¡Genial! ¿Nos podemos marchar ya?
Lo que quiero decir, mi apresurado y atareado amigo, es que la mayoría de los carteles en los que trabajaron los Beggarstaffs han desaparecido para siempre. Como ustedes saben, de la mayoría de los carteles de aquella época nos han llegado las reproducciones que se han conservado, ya que las piedras litográficas con las que se imprimían fueron reutilizadas o destruidas, mientras que los dibujos preparatorios se desechaban generalmente tras la impresión. Esta es una de las razones por la que muchísimos carteles del pasado no han sobrevivido hasta nuestros días. Pero en el caso que nos ocupa, se sumaba otra razón. Como os he comentado, nuestros protagonistas tenían un sistema de trabajo que no se basaba en tener una cartera estable de clientes que les proporcionaran encargos, sino a realizar carteles genéricos que luego trataban de vender. Muchísimos de estos carteles no fueron publicados y se perdieron para siempre.
La carrera posterior de los dos socios fue muy desigual. Mientras Nicholson cosechó el éxito con sus xilografías para libros y sus cuadros de retratos y bodegones, Pryde no logró consolidar un estilo propio que le asegurara una estabilidad en el mercado del arte. Intentó, sin éxito, triunfar como actor y, aunque trabajó diseñando algunas escenografías, tuvo una carrera insatisfactoria. Supongo que su carácter depresivo y sus escasas habilidades sociales no fueron de gran ayuda. Él solía decir que había vivido toda su vida con un pie en la tumba y el otro sobre una piel de plátano. La carrera de Pryde nunca remontó. En sus últimos años vivía prácticamente de la caridad de sus amigos.
—¡Pobre!, exclama Rita.
William Nicholson y Mabel Pryde fueron padres de un prestigioso artista abstracto, Bel Nicholson. William fue, además, el profesor de pintura preferido de Sir Winston Churchill, pintor aficionado y quizá el político más sobrevalorado del siglo XX, aunque esto sea otro tema.
—¡Nevermore! Corrobora Allan. ♣

Texto: Carlos Cubeiro

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