A Andrés Rábago, El Roto, los lectores se le quejan de lo que les cuesta reír con sus viñetas. La sonrisa se les congela en mitad de la cara, vienen a decir. El autor suele esforzarse en aclarar el malentendido: sus viñetas no son humorísticas sino satíricas. No pretenden provocar la risa, comicidad mediante, porque siguen las pautas de otro género, la sátira.
En la historia del periodismo son miles las revistas dedicadas al humor gráfico. Muchas menos, en cambio, las basadas en la ilustración satírica. Entre ellas destaca espectacularmente Simplicissimus.
En El chiste y su relación con lo inconsciente Freud (suscriptor de Simplicissimus, por cierto) analizó los mecanismos del humor: cómo a partir de la condensación, el desplazamiento, el equívoco y otros resortes, el chiste o gag establece conexiones inesperadas entre los elementos que lo componen. Cuando “se cae” en ello, el efecto de la sorpresa es una especie de chispazo que provoca el especial placer de la hilaridad: la risa o la sonrisa, aunque sean interiores.
Desde su origen grecorromano, la sátira no tiene como objetivo esa festividad cómica, aunque no la rehuya, sino lanzar un ataque lo más contundente posible contra posturas con las que se discrepa, casi siempre morales o políticas. Y no por el camino largo de la argumentación ecuánime sino por el atajo de la burla, la ridiculización, el escarnio.
En este caso resulta claro que la satisfacción del lector no depende del chispazo cómico sino de la demolición causada, para la que son herramientas muy útiles la ironía, el ingenio y aún más el sarcasmo y la corrosión, sin descartar la crueldad.
Si pensamos por países en revistas que combinan ilustraciones, viñetas y textos breves, la históricamente representativa de España es La Codorniz, que cultivaba el humor. Un humor en especial abstracto o algebraico, evasivo, por aplastantes razones de censura. En un chiste de Orbegozo, el oculista pregunta: “¿Por qué viene si tiene la vista perfectamente?” El paciente: “Porque noto algo raro en el intestino ciego…”. Pasando por Hermano Lobo y El Jueves, los tiempos han cambiado mucho hasta hoy, con Mongolia en los kioscos.
Representativa históricamente de Inglaterra es Punch, que combinaba humor y sátira, en su caso de corte conservador. Si no, que le pregunten al pobre Darwin por la que le cayó.
Y de Alemania, Simplicissimus: pura y vocacionalmente satírica, aunque la diana de su elegante vitriolo cambió considerablemente a lo largo del medio siglo que duró, sobre todo en los seísmos de cada guerra.
El nacimiento de tan peculiar revista en 1896, en una Alemania aún imperial, es inseparable del fundador, el editor Albert Langen, que en su proyecto estético reunió enseguida a firmas como Thomas Mann, quien dio a Simplicissimus sus primeros relatos (La voluntad de ser feliz entre ellos) o Hermann Hesse quien, además de aportar cientos de textos, fue durante décadas parte del consejo editorial, o dibujantes extraordinarios como, por ejemplo, Thomas Theodor Heine, Rudolf Wilke, Eduard Thöny, Wilhelm Schulz, los escandinavos Ragnvald Blix y Olaf Gulbransson, o amigos de París como Steinlein y Alfred Kubin.
Kubin también era amigo de Kafka que, para compensar la monotonía horaria en la oficina, anotaba con avidez las anécdotas de los artistas y bohemios de su círculo, entre ellos el actor Löwy o el propio Kubin. Algo que éste le contó mientras debatían la superioridad de un laxante hecho con algas en polvo (el “Regulin”, nombre como del TBO) comparado con los basados en la acción química, que desgarran los excrementos y dejan colgando los jirones en las paredes intestinales, lo apunta Kafka en su diario el 26 de agosto de 1911, debido a su inmensa admiración por la figura de Knut Hamsun. Kubin le relata ese día cómo conoció años atrás al escritor sueco en casa del editor Alfred Langen, y describe su comportamiento estrafalario. La admiración de Langen por Hamsun era probablemente mayor que la de Kafka. Había leído la traducción alemana inédita de Mysterier, rechazada por el importante editor Fischer y, entusiasmado, había ofrecido a Fischer correr con todos los gastos de la edición. Negativa la respuesta, Langen creó entonces una editorial para publicar Los misterios. Esta maniobra de 1893 habla de qué clase de editor y agente cultural era Albert Langen: vehemente, combatiente, entusiasta, apostador.
Hijo de un rico industrial, había rechazado continuar en el negocio y se había establecido en París para hacer carrera como pintor. No la cuajó pero se impregnó de las corrientes estéticas en auge y se creó una agenda en el mundillo, muy útil para arrancar con sólida base su editorial. Y cuando en 1896 ya la había trasladado consigo a su regreso a Munich, fundó Simplicissimus, según el modelo de revistas conocidas en Francia, sobre todo Le Gil Blas, aunque también Le Rire y Le chat noire. Empezó con ocho escuetas páginas y mil ejemplares de tirada, periodicidad semanal. Adoptó el nombre de un popular personaje de la literatura germánica, protagonista de una novela picaresca de influencia española, El aventurero Simplicissimus (1669), de von Grimmelshausen, personaje que para sobrevivir se hace pasar sucesivamente por diversos tipos de simplón.
En lo gráfico, la base principal eran las innovadoras portadas de Th. Th. Heine, cargadas del art nouveau y el simbolismo traídos del París postimpresionista, en vibrantes colores litográficos. Los dibujos del interior tenían menos tamaño y tintas. Acompañaban a los textos que, empezando por el editorial-manifiesto partidario de sacudir a la perezosa nación con palabras incendiarias, expresaban un rechazo frontal a la rancia y decadente sociedad guillermina.
El kaiser Wilhelm II encabezaba un tejido de estamentos retrógrados que en cada número de Simplicissimus eran fustigados sin contemplaciones desde una postura antisistema repartidora por igual entre la casta de oficiales militares, burgueses puritanos, clérigos vividores, élites colonialistas, burócratas palaciegos, arcaicos nacionalistas o belicistas irracionales. No tardó el kaiser en revolverse furibundo cuando el semanario se mofó en portada de un pomposo viaje imperial por tierras palestinas. Aplicada la lesa majestad, que por otra parte se aplicaba una docena de veces cada día, la edición de la revista fue secuestrada, el dibujante Heine encarcelado seis meses y el redactor Wedekind siete, con sendas multas de 20.000 marcos, unos cuantos sueldos. El editor Langen consideró prudente viajar una temporada por Europa con su familia y dirigir a distancia la publicación. Regresó a Munich cinco años después, tras pagar para que las autoridades le dejaran en paz. Entre tanto, otro redactor, Ludwig Thoma, había sufrido multa y prisión por quejas de las iglesias alemanas, a las que la sátira sentaba como un tiro. Gracias al efecto publicitario de estas trifulcas, la tirada se disparó de 15.000 a 85.000 ejemplares.
La vocación escandinava de Langen no podía ser más clara: no sólo se hizo editor para difundir en Alemania la obra de Hamsun y a continuación Bjornson y Brandes, entre otros, y fichó para Simplicissimus a los noruegos Blix y Gulbransson, sino que su esposa, Dagny Bjornson, con quien tuvo dos hijos, era también noruega.
De dichos dibujantes, ambos excelentes, el primero colaboró poco tiempo. Olaf Gulbransson, sin embargo, permaneció vinculado medio siglo a Simplicissimus y su fabuloso talento terminó definiendo la identidad gráfica con que la revista ha quedado para la historia. Una línea depurada hasta el extremo, siguiendo una estrategia esencialista de omisión y elipsis.
Ese ceñirse a líneas puras brillaba especialmente en la caricatura, arte en el que fue maestro absoluto. Las suyas, dibujadas hace un siglo, son más modernas que la mayoría de las actuales.
Buscando la línea más depurada mantuvo durante décadas una especie de pugilato con Karl Arnold, cuya exquisitez no amortiguaba la tremenda virulencia satírica con que trataba los temas, en un registro cercano al de Georg Grosz. Pero la línea de Grosz, áspera y corroída, servía inmejorablemente para expresar el asco y el desprecio que le provocaba la sociedad burguesa y que plasmaba en sus concurridas escenas callejeras, pobladas por mutilados de guerra con muñones al aire y garfios donde las manos, por ajadas prostitutas y orondos ricachones de rostro porcino.
Nadie como Grosz describió la miseria física y moral del Berlín de entreguerras, a través de tipos que le fascinaban casi morbosamente. Esa pulsión no está en el trazo de Arnold, bastante más templado, menos expresionista y palpitante. Menos aún está en el de Gulbransson, tan diáfano y olímpico que a su lado el de los belgas que tiempo después sacaron la ‘línea clara’ se diría tosco y elemental, propio de unos manazas.
A Grosz se le asocia a Simplicissimus mucho más de lo que realmente estuvo. Tal vez se deba a que por el impacto de su testimonio gráfico y por su protagonismo en Dadá el reconocimiento de su trabajo por parte de la crítica de arte es mayor que el obtenido por el resto de los dibujantes. Lo cierto es que Grosz colaboró desde 1926 hasta 1932, año en que optó por abandonar Alemania antes de ser atrapado por los nazis. En esos años aportó dibujos en blanco y negro que compartían página con textos. Solían ser vivos apuntes de la vida diaria, cargados de imponente fuerza retratista y una perturbadora expresividad, pero no ocupaban planas enteras ni las portadas o la contra, ni incorporaban color.
En realidad, Grosz era más afín a las publicaciones comunistas como Die Pleite, más directamente revolucionarias.
Como correspondía a la Munich de tradición mercantil, en contraposición a la Berlín industrial y proletaria, Simplicissimus era más bien liberal. Eso sí, no perdamos de vista que hace un siglo, y en un contexto germánico, la postura liberal implicaba un duro enfrentamiento estético y moral con el rancio y autoritario establishment, mientras que la etiqueta ‘liberal’ es hoy la máscara de un neofeudalismo financiero.
Cuando Grosz inició su colaboración hacía mucho que Langen ya no era el director. Había muerto joven, a los cuarenta, en 1909, de una infección de oído. Los colaboradores más asiduos, el núcleo duro, habían creado entonces una especie de sociedad limitada para convertirse en copropietarios. En lo sucesivo combinan el ejercicio de la sátira, en cuanto profesionales de una importante revista, con la atención a los propios intereses en cuanto socios de una empresa.
Hasta la Primera Gran Guerra, la revista mantuvo la agresividad inicial, un descaro y un desenfado antipuritanos más que una oposición de rango directamente político. Es el caso de Ferdinand von Reznicek, barón austríaco enemigo de todo prejuicio cuyas ágiles y vibrantes ilustraciones plasman una alegre vida carnavalesca, repartida en los cabarets centroeuropeos, en apartamentos y burdeles elegantes, chispeantes de champagne. También murió joven, como Langen, y en el mismo año, 1909.
Metida Alemania en guerra, Simplicissimus rebajó el tono del escarnio, no fuese a resultar que hacían el trabajo al enemigo. Finalizada la contienda, y mientras duró la República de Weimar, recrudeció el ataque contra la hipocresía militarista y el sacrificio de la población en beneficio de la industria armamentística. No por parte de todos, porque Ludwig Thoma, por ejemplo, movilizado como sanitario, tras la contienda renegó de su pasada participación en la revista, considerándolo un episodio vital irresponsable. En cambio Grosz, que había sido movilizado dos veces y finalmente descartado por inútil, no ahorró en sus descriptivos dibujos la crudeza de las estampas callejeras, que incluían a mutilados, gente famélica y harapienta, borrachos arrastrados y prostitutas demacradas entre gordos magnates que en banquetes pantagruélicos celebraban sin decoro sus ganancias. Ese clima de general degradación era fustigado en las páginas de Simplicissimus, lo que al consabido rechazo de las fuerzas bienpensantes añadió el de las organizaciones marxistas, que reprochaban la cruda presentación del rostro mísero del proletariado en lugar de su faceta militante y revolucionaria.
Peor fue que a primeros de los treinta los nazis en auge se encontrasen poco favorecidos en las páginas del semanario y enviasen un grupo de las SA a destrozar la sede de una revista que les parecía, cómo no, “judaizante”.
La mordaza se explica por la enorme influencia en la opinión pública, la mayor de los kioscos alemanes, incluidos otros semanarios semejantes (Die Junebug, Die Lustigen Blätter o Kladderadatsch) y también las cabeceras diarias. En sus páginas firmaron, además de los ya mencionados, escritores como Rilke, Brecht, Robert Walser y Hofmannsthal. Muy numerosos fueron asimismo los dibujantes que publicaron ilustraciones, siempre de calidad sobresaliente. De entre ellos destacaremos, por lo constante de la colaboración y por marcar la identidad de la revista, a siete magníficos.
THOMAS THEODOR HEINE, de Leipzig (1867-1948). Presencia constante desde el primer número. Formación académica, talento muy versátil. La estancia previa en París le familiarizó con el art nouveau y los dibujos de Beardsley. Además de innumerables portadas y el bulldog rojo que funcionaba como mascota, mantuvo en el semanario dos series, Escenas de la vida familiar (1896-1909) y A través de la Alemania más oscura (1899-1910), muy incisivo y cínico en su incansable burla antiburguesa. Al tiempo, hacía cubiertas e ilustraciones para los cuidados libros de la editorial de Langen. El ataque nazi al local de la revista en 1933 le puso en fuga porque era judío. Al año siguiente se estableció en Estocolmo, en cuya prensa siguió trabajando hasta la muerte. Poco antes publicó la novela Espero un milagro.
EDUARD THÖNY, austriaco (1866-1950). Presente desde el primer número hasta el último, en más de 4.000 dibujos. Hijo de un escultor de santos tirolés, desde los 7 años estudió arte, con vocación por escenas bélicas, uniformes incluidos. Enseguida publicaba en periódicos y revistas. Continuó estudios en París con Detaille, pintor de caballos. Mantuvo un estilo muy académico, algo envarado al principio, progresivamente más suelto y fluido. Tal vez basado en fotos, a juzgar por la iluminación. Singular en todo caso, alejado de los patrones de viñeta usuales, acabó teniendo muchísimos imitadores. Como era de esperar, enfocó su sátira contra los militares.
RUDOLF WILKE (1873-1908). De estirpe de artistas (varios hermanos e hijos pintores). Formación parisina y contacto con los nabis le forjaron un excepcional estilo protoimpresionista, vibrante y elegantísimo. Lanzaba sus ataques contra la hipocresía, en general, y por desgracia murió muy joven, a los 35.
WILHELM SCHULZ (1865-1952). También desde el primer al último número, unos 2.500 dibujos. Estudiante muy activo y becado, se alineó con los secesionistas berlineses. Su estilo era más tradicional, con base litográfica, por su entrenamiento como cartelista. Trabajó poemas ilustrados, en sensible defensa de la vida rural y la dura vida obrera en las ciudades. Crítico con la vida moderna, anticipó sin embargo composiciones de página que son puro cómic de vanguardista montaje silencioso, como la titulada Umsonst (En vano). ¡Increíble: hecha en 1896!
OLAF GULBRANSSON, de Oslo (1873-1958). A su formación inicial en varias artes aplicadas añadió la estancia en París. Desde muy joven publicaba en prensa, en especial soberbias caricaturas que recopilaba en libros. En 1902 Langen le fichó para Simplicissimus, donde hasta el final sacó miles de dibujos magistrales en registro amplísimo. Autobiografía: Érase una vez.
KARL ARNOLD (1883-1953). Hijo de un parlamentario liberal, se formó en Munich y Berlín, próximo al secesionismo. Empezó a colaborar en Simplicissimus en 1907 y ejerció una sátira más social y costumbrista que política, susceptible observador del adocenamiento pequeñoburgués. Se movía bastante por Berlín, París y el resto de Europa, pero enviaba puntualmente sus dibujos que, en paralelo con Grosz y Gulbransson, buscaban la línea pura y la alcanzaron con elevada maestría. Opuesto al nazismo desde que empezó a asomar, mantuvo contra viento y marea la postura mientras dirigió el semanario entre 1934 y 1936, bajo presión limítrofe. Colaboró con prensa suiza y danesa y agrupó sus dibujos en numerosos libros. Tras la guerra se retiró, con la salud deteriorada.
ERICH SCHILLING (1885-1945). Hijo de un fabricante de armas y sólidamente formado, especialmente en xilografía, lo que dio a sus dibujos un trazo muy rotundo, en la tradición del grabado popular germánico, línea medievalista también presente en su enfoque temático. Simplicissimus lo fichó en 1907 y publicó unos 1.500 dibujos. Tras criticar en los treinta el ascenso del nazismo, luego se alineó con su siniestro poderío. Perdida para él la guerra, se suicidó en 1945, el mismo día que Hitler.
El cierre de tan potente órgano como fue durante medio siglo Simplicissimus, y la dispersión de los creadores supervivientes, dejaron hueco en una Alemania sujeta, en todo caso, al formidable psicodrama de la posguerra. La nostalgia llevó en 1954 a un intento de reanudación que se prolongó hasta 1967, con periodicidad quincenal, irrelevante a fin de cuentas.
La gran noticia es que recientemente se ha digitalizado la época fetén y la obra de los Siete Magníficos, junto a muchos otros dibujos extraordinarios, está hoy accesible en la red: www.simplicissimus.com
Un maravillosos tesoro para amantes de lo visual. Publicado en visual 195
Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)