MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Milton Glaser. Un creador del lado de la luz


El hallazgo gráfico de “I love NY”, copiado hasta el delirio, o el cartel con el perfil en negro de un joven Bob Dylan son dos de los trabajos que, por sí solos, le habrían otorgado un lugar privilegiado en la historia del diseño gráfico. Pero Milton Glaser hizo algo mucho másmeritorio que crear unas cuantas piezas memorables. Cofundador, junto a Seymour Chwast, de Push Pin Studios, formuló, desde la reivindicación del dibujo, las alusiones a la historia del arte y la práctica heterodoxa de su profesión, el estilo de toda una época, tan hedonista como reivindicativa, que enlaza los años sesenta con la década posterior. Desde sus casi noventa años, sigue siendo un faro de sabiduría cada vez que reflexiona sobre comunicación visual entre todos aquellos que, como él, se encuentran del lado de la luz.

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Esos pequeños hechos íntimos y triviales, cuyo caótico amontonamiento suele acabar conformando una biografía, suelen revestir escaso interés para el lector. Intentaré, en consecuencia, reducir al mínimo su relato en estas memorias que llegan ya al primer punto y aparte de su tercer capítulo.
Ya les he dicho que no he tenido suerte con las mujeres. De todas, la única que ha permanecido en mi vida, apareciendo y desapareciendo, ha sido Eleanor. El secreto es que nunca hemos sido seriamente amantes, sino buenos camaradas, sufriendo y compartiendo nuestros respectivos desengaños amorosos con dignidad y terca perseverancia. Nos conocimos en la facultad, a finales de los años sesenta. Ella era una joven bastante comprometida con todas las causas que valían la pena: la lucha por la libertad, el feminismo, la defensa de los animales, la revolución sexual, y así sucesivamente. Yo era un estudiante muy politizado, pero por cuenta propia, ya que todos los correligionarios que militaban en alguna agrupación clandestina me profesaban una franca –y bien merecida, justo es reconocerlo– desconfianza. La sola idea de poseer el carnet de un partido, club social o supermercado me producía –y me sigue produciendo– una abstracta sensación de rechazo. Hoy, más que nunca, pienso que más de cuatro personas reunidas, por valiosas que sean por separado, corren el serio peligro de convertirse en una banda de idiotas.
En aquellos tiempos solía pasar largas horas en el apartamento que Eleanor compartía con otras estudiantes. Ella, que era de familia burguesa, se lo podía permitir. Yo me alojaba en una pensión de mala muerte donde la mugre y el hedor de la postguerra se habían quedado a vivir para siempre. Mi amiga vivía en una sofisticada película de Woody Allen y yo en una novelita de Camilo José Cela, para que nos entendamos.
Eleanor solía preparar lo que denominaba “un té cósmico” y prendía varillas de incienso, mientras en su tocadiscos portátil sonaba una y otra vez un disco de Ravi Shankar que giraba durante horas interminables (entre otras cosas, porque antes de que pudiéramos darnos cuenta de que en ciertos pasajes la aguja insistía una y otra vez sobre el mismo surco rayado, podía pasar una cantidad alarmante de minutos).
La pared de su habitación era una especie de altar dedicada a su ídolo del momento, un cantautor de Minnesota que se hacía llamar Bob Dylan. Había todo tipo de fotografías de ese personajillo de gafas oscuras, pelo ensortijado, metáforas ahumadas y camisas de lunares. Entre todo aquel material, una imagen me llamaba poderosamente la atención. Se trataba de un cartel de unos 60 por 90 cm. Las marcas en el papel denotaban que había pasado mucho tiempo plegado dentro de un LP, esperando su momento para conquistar las paredes de algún cuarto estudiantil. Se trataba de una ilustración donde, del perfil del músico, silueteado en negro, emergía un torrente multicolor de cabellos de un estilo que a mí me recordaba al art nouveau, aunque pretendía estar en deuda con el arte islámico, como luego supe que afirmaba su autor.
Por aquel entonces la imagen no era mi territorio natural –yo era un poeta romántico, poco dado a confraternizar con la realidad de las formas y los colores–, pero aquel cartel ejercía una cierta fascinación sobre mí. Lo miraba hipnotizado durante largos ratos, narcotizado tanto por los tés siderales de Eleanor como por sus interminables monólogos sobre temas de asfixiante importancia. Como a todo el mundo, el futuro y desganado Nobel nunca me cayó bien, pero aquella imagen parecía interpelarme con cierto sentido premonitorio. Se trataba del trabajo fetiche de uno de los autores gráficos más importantes del siglo XX: Milton Glaser.
Quién me iba a decir a mí en aquellos brumosos años de mi juventud estudiantil que un día, no sólo me interesaría por el autor de aquel cartel, sino de que tendría la oportunidad de conocerlo en persona con motivo de una de sus visitas a la Barcelona de finales de los años ochenta. No me pregunten los detalles, porque no los recuerdo, pero supongo que todo fue cosa de Genís y su incansable afán por estar en todas las salsas. No habría sido la primera vez en la que se presentaba en mi casa sin previo aviso y, literalmente, me secuestraba para reclutarme como un elemento pintoresco con el que aderezar sus correrías nocturnas junto a sus amistades, vanos protagonistas secundarios de la modernidad del momento. Seguramente, el encuentro se hallaba relacionado con la celebración de una exposición retrospectiva de nuestro hombre en el Saló del Tinell o quizá tenía que ver con su reciente colaboración con el diario La Vanguardia, de cuyo rediseño se había ocupado su estudio.
Así que ahí estaba yo, fuera de casa por primera vez en muchos meses, sentado en uno de esos restaurantes cuyo interiorismo me resultaba familiar, quizá por haberlo vislumbrado en alguna de aquellas fotografías borrosas que se habían enseñoreado de las revistas de arquitectura o de moda de la época (tanto monta). A mi lado, un corpulento caballero de unos sesenta años, de calva y corbata impecables, parecía estar tan fuera de lugar como yo. La diferencia, es que a él no parecía importarle lo más mínimo. Amable y locuaz, repartía conversación a diestra y siniestra, mientras ponderaba la calidad del vino catalán. Por lo visto, en su juventud había sido becado para cursar estudios en Italia, donde había tenido por maestro al gran y enigmático pintor Giorgio Morandi, y era un entusiasta de los caldos de aquel país. Hacía muchas preguntas y se interesaba por los temas más diversos, con esa sincera curiosidad con que suelen hacerlo las gentes de talento. De vez en cuando, me hacía alguna confidencia discreta casi al oído y estallaba en una contagiosa carcajada que yo intentaba secundar haciendo gala de la educación recibida, hecho meritorio, teniendo en cuenta que mi efusivo compañero sólo se expresaba en inglés, idioma que, hasta el día de hoy, ignoro de un modo manifiesto, innegable y quizá pertinaz. De vez en cuando, Genís se apiadaba de mí y me hacía un breve resumen de lo más relevante de la charla. Los otros comensales que recuerdo son un político –entonces socialista, que hasta el día de hoy ha ido militando en diversos partidos–, un conspicuo periodista y un crítico de arte bastante plomo, así que lo más relevante de la conversación consistía exclusivamente en lo que decía aquel diseñador de Nueva York, que mis nunca bien ponderados y agudos lectores habrán identificado ya como Milton Glaser.
Algunas de las frases que le escuché aquella noche, las he vuelto a identificar, apenas transformadas, en libros, conferencias y entrevistas. Mentiría si manifestara el más ligero disentimiento ante las líneas maestras de su pensamiento por lo que se refiere a la práctica de nuestro oficio. La heterodoxia parecía ser –y así lo ha demostrado– su medio natural.
Creo que fue en los cafés, cuando el político, algo inquieto por la escasa atención recibida, quiso compensar su sobrevenida invisibilidad sometiendo a nuestro hombre a una especie de entrevista improvisada. Recuerdo perfectamente, tanto las preguntas como las respuestas, gracias a que alguien hizo las funciones de traductor simultáneo entre ambos. El político sabía tan poco inglés como yo.
“Me maravilla la capacidad que tiene usted, Mr. Glaser, de trabajar en estilos y disciplinas tan diversas, es como si estuviera buscando constantemente superarse a sí mismo” –le espetó el aspirante a mandatario–.
No es exactamente así. Sencillamente, –respondió Glaser– en un momento determinado de mi vida me di cuenta de que cualquier cosa que practicara durante el tiempo suficiente como para dominarla dejaba de resultarme útil.
“¿Pero no consiste precisamente en eso el oficio, en aplicar aquellos conocimientos que uno domina?”, replicó quien jamás había ejercido oficio alguno. Glaser se tomó unos segundos antes de responder, mientras nos recorrió a todos con su característica mirada somnolienta.
El profesionalismo es enemigo de lo grandioso, amigo. En gran medida, emplear fórmulas exitosas con resultados relativamente predecibles es profesional, pero, por definición, muy poco creativo. La profesionalidad constituye una limitación en sí misma. En la mayoría de los casos, se reduce simplemente a la disminución de riesgos. A mí no me interesa esa concepción tan conservadora del oficio. Lo que hace falta en nuestra disciplina es, por encima de todo, la transgresión continua. Podría decirse que una de las principales características de mi trabajo puede ser el escepticismo con el que lo afronto. No acepto los esquemas al uso e intento moverme con la mayor libertad. Tengo tendencia a no darme por satisfecho con las definiciones que, generalmente, se consideran indiscutibles. Cuando crees en algo ciegamente, dejas de pensar en las soluciones alternativas. Y eso es malo.
Ojalá nuestros políticos pensaran como el señor Glaser, pero aquí el fanatismo se sigue considerando un mérito intelectual, apunté yo, ante la mirada asesina del improvisado entrevistador y la indiferencia del resto de comensales, que ni siquiera se sorprendieron al oírme abrir la boca por primera vez en toda la cena. Glaser, que por lo visto ya había decidido que yo era un compañero de mesa la mar de simpático, celebró con una amistosa risotada mi frase sin dar tiempo a que nadie se la tradujera.
Sin acusar recibo de mi intervención, el futuro tránsfuga siguió con un interrogatorio que se sumergió de lleno en los tópicos, especialidad en la que los de su gremio se desenvuelven con un desparpajo asombroso:
“Supongo que ustedes los artistas tienen siempre esa inquietud de romper moldes. ¿Me equivoco?”.
Bueno, supongo que para responderle, debo primero aceptar mi condición de artista, algo a lo que no sé si estoy demasiado predispuesto. Abre usted un tema interesante, pero en el que resulta difícil extraer conclusiones: el eterno debate entre arte y diseño. No le negaré que mi vocación arranca en mi más temprana infancia, cuando con cinco años decido que quiero ser artista, por el placer que experimento haciendo cosas. Pero lo cierto es que me convertí en diseñador, no en artista. La relación entre ambas disciplinas ha sido siempre un sujeto de debate y una fuente de conflicto. Pero le diré algo que quizá ayude a erradicar ese debate y es una cita de E. H. Gombrich. “El arte no existe, los que realmente existen son los artistas”. Es decir, que si el arte no existe, difícilmente podemos declarar que el diseño es un arte. Lo importante no es la categoría o el medio en el que se trabaja, sino el efecto que produce en nosotros”.
Recuerdo que en ese momento pensé para mí: llevando el razonamiento a sus últimas consecuencias, quizá tampoco hay artistas sino tan solo consumidores de arte. Sin público, no hay espectáculo.
Antes de que el opositor a cargo público lograra entender algo de la interesante reflexión de Glaser, éste prosiguió un discurso que parecía haber pronunciado en centenares de ocasiones: Habla usted de romper moldes, de esa idea romántica del creador dominado por la inspiración y por su deseo de “expresarse” en su obra. La gente obvia el hecho constatable y fundamental de que artistas como Van Gogh son una aberración dentro de la historia del arte. Miguel Ángel no pintó El juicio final para expresarse. Lo pintó porque el papa quería aterrar a los fieles de la congregación.
Yo creo que los muros que a un creador le conviene derribar, por sistema, son los de su propio estilo y los de la inercia a la que suele someterse cualquier actividad humana. Como decía antes, debemos responder con la transgresión continua a esa idea monolítica e inamovible de la profesión. Me ponen muy nervioso esas ideas sacralizadas acerca de nuestra actividad, que muchas veces damos por buenas porque a nadie se le ocurre dedicarles un momento de reflexión. Por ejemplo, ese mantra que el movimiento moderno ha convertido en una especie de sagrado mandamiento: “Menos es más”. Hombre, pues depende. Según ese mandamiento no existirían las maravillosas alfombras persas… Ni Gaudí.
Tras mencionar el nombre del inevitable arquitecto catalán, Glaser hizo una pequeña pausa teatral, nos miró de nuevo a todos a los ojos, uno a uno, y estalló en una de esas risotadas con la que algunos seres intentan hacerse perdonar su inteligencia.
Decir así, en general, que “Menos es más” es una soberana estupidez, –remató–.
Nuestro político, perdido el rumbo de su entrevista, intentó dejar una de esas frases que se pretenden inocuas y que suelen servir, como un manojo de hojas secas, a reavivar apenas una conversación que amenaza con extinguirse:
“Lo importante es tener seguridad en lo que haces”.
¿Honestamente cree usted eso, estimado amigo? –replicó Glaser, que empezaba a percatarse de la vulgaridad argumentativa de su interlocutor– Para mí el escepticismo es la condición sine qua non para continuar abiertos a la experiencia. Me produce cierto rechazo la gente de creencias arraigadas. Abrazar un dogma es cerrar un camino, mientras que la duda nos hace avanzar indefinidamente. Yo soy un diseñador y, como tal, mi deber es solucionar problemas. Ser capaz de dar respuesta a un determinado problema es, para mí, muchísimo más relevante que tener o no tener razón. Uno de los síntomas de un ego dañado es creerse en posesión de una certeza absoluta.
Por mi parte, pensé (con la crisis de los 40 acechándome a la vuelta del calendario): ¡qué razón tiene este hombre! Sin duda envejecer es todo lo contrario de acumular certezas, como parecen dar a entender ciertos viejos sentenciosos. Envejecer, me temo, es el arte de convivir con un número creciente de dudas (y de medicamentos). Supongo que 30 años después de aquella cena, estoy en condiciones de afirmar que no andaba muy desencaminado.
Sumergido en mis pensamientos, me perdí el último tramo de la conversación entre Glaser y el especialista en poltronas subvencionadas. Creo que Glaser había hablado de su experiencia como cronista gastronómico en New York, la revista que ayudó a fundar en 1968. Lo último que recuerdo es una frase que el diseñador neoyorquino pareció dejar sobre la mesa, dando por concluida la velada:
Todas las personas que crean y hacen cosas están, inevitablemente, del lado de la luz. Publicado en Visual 190

Texto: G, diseñador jubilado

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