MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Pinocho, el icono amable de la mentira


Pinocho es el rostro amable de la mentira. Su nariz, indiscreta, crece cuando falta a la verdad. Un personaje con semejante hándicap no podría aspirar al éxito en el mundo moderno. Poco imaginaba el escritor Carlo Collodi cuando concluyó en 1883 el relato de sus aventuras que su criatura habría de compartir una gloriosa posteridad junto a otros clásicos de la literatura infantil y que Las aventuras de Pinocho sería uno de los libros más vendidos de todos los tiempos. Aunque la interpretación gráfica de la factoría Disney se haya impuesto en el imaginario colectivo, el lector curioso tiene al alcance exquisitas ediciones con ilustraciones de grandes creadores como Roberto Innocenti, Lorenzo Mattotti o Roland Topor, por poner solo algunos ejemplos. Collodi escribió una fábula moralizante, en la que la curiosidad infantil es causa de muchas desventuras. Finalmente, el personaje alcanza la redención cuando acepta las reglas del juego y entra en el redil. Todo un ejemplo, aunque no se sepa muy bien de qué.

pinocho

Imaginar a un viejo misántropo como G, con un libro de cuentos en la mano y rodeado de niños, hubiera sido sencillamente impensable como posibilidad. La realidad, sin embargo, siempre nos reserva alguna sorpresa y nuestro entrañable exdiseñador, acompañado de su amigo el Gacetillero y su inseparable mascota, Allan, se halla, efectivamente, en la sala de una biblioteca municipal, abarrotada por un público compuesto por criaturas de tierna edad y sus progenitores.
Un malentendido entre los organizadores del cuentacuentos y G ha propiciado este momento, que Allan no dudará en calificar como una epifanía.
Niños y mayores han venido a escuchar la aleccionadora historia de Pinocho, pero G comparece para hablar de las encarnaciones gráficas del personaje. Demasiado tarde para suspender el acto, G se sirve y bebe un par de vasos de agua mineral –no sin hacer un par de muecas de desagrado–, carraspea sonora y largamente, deja vagar su mirada por la concurrencia y, finalmente, se decide a emitir sus primeras palabras:
Había una vez… «Un rey» dirá enseguida mi pequeño público… Pues no, están ustedes equivoca…
¡Ese ya nos lo han contado!, interrumpe una niña desde la primera fila.
¿Un rey? ¿Y por qué un rey?, inquiere otra voz aflautada, desde el fondo.
Un tercer niño, que había estado haciendo pucheros desde que viera aparecer a ese anciano de gafas de pasta con un cuervo alopécico al hombro, sencillamente rompe a llorar desconsoladamente.
Niños —se apresura a atajar, G, antes de que otra criatura abra la boca— si tienen ustedes alguna pregunta no duden en esperarse hasta el final de mi charla, en el que abriré un oportuno apartado de ruegos y preguntas.
Hasta ese momento, cierren el pico y abran las orejas, que algo aprenderán. Y usted, sórbase los mocos y haga el favor de encarar la vida con coraje, que este mundo desprecia a los cobardes.
Haciendo caso omiso del murmullo reprobatorio de algunos padres, y habiendo conseguido una razonable atención entre los más jóvenes, G sigue adelante con su discurso:
Bien, he comenzado mi parlamento parafraseando, casi literalmente, las primeras frases de Las aventuras de Pinocho, el clásico de Carlo Collodi. Quizás mi apreciado auditorio crea saber algo de Pinocho por haber visto la película de Disney. Pues ya pueden ir quitándose esa idea de la cabeza y, si quieren un consejo, absténgase, por Dios, de llevar a sus hijos a ver las películas de ese fascista.
(Nuevo murmullo entre los padres y primeros abandonos de la sala).
Pero vayamos al principio. ¿Quién era Carlo Collodi? ¿En qué demonios estaba pensando este caballero para escribir una historia tan absurda? ¿Se la pagaron bien? ¿Es Pinocho, ese pequeño ser mendaz y atrabiliario, una metáfora de nuestros políticos? Intentaré aclarar estas y otras cuestiones en los próximos minutos.
Ante el pasmo de los mayores y la incredulidad de los pequeños, G sigue adelante con su exposición:
El señor Collodi —apellidado en realidad Lorenzini— era un periodista florentino, nacido en 1826, más o menos progre, al que se le ocurrió la idea de hilvanar una historia para niños que contuviera algunas enseñanzas morales. Ya saben, aquello de instruir deleitando. ¡Ja! Pero no se vayan a pensar que al principio se lo tomó muy en serio. Cuando le envió el primer capítulo a su colega Ferdinando Martini, fundador y director de la revista infantil Giornale per i bambini, le escribió algo así como: “te envío esta tontería… Tu verás lo que haces con ella, pero si la publicas, págamela bien, para que así me entren ganas de escribir más capítulos”.
Tendremos que suponer que se la pagaron satisfactoriamente, porque Collodi siguió escribiendo, hasta la muerte del protagonista.
En este punto, G hace una pausa calculada, para que el público pueda emitir sus exclamaciones de asombro, pero los asistentes parecen poco proclives a abandonar un prudente mutismo delante de ese viejo loco que, algo contrariado, prosigue su extraño parlamento:
Sí, queridos amigos, Pinocho, como más tarde su contemporáneo Sherlock Holmes, la criatura de Conan Doyle, son personajes de ficción defenestrados por sus autores y vueltos a la vida por unos lectores poco inclinados a lidiar con la muerte de sus estimados seres de ficción. Como sin duda sabrán ustedes, sir Arthur Conan Doyle, harto de su personaje, se deshizo de él arrojándolo a una cascada, pero fueron tantos los lectores que exigieron su vuelta a la vida, que no tuvo otro remedio que “resucitarlo”. Lo mismo, o algo parecido, había sucedido con Pinocho, al que Collodi había dejado colgado de un árbol y perfectamente fiambre tras una agonía de varias horas.
Leo: “Poco a poco se le fue nublando la vista, y aunque él sentía que se le acercaba la hora de la muerte, aún tenía la esperanza de que en cualquier momento apareciese un alma piadosa para ayudarle…”.
En este punto, la repentina y aparatosa marcha de parte del público, hace que G casi pierda el hilo de la lectura:
Sigo: “¡Padre mío! ¡Ojalá estuvieras aquí!”. Estas son o debieran haber sido las últimas palabras de Pinocho. Concluye Collodi: “Y no tuvo aliento para decir nada más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las piernas y, dando una gran sacudida, se quedó inmóvil”.
Por supuesto, la muerte del muñeco es una alegoría y una admonición: Pinocho es castigado con la muerte por haber preferido los alicientes de la vida sensual y aventurera a la recta senda del estudio, el esfuerzo y la vida familiar. El mensaje de Collodi apesta, obviamente…
(Nuevas deserciones)
Pero en fin ¡Para qué les voy a explicar más! Hay estupendas ediciones donde ustedes podrán hacer una lectura pausada del texto y llegar a sus propias conclusiones. Demos paso a las imágenes. Por favor…
G se dirige ahora al Gacetillero que, hasta este momento ha mantenido su mejor cara de póquer y parece ser el responsable desde su ordenador portátil, de ir pasando las imágenes que se van a proyectar en una pequeña pantalla preparada a tal efecto.
Con la aparición de una primera representación en blanco y negro de Pinocho, G reanuda su errática perorata:
Ésta, amigos míos, es la primera representación de nuestro famoso títere. En el primer número de el Giornale per i bambini, los dos primeros episodios de La historia de un títere aparecían sin ilustración alguna y así continuarán hasta su ahorcamiento en el capítulo XV.
Les comentaba que Collodi tuvo que resucitar a su personaje, pero no se crean que fue por los ruegos de los pequeños lectores de la revista, a quienes –fieles a su naturaleza infantil, cruel, mezquina y egoísta– el destino trágico del muñeco parecía traerles al pairo. No, fue por la insistencia de los editores que el autor se vio impelido a continuar el relato. Y esta vez, sí, encontramos el acompañamiento de algunas ilustraciones, encargo que recae en un colaborador fijo de la publicación, un tal Ugo Fleres. Como verán, se trata de unos dibujos bastante estilizados donde el protagonista parece haber dejado atrás, no sólo la niñez, sino también la más tardía adolescencia. Yo no diría que están demasiado logrados. Siguiente imagen, por favor.
Finalmente, en 1883, Collodi concluye las aventuras de Pinocho y se editan recogidas en un solo volumen. Enrico Mazzanti es el encargado, esta vez, de las ilustraciones. En sus dibujos vemos, esta vez sí, algunos de los rasgos característicos que otros ilustradores recrearán a su modo. Podemos decir que Mazzanti es a Pinocho lo que sir John Tenniel a Alicia. Ambos establecen una suerte de canon para representar a estos personajes. Un canon que se desdibuja o se redefine cuando la trituradora gráfica de Disney entra en acción con sus toneladas de almíbar y fija otros arquetipos en la memoria colectiva gracias a unas películas que logran recaudar mucha pasta gracias a la traición sistemática a los argumentos originales. Pero no quiero, por ahora, profundizar en este tema, no se vayan a pensar que albergo prejuicio alguno sobre la factoría Disney y su insistencia en pretender lobotomizar a generaciones y generaciones de criaturas.
Una pequeña parte del público, ya muy mermado, sigue con extraordinario interés las explicaciones del conferenciante, algo ahogadas por los ronquidos que emiten todos los demás, adultos y niños, entregados a sus propias experiencias oníricas.
Un panorama poco estimulante que no hace mella en el ánimo de G:
Y de Mazzanti pasamos a Carlo Chiostri, el primer ilustrador que dibuja al personaje sin tener que rendir cuentas con el autor, muerto en 1890 (Collodi no tuvo, lamentablemente, la oportunidad de ver cómo su historia se iba a convertir en un clásico que se codearía con los cuentos de Andersen o los hermanos Grimm).
Hay que decir que Collodi aporta muy pocas pistas sobre la época en la que transcurre la acción. Asimismo, la descripción de los personajes se limita a pequeñas pinceladas anecdóticas. Sabemos, por ejemplo, que Geppetto lleva una peluca amarilla, pero poco más. Esto es algo muy de agradecer, porque ofrece a los ilustradores una gran libertad para interpretar el texto como mejor les parezca.
Chiostri se enfrenta a la ilustración del libro en 1901 y, en gran medida, sigue algunas pautas marcadas por Mazzanti. Y en seguida hace su aparición Attilio Mussino, un artista que introduce novedades en la configuración del personaje, que combina diversas técnicas y que dibujará centenares de láminas para diferentes ediciones de Pinocho durante más de treinta años.
Durante todo el siglo XX, Pinocho va a encarnarse infinidad de veces, con mejor o peor fortuna. Incluso un artista poco cercano, en principio, al mundo de la ilustración infantil, como Roland Topor, no sólo realizará una versión sombría y extraordinaria, sino que confesará su fascinación por el personaje de Collodi. Cito sus palabras: “Estoy loco por esta marioneta. Es el único personaje literario moderno, actual, verdadero, con sus curiosidades y sus vilezas. Y esta nariz, ¿no os parece un pene, el símbolo de la crisis del macho? Miradlo a Pinocho, con su aire derrotado y sumiso y esta narizota flácida, en admiración ante su hada”.
En este momento, una mujer de la segunda fila parece que va a abandonar su silla, pero lo único que hace es cambiar de postura para seguir disfrutando de un sueño reparador. También Allan, a la diestra de G, hace rato que dormita: no en vano es la hora de su siesta.
G va concluyendo:
Bien, nos hablaba Topor de la nariz de Pinocho. Más allá de sus interpretaciones psicoanalíticas, no olvidemos que es el punto débil de nuestro personaje, ya que delata sus mentiras aumentando de volumen. Collodi, como no, exhorta a sus pequeños lectores a ir con la verdad por delante, aunque todos sepamos que la mentira es uno de los instrumentos indispensables para obtener éxito y poder. En el mundo real, el Pinocho mendaz y marrullero del principio del relato hubiera llegado a presidente del gobierno. A las últimas elecciones me remito…
Pero no quiero terminar mi conferencia sin antes mostrarles tres versiones ilustradas de Pinocho que a mí personalmente me roban el corazón: las amables geometrías de Attilio Cassinelli, la virtuosa minuciosidad cinematográfica de Roberto Innocenti y el vigor cromático y expresivo de Lorenzo Mattotti.
Eso es todo, amigos.
Silencio en la sala, roto, finalmente, por una voz conocida que musita:
“nevermore”. ß

Texto: Carlos Díaz

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