MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Redis, Lutetia, Londinium


Reus_Im_03In memoriam de Jorge Ballester (Valencia, 1941-2014), fundador en 1966 del Equipo Realidad, con quien en el convulso Milán de 1971 analizamos la iconografía de las etiquetas italianas de vermut.
La riqueza de las sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista, se presenta como una enorme acumulación de mercancías, y cada mercancía se presenta como su forma elemental.
Karl Marx. El Capital, 1867

La riqueza de las sociedades en las que prevalece el modo de producción capitalista, se presenta como una enorme acumulación de mercancías, y cada mercancía se presenta como su forma elemental. Publicado en Visual 169


“Quedamos a la una y media para el vermut”. Vermut (o vermú, o vermouth) se ha convertido en una palabra genérica que define un ritual social: el de beber un aperitivo alcohólico antes de las comidas, ya sea almuerzo o cena. En los países del Norte de Europa beben cerveza, que apacigua las ganas de comer; y en las películas de Hollywood de los años 50 o 60 los comensales invitados al sarao de turno se metían entre pecho y espalda unos cuantos Dry Martini, con aceituna y palillo. Antes de comer ya arrastraban una turca considerable de la que no salían indemnes sin que hubiera divorcio en el guión, ya fuera entre cónyuges o entre socios con negocios dudosos: abría el apetito y soltaba lenguas. Hemmingway, un machote, sostenía que el Dry Martini era como los pechos de las señoritas: uno no basta, tres son demasiados.
En los países del sur mediterráneo el alcohol, antes del ágape, se mezcla razonablemente con algo para picar, ya sean aceitunas (rellenas de anchoa, gran invento), pepinillos, o cualquier cosa que atenúe el efecto aturdidor del brebaje y haga de colchón en el estómago, incitando a más necesidad de ingerir sólidos: de aquí la gran tradición de las tapas, famosas entre los turistas que nos visitan y que han desplazado la paella al rango de folclore. Pero el aperitivo no es de rigor tomarlo con vino o cerveza, porque entonces se convierte en una comida completa. El vermut es un prólogo que permite el punto de achispamiento que, después de una pequeña pausa, da paso al palabreo sobre negocios, conflictos o reconciliaciones familiares, con platos consistentes regados con caldos escogidos y sobremesa de café, copa y puro.
Marx distinguió entre valor de uso y valor de cambio. El primero es el de la mercancía que satisface las necesidades humanas sin que haya ningún sacrificio necesario para apropiarse de ella; su característica es la calidad, ya sea estructural, estética o físicoquímica. El segundo lleva a prescindir de la calidad, ya que lo que prevale son las relaciones cuantitativas entre mercancías: una mercancía puede intercambiarse con cualquier otra mientras se respeten reglas de equivalencia, o hasta que la moneda sea el patrón con el que se mide toda transacción. Entonces, aunque las mercancías conserven su valor de uso, adquieren una característica: ser producto del trabajo. Producto dependiente de una red de distribución que, más allá del trueque aldeano, permita la autonomía de la mercancía y su circulación.
El mapa que ilustra este texto es muy significativo: esclavos, cobre, oro, mármol, especias, camellos y elefantes viajaron por el inmenso Imperio Romano desde Augusto hasta que los visigodos y los vándalos lo pusieran patas arriba. A ojo, unos cinco siglos de dominio por tierra y mar en los que una de las mercancías que los tribunos del Senado más apreciaban, al igual que después los bárbaros, era el vino de cosecha joven que, como el aceite de oliva, se producía en pocas regiones: las actuales Catalunya, Toscana, Grecia y, en menor medida, Egipto y Asia Menor (de ahí lo de coger una turca). Una leyenda cuenta que el vermut era una receta hipocrática, y su origen, el vino blanco en el que se habían macerado plantas aromáticas; pero la primera documentación fiable se encuentra en un libro de Constantino Cesare, De notevoli ammaestramenti dell’agricoltura, impreso en 1549, donde da la receta: vino con ajenjo, es decir, la artemisia absinthium —del latín “absinthium”, del griego “apsinthion”, que puede traducirse como “no-bebible”—, planta medicinal que crecía en los mismos territorios de la vid: tónica, antiinflamatoria, digestiva, antiséptica, vermífuga, estimulante del sistema nervioso y vascular, y reguladora del flujo menstrual (aunque también abortiva), base del licor de absenta, el “hada verde” cuyo consumo masivo provocó, desde finales del siglo XIX hasta principios del XX, una campaña de rechazo que culminó en su prohibición en EEUU y en gran parte de Europa por sus supuestas propiedades alucinógenas: se le atribuyó la culpa de la degeneración del Arte, ya que Van Gogh, Gauguin, Rimbaud, Verlaine, Toulouse-Lautrec, Baudelaire, Wilde y Crowley eran asiduos bebedores, ejemplos de conductas depravadas.
En España, la historia del alcohol está poco estudiada; relegada en un principio a la agricultura de consumo propio donde se destilaban desde remolachas hasta patatas fermentadas para gozo de bacanales populares. Su evolución hacia procesos industriales fue lenta y repleta de dificultades: aranceles impuestos por el Estado, y conflictos que surgieron entre cosecheros, fabricantes, comerciantes, distribuidores y consumidores. Las alcoholeras eran, en un principio, bodegas artesanales, de las que no existen archivos visuales; alquitaras y alambiques de olla, rudimentarios, se encontraban diseminados en varias regiones, sobretodo Andalucía, Castilla y León, Catalunya y Valencia: en 1856 se contabilizaron más de dos mil fábricas que destilaban vinos y residuos a cuyo producto se le llamaba, sencillamente, aguardiente, y de las que sólo ocho trabajaban más de seis meses al año, por lo que la inmensa mayoría no podían considerarse propiamente “industrias”; muchos de los que poseían un alambique destilaban para consumo propio, familiar, y vendían, si la producción era cuantiosa, en su entorno rural. En 1890 ya eran tres mil, pero tenían que competir con las que se habían creado en todos los rincones de Europa y de sus colonias.
La plaga de la filoxera de la vid en Francia propició entonces la caída del precio del vino y elevó el de sus derivados. Fue la llamada “fiebre del oro”, que animó a las destilerías industriales a acoger a socios capitalistas extranjeros, y a potenciarse incorporando las últimas tecnologías. Los grandes productores se convirtieron en el centro de una miríade de oficios integrados en el circuito industrial: proveedores, almacenistas, exportadores, detallistas, licoreros, perfumistas y hasta farmacéuticos.
Para compartir el orgullo de haber nacido en algún lugar, hay que tener referencias, más o menos universales, ya sean colectivas o bien peripecias individuales que den lugar a capítulos de la Historia o del Arte. Reus tiene al menos tres de las segundas, tres personajes en los que las instituciones locales centran sus esfuerzos de promoción propagandístico-turística: Prim, Gaudí y Fortuny. El general Juan Prim i Prats como militar conquistador y único catalán Presidente del Gobierno Español. De Antoni Gaudí no hace falta comentar nada, sólo la eterna polémica entre Reus y Riudoms por su lugar de nacimiento (en Reus no proyectó nunca ni una caseta para el perro de algún prohombre). Marià Fortuny, cronista de las hazañas bélicas de Prim, muy revalorado últimamente como excelso pintor detallista, introductor del orientalismo, representación de alto nivel artístico de la penetración colonial vivida en directo. Aunque, además de la contribución a la Historia y al Arte, muchas ciudades se promocionan epistemológicamente por su capacidad industrial, productora y mercantil: quizás la mayor contribución de Reus a la realidad cotidiana es la difusión del vermut más allá del territorio de consumo local. Ya en el siglo XVIII las comarcas de Tarragona inundaron de espíritu de vino los mercados del norte de Europa y de las colonias americanas, de ahí el famoso “Reus, París, Londres”. Reus se convirtió en el mercado regulador del precio del alcohol en la Bolsa de las tres ciudades. Esto fue posible por la relajación del Decreto de Nueva Planta, promulgado por Felipe V el 29 de junio de 1707, en el que declaraba “Abolidos y derogados todos los referidos fueros, privilegios, práctica y costumbre hasta aquí observados en los referidos reinos de Aragón y Valencia, siendo mi voluntad que éstos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella, y en sus tribunales sin diferencia alguna en nada”.
Influido por la herencia del conde-duque de Olivares (ideólogo de la unificación de los Reinos), el mismo Felipe V, necesitado de impuestos para paliar el déficit de la ruina del Imperio, había concedido en 1701 a la corte de Barcelona –ya proclamado rey y jurados los fueros del reino de Aragón y las Constituciones catalanas– el derecho al comercio directo con ultramar, provocando la proliferación de cosecheros fabricantes, circunstancia que favoreció el enriquecimiento de una burguesía que –al contrario de la aristocracia latifundista en otras regiones– no se limitó a poseer tierras yermas y a criar toros de lidia, sino que industrializó el producto en el clásico modelo de desarrollo inducido por las exportaciones, elevando la capacidad adquisitiva de la demanda interna y estimulando a su vez el incremento de la producción. Es el mismo bucle del modelo capitalista que hará prosperar en el Maresme la industria textil algodonera y en Reus, la de la seda.
No obstante, la filoxera francesa pasó los Pirineos y llegó al Baix Camp atacando tanto a las cepas antiguas como a las recién plantadas a menudo por campesinos sin ninguna noción comercial, cuyas vendimias excesivas bajaron de valor: el vino ya no era un negocio, Salou dejó de ser el puerto de salida de las embarcaciones que lo transportaban allende. La desidia de una burguesía acomodada y la aparición de un proletariado cada vez más combativo y organizado en sindicatos agrícolas, desplazaron la economía reusense hacia Tarragona, donde se trasladaron las industrias vinícolas de Reus. De Muller, un francés de Reims de padre alemán, recuperó el pósito de doscientos años de comercio local comprando el producto de cosechas de toda la Península, dando a Tarragona la denominación de Fábrica de vinos de España. El vino ya no era negocio seguro, mas sí continuaba siéndolo el alcohol etílico –el más importante el aguardiente–, y la zona fue el centro de la exportación a las potencias que combatían en la Gran Masacre del 14-18; la compra masiva por parte de los Estados Mayores de los ejércitos de distintos bandos, que antes de los combates a bayoneta, cuerpo a cuerpo, rellenaban la cantimploras de los soldados para darles ardor guerrero, impulsó todavía más la exportación masiva de mejunjes hechos con melazas de azúcar o cereales. En la segunda década del siglo XX, el pastel se repartía entre la alcoholera de Montblanc, la fábrica de Unión Alcoholera Española en Reus, la destilería de Flix, y la moderna Pensilvannia en el Francolí, mientras Muller monopolizaba el mercado del vino de misa para consumo litúrgico, compitiendo con los cartujanos –que fabricaban el chartreuse, licor de elevado grado alcohólico–, quienes, expulsados de Francia en 1903, se habían establecido en Tarragona.
En 1830 Alessandro Martini había comprado una pequeña bodega ubicada cerca de Turín. Unos años después estuvo entre los hombres de negocios italianos que producían vinos, alcoholes y vermuts para la oficial Distilleria Nazionale di Spirito di Vino di Torino, en época de la unificación italiana, el Risorgimento, un proceso social y político que llevó a la unión de los estados dispersos de la península en una única nación entre finales del siglo XIX y principios del XX.
Poco después, Alessandro formó una sociedad con dos amigos: Luigi Rossi (inventor de una fórmula especial de vermut) y Teofilo Sola. La fecha clave es 1863, año del nacimiento de Martini, Sola & Cia, compañía que empieza a exportar botellas de vermut a todo el mundo y a ganar premios en las Exposiciones Internacionales: Dublín (1865), París (1867 y 1878), Viena (1873) y Filadelfia (1876). En 1879 Teofilo Sola murió y sus hijos vendieron su participación a los otros dos socios, por lo que la compañía cambió su denominación a Martini & Rossi que es la que todavía conservan las etiquetas: en 1868 Martini & Rossi había sido autorizada por el rey Víctor Manuel II de Saboya a incluir la simbología de la familia real en las etiquetas de las botellas como reconocimiento de la calidad de los productos. Lo mismo hicieron el rey Luis de Portugal en 1872, la reina Cristina de Austria en 1897 y el parlamento británico en 1898. Son marcas de estilo que todavía pueden verse en las etiquetas, junto al clásico logotipo con el círculo rojo cortado por la palabra MARTINI. En imagen fueron pioneros, y sus etiquetas la expresión gráfica de un poderío comercial a través de la vexilología y la numismática. La primera Exposición Internacional, en París en 1797, no tenía otro objeto que el de estimular la industria francesa para competir con la de la Gran Bretaña atrayendo a las masas con lotes de productos, promocionar el consumo interno, la exportación y, de paso, llevar a cabo planes urbanísticos de modernización de la ciudad, derribando barrios enteros o expandiendo sus límites, como sucedió en la Expo Universal de Barcelona de 1883, donde, en la cima de la montaña de Montjuïc –cerca del castillo militar desde donde cuarenta años antes los cañones de las tropas de Espartero habían bombardeado la ciudad–, se empezó a ubicar el cementerio del mismo nombre, ya que no había espacio para enterrar a más ciudadanos en el antiguo del Poble Nou, y se edificó en la Expo de 1929 el horrible palacio clasicista que hoy es la sede del Museo Nacional de Arte de Catalunya (MNAC).
Antes del siglo XVIII, el vino se servía sin ninguna identificación: del recipiente al vaso en el momento de su consumo. Aunque Sir Kene Digby ya fabricó en Inglaterra en 1662 la botella cilíndrica de hombros caídos, cuello largo y cuerpo rectilíneo (adoptada por los franceses como bordelaise), que permitía pegar una etiqueta, un rectángulo de papel caligrafiado a mano donde figuraba el tipo de vino y el bodeguero; las etiquetas no se usaron habitualmente hasta principios del XVIII. En 1796, un alemán, Alois Senefelder, al inventar la litografía permitió la reproducción de grandes cantidades de un mismo original monocromo que a veces se iluminaba manualmente con pincel. En 1835, otro inglés, George Baxter, perfeccionó la tecnología para imprimir en varios colores: con la cromolitografía se podían añadir hasta doce sobre la base del negro. Las etiquetas del vermut, al contrario que las del vino que tendían al rigor clásico tipográfico, incorporaron entonces imágenes, orlas, culs de lampe (viñetas), guirnaldas, flores, hojas de parra, cuernos de la abundancia, querubines, sílfides y atributos de comercio. La moda de las alegorías llevó a las marcas a copiarse entre ellas, reproduciendo esquemas plagiados (o adaptados), encargados a dibujantes anónimos a sueldo de las imprentas. Las Expos llevaron a la proliferación de banderas nacionales, agrupadas simétricamente alrededor de un escudo, ro-deadas de medallones de los premios conseguidos y de símbolos heráldicos en una sopa barroca que compitió con la estética modernista y con el posterior art déco de bellas señoritas que prefiguraban las pin-ups de los años 50, propuesta de un modelo femenino como reclamo publicitario para incitar al consumo de un producto.
Antes de la Guerra Civil española hubo intentos infructuosos para regular el mercado de los residuos vinícolas; los sindicatos agrícolas y las cooperativas obreras, controladas por los anarquistas y a menudo en competencia entre sí, fueron refractarias a todo control por parte del Estado. Los beneficiarios fueron industriales de Tarragona, Falset, Valls y Gandesa que en lugar de exportar a mansalva, rastrearon y cubrieron las necesidades del mercado interior comprando materia prima (residuos vinícolas) en Valencia o Andalucía. Una vez victorioso el nacional-catolicismo, sí se reguló (por la fuerza) el mercado y fue la burguesía industrial, a la que se le había petrificado el brazo derecho saludando a la romana, la que se llevó el pastel. La autarquía propició el fraude, la falsificación, la incorporación de acidificantes y conservantes como el ácido tartárico; la química empezó a reinar. En 1952/53, la industria vinícola de Reus se hundió, y la de Tarragona también; falsos informes de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes –de la que poco después fue responsable Enrique Fontana Codina, exvoluntario reusense del Tercio de Requetés, ligado a la industria del aceite– proporcionados por los mismos fabricantes, llevaron a la intervención pública estatal de las industrias locales, a través de la Comisión de Compras de Vino: de los veintidós fabricantes registrados en la zona sólo quedó uno. La producción descendió al 5,5% de toda España, en favor de Ciudad Real, que se erigió como pionera de la nueva industria propiciada por el Régimen. Integrados los trabajadores en el Sindicato Vertical de la Vid, Cerveza y Bebidas, y los patronos en el de Industrias Químicas, las viejas fábricas fueron cerrando. Hubo suicidios.
Apareció entonces en Reus otra industria que sustituyó a la vinícola: la avícola. Surgieron como setas granjas de pollos, a menudo una construcción de ladrillo visto, con tela metálica en algunas aperturas, repleta de gallinas ponedoras y pollos hacinados disputándose el pienso. Como no es una buena idea que todos se pongan a hacer lo mismo, el exceso de producción hizo caer los precios de origen, lo que cambió los hábitos gastronómicos: el pollo era costumbre cocinarlo por Navidad o para fiestas en familia; a principios de los 60 ya era habitual comprar un pollo “al ast” para salir del paso, y en Barcelona se inauguró, cerca de la catedral, un establecimiento (el Piolindo), sin mesas, con una barra de acero larguísima y ningún decorado, una especie de gallinero donde sólo se servía caldo, huevos duros, croquetas y muslitos rebozados, todo de pollo y a precios populares; un Kentucky Fried Chicken avant la lettre que tuvo su éxito. La industria avícola reusense se hundió, los beneficios estaban por debajo de las pérdidas.
Superando las dificultades, unos pocos industriales del vermut supieron reciclarse, hacer frente a la competencia extranjera y, a la chita callando, conservar alto el estandarte. El vermut reusense goza de un prestigio de marca incluso entre los que han participado recientemente en el boicot al cava catalán: Yzaguirre no suena a polaco, sino a vasco. Nunca ha habido promoción del producto (lo que quizás sea una virtud), ni por parte de las sucesivas administraciones locales, preocupadas en el montaje de operaciones culturales posmodernas. Si hay un episodio ejemplar es el de la fábrica Massó, un edificio de una planta donde ya no se producía nada y en cuyo solar, por regulación urbanística, no se podía edificar. Repleta de alambiques, serpentinas, probetas, pero también de botas de ron cubano añejo, el propietario, en su testamento, lo legó al Ayuntamiento que no tardó en derrumbar todo el interior para hacer un centro de Arte Contemporáneo que visitaban cuatro gatos y que tuvo que cerrar. Mas, como de costumbre, la iniciativa privada se eleva por encima de los intereses políticos: un coleccionista reusense montó por su cuenta un Museo del Vermut. Su argumento: “Mi padre me regaló en 1982 una botella de vermut de Cinzano, Formula Antica. Pertenecía a un lote de vinos de lo que habría sido el inicio de una bodega particular. Pero fue el eje principal de una colección en la que no era el vino, sino el vermut lo que creí que era importante”. Un museo, que pronto cambiará de ubicación ganando espacio y visitantes: la pasión y la voluntad son el alma de la cultura bien entendida.
En los años 70 se introdujeron otras estéticas. Martini & Rossi fue de nuevo innovadora (ya con la televisión como vehículo publicitario esencial) recuperando un gesto de Jean-Paul Belmondo en una película de Godard (À bout de souffle, cuyo título se tradujo mal aquí como Al final de la escapada, cuando hubiera sido más adecuado hacerlo como Sin aliento): pasarse el pulgar por los labios se convirtió en un gesto común para hacerse el guaperas y tirarle los tejos a una señorita, y si además se llevaban gafas de sol a las tres de la madrugada se era más chulo que un ocho. Una de las mayores agencias multinacionales de publicidad se encargó de la tarea, a pesar de que la calidad del producto ya estuviera en entredicho, no por parte del consumidor, que traga lo que la marca le vende, sino por la materia prima en las que se aprovisionaba la industria: trabajando a principios de los 70 en las vendimias del Piamonte italiano, en Tortona o Asti, de donde proceden las cepas que dan nombre a los mejores vinos de Italia –Barolo, Nebbiolo, Barbaresco, Inferno…, competidores de los mejores borgoñas– vimos (experiencia vivida) cómo la uva residual que no aceptaban las bodegas vinícolas por estar podrida y cubierta de moho, era comprada a bajo precio por Martini o Cinzano.
De los vermuts de Reus no hay publicidad, ni en revistas ni en espots televisivos: sólo el boca a boca, y tiro porque me toca. En Barcelona, sobrevive una bodega de barrio, con barricas de roble que contienen distintas calidades de vino a granel (dulce, seco, semi-seco, moscatel, rancio, vermut…). Al preguntarle al abuelo que la conserva sobre el origen del vermut que vende, dijo: “Es de Reus, a mí me lo traen de una empresa de Vilafranca del Penedès. Según el precio de origen compran de varios fabricantes, lo mezclan todo y le añaden alguna substancia que le da el sabor que a ellos les parece que es el más adecuado”. Texto: Albert y Jordi Romero

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