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Roland Topor. El quimérico humorista


Topor05Roland Topor (París, 1938-1997) es uno de esos maestros de la ilustración en que la potencia gráfica de sus imágenes deriva de la perfecta simbiosis entre forma y contenido. Creador multifacético, el dibujo fue uno de los hábitos en que su talento brilló con más fuerza y de manera más personal. Además de otras actividades –escenógrafo, pintor, cineasta, actor–
escribió libros memorables como El quimérico inquilino (llevado a la gran pantalla con gran acierto por Roman Polanski) o Acostarse con la reina. Junto a los inclasificables compañeros de viaje Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal fundó el Grupo Pánico. Aunque a él no le gustaba ser clasificado como humorista, lo cierto es que fue responsable de llevar el humor negro a las más altas cotas de creatividad y calidad artística. Publicado en Visual 163



El escritor y periodista Francisco Umbral, que trató personalmente a Topor gracias al interés de éste por la obra de Ramón Gómez de la Serna –del que Umbral era activo vindicador– le describía como “una resultante progre del Bosco y Alicia en el país de las maravillas, una consecuencia dulciamarga [sic] de Magritte y la prensa ilustrada”. Umbral, como tantos, echaba mano de algunas de las referencias ineludibles que nos acechan cada vez que nos acercamos a la obra de ese gran tejedor de pesadillas que fue el maestro Topor.
Emparentado a partes iguales con Kafka y Lewis Carroll, con El Bosco o Francisco de Goya, su dibujo tiene las hechuras de uno de los más brillantes creadores de imágenes del pasado siglo y ha sido y sigue siendo una fuente inagotable de inspiración para artistas de todo el mundo. En nuestro país, Ops –la antigua encarnación del gran Andrés Rábago, más conocido como El Roto– es quizá la huella más indiscutible, pero la gráfica y el espíritu de Topor son fácilmente rastreables en un amplio número de dibujantes que se han alineado con “la línea oscura” del maestro y han transitado por los oscuros subterráneos de las publicaciones alternativas.
Cuando se le señalaba directamente como el gran maestro del humor negro y como una influencia en otros artistas, Topor se apresuraba a negarlo:
“Mucha gente ha sentido la misma revuelta que yo y hace parecidas cosas. Y esto ocurre en Estados Unidos y en Polonia, en Francia y en la Unión Soviética. No, yo no he creado una escuela de eso que llaman humor negro. Ha sido la agresividad de la cultura oficial y del contexto en que vivimos”.
De hecho, Topor se resistía a ser relacionado con el género de humor o, al menos, con la acepción más extendida del concepto:
“No me interesa el humor. Me interesa lo burlesco, lo grotesco, no el humor. Yo creo que esta palabra, humor, ha tenido tanto éxito porque toda la Europa mediterránea se enamoró del fantástico, elegantísimo, impasible y –je, je, je– lord inglés. El humor es una cuestión de standing. Ahora que son más pobres, los ingleses son mucho menos humorísticos. Los verdaderos humoristas son los suizos”.
A pesar de sus rotundas e iconoclastas afirmaciones cada vez que tenía un micrófono delante, el ácrata Topor se resistía a ejercer liderazgo alguno y su argumentario era una diatriba implacable en contra del funcionamiento del sistema, a la vez que reivindicaba una particular visión del realismo en arte:
“Esta manera de dibujar y pensar es fruto del tiempo. Vivimos rodeados de esa particular imagen de la felicidad: encendemos el televisor, vamos al cine, salimos, y ahí está, todo felicidad. No hay vísceras ni humores. Los héroes de la publicidad no manchan la ropa de sudor, no van al WC, no tienen sangre. Esta civilización sin humores es muy agresiva para la gente. Porque la gente sí mancha su ropa y sí tiene vísceras. Negarlas es someterse a violencia».
Ilustrador, pintor, escritor, escenógrafo, actor… Son muchas las encarnaciones de un artista que, desde su tierna infancia, tuvo ocasión de conocer el lado más perverso del ser humano. Hijo del pintor polaco nacionalizado francés Abram Topor (1903-1992), Roland nació en París en 1938, ciudad en la que su familia –de religión judía– se había afincado huyendo de la ocupación nazi de su país.
En la enumeración de los principales hitos de su vida, nunca falta la evocación de los dos compañeros con los que fundó el grupo Pánico: Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal, dos artistas brillantes con muchas horas de platós televisivos a sus espaldas que hoy sobreviven felices entre las ruinas de su inteligencia. Ambos, conservan un recuerdo cálido y admirado sobre su amigo. Jodorowsky suele decir que Roland era el mejor de los tres. Arrabal ha escrito frases muy elogiosas, tanto en lo profesional como en lo personal:
“Topor comenzaba sus obras por el final. Así inició su Cocina caníbal. Era un escéptico salvaje que soñaba con un humor que a nadie hiciera reír. Pensaba, con Flaubert, en este mundo traidor lo único serio es la risa. Topor era tan generoso que para él el dinero era sólo calderilla. Se drogaba con su propia generosidad. ¡Qué trancas cogía! Lo que hubiera podido obligarse a hacer por amistad, lo hacía por humor. Sólo cometió una falta a su arte de saber vivir; el día de su muerte. Imperdonable”.
Fernando Arrabal ha escrito la que quizá sea una de las frases que mejor definen la trascendencia artística de Roland Topor:
“Topor desconcierta e inquieta, porque nos revela que el misterio más concreto es el hombre”.
El movimiento Pánico nació como una especie de deserción de las filas oficiales del surrealismo. De alguna manera, Topor nunca salió de esa gran casa donde “el sueño de la razón produce monstruos»: pertrechado de ironía y sarcasmo, nunca se cansó de bucear en las aguas más turbias del subconsciente. Aunque no se consideraba un discípulo directo de la escuela surrealista. Preguntado por un periodista, hacía la siguiente aclaración:
“Me siento más cercano a sus precursores. Y te podría dar una lista bien larga de nombres, desde Goya, desde El Bosco, desde Blake. Los surrealistas han dado un nombre a todo esto y lo han limitado. No digo que sean malos –hay maravillas entre los surrealistas, hay muchas cosas que me gustan–, pero han dado la idea errónea de que lo fantástico-visceral es histórico. Han inventado esa palabra y la gente se ha quedado muy contenta. Creo que los surrealistas son importantes, pero Goya o Blake se limitaron a pintar y no tenían por qué dar una receta. En este sentido, a mí lo que me interesa es el cuerpo humano, y la posibilidad de enfermedades, las mil exageraciones de su uso, y etcétera. Pero ésta no es la única posibilidad”.
Son marca de la casa, en efecto, sus macabras amputaciones de cuerpos. Por si hiciera falta la aclaración, Topor se refería así a este particular:
“Frecuentemente he cortado diversas partes de cuerpos, pero sólo en el dibujo, nunca en la vida real. Entonces manaban ríos de tinta y no de sangre”.
Su particular visión del clásico infantil Pinocho, de Carlo Collodi nos da algunas pistas sobre el filtro freudiano a través del cual percibía e interpretaba el mundo:
“Yo estoy loco por esta marioneta. Es el único personaje literario moderno, actual, verdadero, con sus curiosidades y sus vilezas. Y esa nariz, ¿no os parece un pene, el símbolo de la crisis del macho? Miradlo, este Pinocho, con su aire vencido y sumiso y esa narizota flácida, en pose de rendida admiración delante de su hada”.
Para haber muerto demasiado pronto, como se lamentaba Arrabal, Topor nos ha dejado una ingente muestra de su talento. Nosotros rescatamos especialmente sus dibujos, no sólo por el contexto del presente artículo, sino porque el mismo autor nos corrobora la certeza de que lo fundamental de su discurso fluía desde sus lápices y plumillas:
“Dibujar es mi práctica más íntima. Se establece entre yo y yo, y es la manera que tengo de hacer salir lo que hay en lo más profundo de mí, sin tener que darle formas codificadas por los otros. En cambio cuando escribo tengo que acudir a los códigos de los demás, que deben participar en mi escritura. Escribo para los demás, dibujo para mí. Y de ahí salen tantas cosas… Por eso lamento tanto que la gente deje de dibujar tan pronto. El dibujo es muy importante porque no se puede calificar, no se puede encasillar, es difícil decidir si está bien o mal. No hay bien y mal en el dibujo. Sólo el propio dibujante puede decir, acaso, si consiguió lo que pensaba. Creo que la gente no está familiarizada con el dibujo, y piensa que hacerlo bien es hacerlo como los otros. Y en cambio los que dibujan bien son, precisamente, los que se inventan su propio lenguaje. Me gustaría decir a todo el mundo que es posible hacer lo que uno quiera, si quiere».
Por último y si alguien se anima, les dejamos con una de las recetas de La cocina caníbal, una obra extraña y oscura, pero auténticamente deliciosa:
“Coja a un inocente, desnúdelo, pisotéelo, dele patadas, mátelo, córtelo en trozos de un mismo grosor y métalo en la olla con un gran trozo de mantequilla, sal, pimienta, especias, chalotes y perejil picado. Déjelo freír un tiempo, añada un trago de vino blanco y un poco de caldo. Cuando el inocente empiece a hervir, retírelo del fuego y sírvalo sobre un mantel bien apurado. Cómalo discretamente mientras habla de otra persona”.

Texto: Carlos Díaz

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