Una viajera (o un viajero) occidental puede llevarse una divertida sorpresa si, viajando por el inmenso subcontinente indio en tren o autobús, encuentra en el interior del vehículo una señal en cuyo universal lenguaje iconográfico se comunica a los viajeros la prohibición de expeler ventosidades. Vaya, quién se esperaría estos escrúpulos en quienes se bañan sin problema en ríos de aguas pútridas, por sagrados que se consideren, puede pensar. Por otra parte, pensará también, no estaría de más que en nuestra cultura se utilizaran señales que obligasen a abstenerse del pedorreo en lugares públicos, más aún si son cerrados. Porque conocemos bien el fenómeno de la insidiosa irrupción, casi siempre muda, de ciertos gases resultantes del proceso digestivo, en especial por culpa del sulfato de hidrógeno y el dióxido de azufre formados en el tracto intestinal y responsables de la fetidez. Liberar esos gases al amparo del anonimato es un proceder altamente reprochable, con mayor motivo si el viaje es largo, el asiento numerado, las ventanillas herméticas, y no hay escapatoria. Tal agresión a la pituitaria del prójimo es la que la sorprendente señal trata de prevenir.
No todos los seres humanos ejercen sobre sus esfínteres, concretamente el anal, un control tan avanzado como el conseguido por Joseph Pujol, más conocido como Le Pètomane, de quien hablaremos luego: showman que hace un siglo abarrotaba el Moulin Rouge de un público dispuesto a pasmarse con su espectáculo “retroeólico”, por así describirlo.
Al otro extremo de las habilidades humanas en este campo se hallan los innumerables individuos que, por el contrario, no ejercen control alguno sobre el producto gaseoso de sus digestiones, sea porque no pueden, o porque no quieren, o porque nunca han considerado la simple posibilidad de ese control, el aguantarse por respeto a las personas ubicadas en su inmediata vecindad. Que tal desidia se ejerza en sitios privados, como un hogar familiar o la habitación de un hotel, es de la incumbencia de los ocupantes de ese reducido ámbito, allá ellos con su espacio aéreo, pero cuando el lugar es comunitario la cosa deviene trascendente, por cuanto agredir los sentidos de los demás afecta a la serena convivencia.
En cualquier caso, nuestra viajera (o viajero) se sorprenderá al comprobar cómo la señalética, con su estilo moderado e informativo, puede proponer un mensaje tan eficaz sobre asunto tan escabroso e incómodo, desplazado a los márgenes del lenguaje y la conciencia. Pues, dejando a un lado el tabú impuesto por la urbanidad, posee características que lo vuelven más difícil de señalizar, ni más ni menos que por su naturaleza invisible, cuando una de las finalidades de la señalética es precisamente transmitir mediante imágenes y símbolos ópticos una información comprensible de modo inmediato y universal.
La cuestión es que estamos ante gases que, al igual que los sonidos, la vista no puede percibir, carentes de un aspecto físico representable de manera directa. La estrategia, entonces, sería semejante a la empleada en la prohibición de hacer señales acústicas. Tirando de metonimia, se representa el bocinazo mediante el claxon que lo emite. Si de representar gases personales se trata, habría que recurrir al cuerpo (o la parte del cuerpo) que los expele. Pero no sólo el cuerpo, sin más: mientras que la función por antonomasia y única del claxon es la emisión del bocinazo, la del cuerpo no es únicamente expeler ventosidades, por lo que, así como añadir a la imagen del claxon unas rayas representando su estruendoso sonido sería redundante, una figuración específica de las flatulencias junto a la figura resulta, en cambio, imprescindible.
Nos sorprende que en India exista esa señal de prohibición de soltar ventosidades. O nos parece algo pintoresco que hace sonreír, entre dudas acerca de si broma encerrada. Lo que más bien debería sorprendernos es que no esté más extendida por todo el mundo, y no sólo en un país tan densamente poblado.
Si la señalética estudia las relaciones funcionales entre los signos de orientación en el espacio y el comportamiento humano, este caso peculiar consiste más que nunca en ‘señal ética’, una advertencia concerniente a una conducta socialmente reprobable.
¿Pero cómo introducir el mensaje a través de la comunicación visual, por encima de las barreras idiomáticas o de un eventual analfabetismo? Recordemos que los códigos de la señalética, incluso cuando además de informar proponen comportamientos, mantienen una tonalidad funcional y discreta. Lo contrario del mensaje propagandístico, que quiere impresionar a fondo, grabarse a fuego y dejar huella. Y de sobra sabemos que en el tema de los pedos no sería difícil cargar las tintas con enfoques aparatosos y enfáticos. Junto a esta limitación estilística, el reto aparece, como decíamos, cuando se busca un pictograma que haga visible lo invisible; lo sonoro, tangible, oloroso o saboreable, pero no visible.
Nuestro lado infantil tiende a regocijarse con la manifestación acústica, ya tenga la forma de estampido simple o la del petardeo con que se encadenan varias detonaciones, pero cualquiera reacciona con disgusto y sentimiento de amenaza ante la faceta olfateable de ese aire comprimido que halló salida. Es sobre esto sobre lo que la señal quiere llamar la atención. Pero cómo simbolizarlo…
Entre los ejemplos recopilados para ilustrar este artículo hay señales oficiales exhibidas en transporte público y taxis, en estancias colectivas o en zonas de aseo, así como pictogramas y otras imágenes vectoriales para uso múltiple, todo ello con la intención más seria. Y están, por otra parte, las variaciones creativas y humorísticas, que no podían faltar. Al tratarse de tan quevedesco tema, encontramos una amplia zona fronteriza donde ambas modalidades resultan indistinguibles y acrecientan la duda acerca de si es una inocentada o va en serio. Pero sucede como con las reacciones ante el fenómeno original: tan pronto provoca grave circunspección como se escapa la risa, aunque esto más bien ocurre con los pedos sonoros. Los hediondos (o pediondos), en su mayoría silentes, son los perseguibles.
En esta improvisada recopilación, las imágenes restrictivas usan el código perteneciente a la circulación vial, que hereda los antiguos sistemas de lenguaje para señales marítimas o ferroviarias. En ese código, un modo de expresar la prohibición es encerrar la imagen indicativa en una roja circunferencia barrada por un diámetro en diagonal. Es al menos el modo predominante en el sistema europeo, que desde finales del XIX se apoyó en signos y en símbolos ópticos, y fue enseguida fijado de forma muy duradera por el Touring Club de France. La tradición norteamericana, sin embargo, tendía a basar sus señales en rótulos, generalmente sobre fondo amarillo, y sólo más tarde, en 1922, la Fundación Eno empezó a añadir símbolos visuales. Así que los ejemplos recogidos oscilan entre los ejes de coordenadas Seriedad-Humor y Europa-EEUU.
Otro factor común en las de escuela europea, las de circunferencia roja, es la figura humana en silueta negra superesquemática, anónima y universalizante, el pictograma más implantado en la señalética. La vemos en diversos grados de flexión, porque a la hora de expulsar la ventosidad hay un cierto “efecto fuelle” que ayuda. Por lo demás, la representación de la figura humana es bastante uniforme y evita entrar en casuísticas como la influencia que la obesidad, por ejemplo, pudiera jugar en el fenómeno. Ya hemos visto que la pauta de la concisión informativa, evitando el énfasis o la grandilocuencia, es fundamental en la señalética. Más matices encontramos, no obstante, a la hora de representar el gas, mucho más subjetivo e interpretable por carecer de apariencia visual. Lo más sencillo es dotar a la flatulencia del aspecto de los gases visibles, el de nubecilla. Aquí lo básico son unas volutas, un conjunto de líneas de curva amplia, combinadas para indicar la procedencia con otras que son rectas [7 y 8]. Éstas, en función añadida de líneas cinéticas, pueden marcar también la fuerza con que el gas irrumpe en el espacio. Cuando las líneas rectas son dos, y forman en pico un ángulo agudo, convierten a la nubecilla en ‘balloon’ o bocadillo [9], recurso específico del cómic para encapsular lo que se dice y señalar quién lo dice. Introduce así una hilarante insinuación de los pedos como voces, en este caso genuinos “flatus vocis”. Muy del cómic es también esa llamarada que seguramente nace de la asociación de ‘gas’ con ‘inflamable’, o de la experiencia de las horas que siguen a la ingestión de guindillas [10]. Asimismo es de cómic la versión que define la nubecilla con un perigrama erizado y la convierte en indicativa de explosión o destello, alusiva al pedo como estampido antes que como gas [11]. También alusiva a lo acústico, y con enfoque muy indulgente, es la que lo presenta como sonido, de estirpe musical [12]. Además hace zoom sobre la figura humana para detallar el culo como origen de las quiméricas notas. Por el contrario, no intentan idealizaciones quienes van a la esencia del problema y plasman la nubecilla como espesa masa negra y fragmentada, que es lo que más concreta, casi con excesiva crudeza, la realidad de la pestilencia, al fin y al cabo lo que la señal busca impedir [13 y 14].
En la sección norteamericana de esta muestra, de fondo amarillo y más profusamente rotulada, es difícil decidir si alguna es “oficial” o “seria”. Quizá la que amalgama el rótulo de NO FARTING con una de las de circunferencia roja, cuya figura interior cobra gran animación por el mero toque de levantar ligeramente una pierna [22]. La otra señal que usa circunferencia roja barrada parece más bien un ensayo de minimalismo, exploración de los límites de la asepsia expresiva y de la definición más sosa posible de un culo [23].
Buena parte del resto parecen probablemente generadas en fraternidades de colegios mayores para consumo interno.
Al contemplar la sección de pictogramas, imágenes vectoriales y de clipart, todas según el estilo estandarizado por la AIGA (American Institute of Graphic Arts) para el Departamento de Transportes de los EEUU, encontramos también las siluetas, la ligera flexión, la nubecilla, su versión negra, el bocadillo… Llamativo como, en un alfabeto visual de cuatro mínimos elementos, cualquier ínfima modulación repercute enormemente; como, por ejemplo, engrosar el trazo que define la nubecilla representativa del pedo lo transforma en un zambombazo [30]; o como alterar unos grados la inclinación de la nubecilla hace que el hombre parezca volar hacia arriba con propulsión a chorro [33]. Hay también ciertos matices leves en la postura elegida, tan expresivos, como ese ángulo de la rodilla [35 y 36]. En ambos figurines, la posición de las manos: en las lumbares, o quizá más abajo, para ayudar al cuesco en su salida. Y mención especial para el personaje que, a juzgar por las peculiares líneas utilizadas para describirlo, parece emitir sus flatulencias al espacio digital, vía wi-fi, posibilidad susceptible de sorprendentes especulaciones [37].
Con la seriedad estilística de estos pictogramas informativos, presente, si bien paródicamente en las variaciones humorísticas, contrastan los ataques de risa incontrolada que en el Moulin Rouge provocaba Joseph Pujol durante su función Le Pétomane. Francés hijo de catalán, Pujol (1857-1945) abandonó en los inicios su oficio de panadero para emprender carrera como artista del espectáculo. Fue a raíz de descubrir, durante el servicio militar, que poseía la insólita habilidad de inhalar y expeler a voluntad grandes volúmenes de aire por el ano, gracias al control del esfínter y varios músculos abdominales. Ante un público distinguido (que llegó a incluir a reyes como Eduardo VIII, de Inglaterra, o Freud, del Psicoanálisis), pronto entregado a carcajadas tan regocijadas como histéricas, era capaz de apagar velas a cierta distancia, imitar truenos y cañonazos, y también a los animales de una granja, lanzar chorros de agua a varios metros o interpretar melodías románticas con una ocarina, gracias a un tubo flexible aplicado al recto. Pero lo suyo no era gas digestivo sino aire procesado, lo que ahorraba riesgos al público. Con la explotación circense del aspecto sonoro excitaba al máximo el fondo infantil de aquellos estirados adultos. Sobre la vida de este fartiste o flatuliste se han escrito libros y comedias musicales, y filmado películas biográficas como la de Ian MacNaughton (Le Pétomane, 1979, con Leonard Rossiter) o la de Pasquale Festa (Il Petomane, 1983, con Ugo Tognazzi).
Con parecida eficacia provocadora, y llamado por ello a ser ingrediente de chistes de patio de colegio, empezando con la rima de su apellido, Quevedo escribió Gracias y desgracias del ojo del culo, en varios de cuyos pasajes trata de las flatulencias con densa y espesa pirotecnia verbal. Traca comparable a la del Poema al pedo, la mera existencia del cual convierte al autor en un héroe para los escolares.
El humor dinamitero inspira también el Tratado sobre el pedo (1981), publicado como pieza anónima en San Lorenzo de El Escorial por los intelectuales ocultos tras los seudónimos Avantos Swan y Barón de Hakeldama: un texto repleto de consideraciones formuladas en tono profesoral y académico sin mover un músculo de la cara, así se adentre de lleno en el disparate. Pero es imposible que la conciencia de una actividad tan frecuente y cotidiana de nuestro humano organismo esté constreñida a la alusión gamberra y pedestre (perdonen el chiste), y no tenga presencia asimismo en las cimas literarias. Pues bien, desde luego la tiene en muchas, y escogemos dos.
En Molloy (1951), la primera pieza de la asombrosa trilogía novelística con que Samuel Beckett arrasó definitivamente la ilusión del realismo, el protagonista, uno de los muy poco heroicos personajes beckettianos, habla de su costumbre de, bajo el abrigo, envolverse en tiras de papel de periódico: “El Times Literary Suplement era excelente a tal efecto, de una solidez e impermeabilidad a toda prueba. Ni los pedos lo rompían. Qué voy a hacerle, suelto ventosidades a cada paso, de modo que alguna alusión he de hacer de vez en cuando al asunto, pese a la lógica repugnancia que me inspira. Un día conté mis gases. Trescientos quince en diecinueve horas, lo que da una media de más de dieciséis pedos por hora. Total, nada. Ni un pedo cada cuatro minutos. Es increíble. Vaya, vaya, soy un pedorro de pacotilla, he hecho mal en decir otra cosa. Resulta extraordinario cómo las matemáticas ayudan a conocerse a sí mismo”.
Al final de Recuento, de Luis Goytisolo, pieza primera de la tetralogía novelística Antagonía, la obra magna de la literatura española del siglo XX, cuando Raúl Ferrer el protagonista, tras servir de médium como escritor a las voces circundantes, halla su propia voz narrativa, rescata profundos recuerdos infantiles; entre ellos, y junto a vivencias trascendentales, una festiva taxonomía: “Clasificación y denominación de los pedos, según sus grados de sonoridad, duración y pestilencia: cerbatana, chalupa, cornetín, canario y carga de profundidad. Felipe propuso añadir mofeta, teodolito, coscorrón y retruécano”. Sería un gran ejercicio diseñar la señal correspondiente a cada variedad.
Para acabar: que el rudimentario fenómeno biológico del que venimos hablando sea detectable en obras con entidad intelectual y artística del máximo nivel, es algo que contribuye a su reconocimiento como parte de la realidad natural y facilita su necesaria regulación, tal y como ya está ocurriendo en algunos países orientales de milenaria cultura, y así lo testimonia nuestra corresponsal en la India. Publicado en visual 201
Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)