Las Navidades pueden ser una época muy peligrosa. En casa de diseñadores puede convertirse en una pesadilla de trastos más o menos inútiles con el apellido “de diseño”, que guardaremos como oro en paño, pondremos en lugares destacados para que lo vea todo el mundo y nos referiremos a ellos por el apellido del diseñador que los perpetró. Todos los años solía caer uno, normalmente como deferencia especial de familiares cercanos que saben que en casa nos derretimos por las formas, aún cuando el objeto es incapaz de cumplir correctamente su sencilla función. Porque suele darse una curiosa relación inversa entre belleza externa del producto y usabilidad, que los diseñadores de producto conocen, pero nos ocultan, para que diseñadores, arquitectos y modernetes en general sigamos picando cuando hacemos o pedimos regalos cada Navidad. De ese modo, en casa atesoramos un salpimentero inservible del que se cae la pimienta cuando quieres echar sal y viceversa; un pesado sujeta páginas de aluminio difícil de usar y molesto para guardar; una radio fm que usa la misma rueda para subir el volumen y cambiar el dial; sujetalibros incapaces de aguantar el peso de los libros; pela-ajos de silicona imposibles de limpiar después de haber cumplido su cometido; y un vergonzante etcétera acumulado año tras año. Todos ellos son preciosos, minimalistas, limpios en sus formas; pequeñas esculturas que reinventan el objeto clásico destinado a esa función para darle una nueva imagen, y ¡qué demonios!, incluso se olvidan de la función si eso entorpece el que se vea bonito.
Lo peor de todo es que nosotros caemos con facilidad –y cierta alegría– en la trampa, y ahí está el salero-pimentero, presidiendo el comedor a pesar de que es incapaz de servir sal o pimienta como Dios manda. Casi todos nuestros invitados se han acercado a él, lo han sujetado y han preguntado qué es. “Un salero-pimentero ¿Ves? Esta parte es el salero y aquí…”. “Qué bonito”, contestan siempre antes de dejarlo de nuevo en equilibrio sobre su base de madera. Casi nadie pregunta por qué no lo usamos, e intuyo que es porque tras sujetarlo veinte segundos en la mano ya saben que como salero nunca va a funcionar.
Esa ceguera voluntaria, incluso buscada, es la que hace que le perdonemos todo a Apple, a pesar de algunos fallos recurrentes, en especial con cables, cargadores y accesorios.
Este año pasado la palma se la ha llevado Juicero, cuyo caso se estudiará en escuelas de diseño industrial y escuelas de negocios indistintamente durante años. Juicero era un exprimidor de zumos que no podía exprimir fruta fresca. Ni tan siquiera podía cortarla, exprimirla o triturarla, como el resto de los electrodomésticos de su clase. Su función era prensar unas bolsas que traían las frutas y verduras precortadas. Por supuesto, era la propia compañía la que proveía las bolsitas, con las mezclas y sabores, previamente testados, que ellos consideraban. Como parte de la experiencia Juicero, la máquina estaba conectada a internet y a tus dispositivos móviles, por lo que era capaz de hacer pedidos online, de decirte cuando iban a caducar tus zumos y darte los valores nutricionales del zumo que te ibas a tomar. Algunos de los fondos de inversión más boyantes de Silicon Valley, incluido Google, no quisieron perderse esta oportunidad e invirtieron 120 millones de dólares en el exprimidor. Tras 3 años de desarrollo de la idea, en 2016 salían los primeros juiceros por 700 dólares cada aparato, y entre 5 y 8 dólares la bolsita de zumo. Ese precio no hizo más que aumentar las expectativas, y lejos de suponer un revulsivo para la venta del artilugio, significó su encumbramiento en los altares del diseño y la tecnología, bautizándolo como el iMac de los exprimidores o el exprimidor que hubiese diseñado Steve Jobs.
Ya teníamos la nueva experiencia healthy esperando a petarlo en instagram, cuando a una periodista de Bloomberg se le ocurrió apretar con las manos una bolsita de Juicero delante de una cámara. No sólo el zumo salía igual que con el carísimo exprimidor, sino que conseguía vaciar su contenido en menos tiempo. En pocas horas ya era viral, y a los pocos días la empresa reconocía que se podía exprimir la bolsa con las manos, pero que te perdías la experiencia Juicero al completo. Los mismos medios que le habían ensalzado comenzaron a sacar artículos poniendo en duda que aquello fuera una experiencia: ¿Por qué un exprimidor de 700 dólares para obtener un zumo que podías obtener con las manos? Si en las bolsas ya estaba el zumo ¿por qué no simplemente abrirlo y servir? ¿Qué sentido tiene que el exprimidor leyera la fecha de caducidad de las bolsas, si ésta venía impresa y a la vista? ¿Qué aportaba ver cada vez los valores nutricionales de tu zumo, si estaban siempre disponibles en la web? Ahora parecen perogrulladas, pero para entonces Juicero ya estaba en cadenas de restaurantes, empresas multinacionales, unos cuantos cientos de hogares y contaba con una buena cantidad de videos de influencers alabando las maravillas de la marca.
Con un video de menos de un minuto, la marca pasó de ser el exprimidor que hubiera inventado Steve Jobs a ser un timo absoluto. De valer 120 millones a desaparecer del todo.
Yo jamás hubiera picado. Desde hace años pido por Navidad el Juicy Salif de Stark. Es tan inútil como el Juicero, y jamás ha sido capaz de exprimir una naranja, pero al menos puedo contarle a las visitas que forma parte de la colección del MoMA ¡Qué más se puede pedir de un exprimidor! Publicado en Visual 190
Texto: Nano Trias (www.obaku.es/zenblog)