MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

White Boy, un feliz rescate


Tanto en lo artístico como en lo argumental hay
en White Boy una modernidad y un aliento innovador tan extraordinarios que, al fijarnos en que la serie fue dibujada hace más de ochenta años, y por alguien de más edad que nuestros abuelos, caemos en que, sin pretenderlo, su anticipación fue tan asombrosa que resultó excesiva y la volvió inadsimilable.

whitel boys

Iniciada su publicación en octubre de 1933 en el suplemento dominical del Chicago Tribune, y distribuida por la agencia del periódico a cabeceras de todo el país, en agosto de 1936 se interrumpió sin preaviso para hibernar desde entonces en un olvido casi absoluto.
Esporádica y recientemente, unas pocas páginas de muestra se venían reproduciendo como rareza o exquisitez en antologías de estudiosos (A Smithsonian Book of COMIC-BOOKS COMICS, o en Out of Time, de Dan Nadel, recopilador de tebeos visionarios), hasta que el pasado año Sunday Press, de Palo Alto (California), publicó cuidadosamente la desigual colección completa de los 150 episodios semanales, con estudio preliminar de Peter Maresca, quien en el American Heritage Center de la Universidad de Wyoming en Laramie examinó a fondo los archivos personales dejados allí por Garrett Price, el creador de esta resucitada obra maestra.
Durante la Gran Depresión norteamericana de los años 30, los chicos de la depauperada clase media conectaron con la estética del western. La vida diaria se había vuelto mísera, pero en el Lejano Oeste todo funcionaba mejor. Con la suficiente tenacidad, las pepitas de oro terminaban apareciendo en el lavadero de arenas fluviales. En medio del paisaje inmenso y majestuoso, y entre ríos de whisky, el hombre aventurero, capaz de esfuerzos épicos, podía sacar adelante un rancho productivo y fundar patriarcalmente una saga familiar. Los tipos buenos (incluyendo ser bueno en el manejo del revólver) solían ganar, al tiempo que forajidos, cuatreros, tahúres y otros pillos terminaban en el calabozo que el sheriff tenía para ellos en su modesta oficina. En el peor de los casos, el Séptimo de Caballería, arrancando ovaciones en el gallinero de los cines, irrumpía salvadoramente, desde lejos, anunciado por inconfundible corneta, casi siempre para poner en fuga a los indios y derribarlos de los caballos a balazos: tiro al piel roja como quien tira al blanco en una barraca de feria.
El universo del western consiguió la apasionada preferencia del gran público, sediento de acción y aventuras. No sólo en los cines sino también en los seriales radiofónicos, las novelas de kiosco y las historietas de los suplementos dominicales. Películas como The Big Trial, de Walsh, Cimarron, de Ruggles o El Virginiano, de Fleming, llenaban las salas; cómics como Red Ryder, Hoppalong Cassidy, El Llanero Solitario o King de la Policía Montada, llenaban con éxito los coleccionables.
Junto a los duelos al sol, las peleas masivas en el saloon, los rodeos, los ahorcamientos en patíbulos de pueblo, las matanzas de bisontes y otros tantos elementos habituales en los argumentos del western, las mujeres aparecían como seres dotados de una más sutil visión de las cosas, visión inaccesible a hombres rudos, demasiado ocupados en proezas, peleas, persecuciones y borracheras. Por otra parte, los indios, con sus aullidos, rostros pintarrajeados y poblados ambulantes, representaban el lado silvestre, indisciplinado y hechicero de la humanidad con trazo tan exagerado que a su lado el cowboy encarnaba la civilización.
Un rasgo de lo atípico de la serie White Boy: pone en lugar central estos dos elementos que en el western canónico son secundarios: indios y mujeres.
Pero no solo por este planteamiento argumental tan radicalmente atípico es extraordinaria la obra. Su calidad artística asombra, aún más si, como comentábamos arriba, se recuerda que fue creada hace tantísimos años y se considera que, dado el contexto cultural en que apareció, no podía ir más a contracorriente (más contra el mainstream, para decirlo con anglicismo). Por primera vez, el punto de vista es indio, el de la ficticia tribu de los Rainbow (Red Eagle, de Thompson, es del 37). En el primer episodio, unos adolescentes indígenas otean desde una colina cómo a lo lejos unos guerreros de su tribu tienen una escaramuza con unos blancos y capturan a un niño. Lo reciben con una expectación en la que no faltan vetas de la hostilidad natural hacia el enemigo que les está echando de sus tierras y exterminando. Será entregado a una madre a cuyo niño mataron los blancos.
Quien en la viñeta que cierra este episodio inaugural designa al personaje recién llegado procedente de una cultura extraña y agresiva, con el nombre descriptivo de un ser raro, un white boy, es Starlight, una squaw adolescente.
Contar la historia desde el lado de los indígenas no es una postura superficial. Implica una óptica global que impregna la estética de la línea y del color, la composición de las páginas, el modo narrativo, el estilo de los diálogos. La línea es de trazo fino y delicado, muy eficaz y precisa, pero al mismo tiempo llena de suavidad. El color, a su vez, está muy lejos de la mecánica naturalista. En cada página Garrett Price utiliza una paleta y entona la plancha como un todo, distribuyendo los valores cromáticos de cada viñeta en función del conjunto. Otro tanto con las viñetas en sí, sus formatos variables, con la mayor flexibilidad, pensando en la composición general. Grandes viñetas de media página para panorámicas, contrapesadas en la otra mitad por cuatro o cinco con detalles, pequeñas.
Abundan ejemplos como el episodio del incendio gigantesco, la huida de animales en masa, la estampida de los bisontes, los nubarrones colosales aplastando la pradera, medios por los que se transmite de modo directo, visualmente, la amplitud de los espacios abiertos del Oeste, las ilimitadas praderas.
La edición que en 2016 recopila la totalidad del trabajo historietista de Price, dibujado exclusivamente entre 1933 y 1936 (ni antes ni después hizo más en ese campo), respeta el formato y el color originales: salía más o menos cuadrado, ocupando media página del suplemento, y con un color previo a eventuales alteraciones fotomecánicas.
De las 150 planchas, algo más de la mitad (84) corresponden a una primera época, de año y medio de duración (octubre de 1933 a abril de 1935), en la que la historieta se titula White Boy, sin más. Una segunda época de 49, a lo largo de un año, es el resultado de cambios radicales y repentinos, introducidos de golpe, sin aviso previo ni explicación de ninguna clase. En ese año la serie se titula White Boy en Skull Valley. Y una tercera época, de 20 episodios, casi cinco meses, se titula escuetamente Skull Valley, sin mención al hasta ahora protagonista. No representa un cambio sutancial respecto a la precedente. En agosto de 1936 deja de publicarse, de golpe y sin comentarios.
Cuando le propusieron dibujar una serie de género western, Garrett Price llevaba varios años instalado en Nueva York como ilustrador independiente y publicaba con regularidad portadas en las principales revistas: Life, Esquire o New Yorker, donde también dibujaba viñetas (cartoons). Había empezado a publicar con 15 años en un periódico de Saratoga, y luego en otro de Kansas, mientras aún era estudiante, y lo siguió haciendo mientras pasaba por la Universidad de Wyoming y el Art School of Chicago. En 1916, nada más graduarse, había entrado en el Chicago Tribune. Con el paréntesis de la Primera Guerra Mundial, en la que participó dibujando en un boletín de la US Navy, y breves estancias en París para ampliación de estudios, permaneció nueve años en el diario como ayudante de varios ilustradores veteranos. Asimiló influencias y estilos variados y los integró para acreditarse como profesional excepcionalmente versátil, y lo siguió demostrando desde que en 1925 se trasladó a Nueva York.
A los 38 años, la oferta de acometer una serie del Oeste le permitía desplegar en un campo para él nuevo, el cómic, todo el saber artístico acumulado. Y el nivel del arte visual y narrativo que aportó durante los primeros meses es tan asombroso, anticipa tanto muchas tendencias actuales, que para sus contemporáneos resultó incomprensible.
Durante esos dorados primeros meses, Garrett presentó con simpatía y ecuanimidad una cultura india viva, lejos de los estereotipos vigentes. Los personajes hablan normal, no como los apaches de las películas (¡Jau!, ¡Yo ser Ciervo Salvaje y hombre blanco hablar con lengua partida!). Los habituales, además de Starlight, eran Chikadee y Woodchuck, jóvenes indígenas que, admitiendo en sus juegos y andanzas a White Boy, le van integrando en su sociedad. La deliciosa Starlight y el niño blanco viven un cándido y apacible romance intercultural, sin que el autor deje de añadir tenue erotismo en alguna viñeta. En cierto episodio, White Boy intenta pescar en un río con una especie de tridente. Incapaz, Starlight lo consigue. Y en la viñeta final, mientras cocina los peces en una fogata, el chico comenta que es lógico que se ocupe de ello, ya que Starlight ha sido la proveedora de la comida. Interesante reflexión sobre el reparto de papeles y tareas.
En sucesivos episodios al lector le es presentada la existencia de una tribu inmersa en sus costumbres y folklore, sus creencias religiosas, sus leyendas ancestrales, sus ropajes concretos, costumbres de caza, relación con los animales del ecosistema que con ellos comparten… Y le es presentada con una narrativa ad hoc, a menudo articulada a partir de sueños y de mitos de la tribu. Los dibujos son de trazo extremadamente pulcro y elegante, ajeno al nerviosismo de las líneas cinéticas, tan usuales, y al ritmo trepidante y violento del western vaquero.
Garrett Price, además, se había criado en un rancho remoto de Saratoga. Su padre era médico rural y visitaba a sus pacientes de otros ranchos en viajes de millas y millas en coche de caballos. El niño Garrett le acompañaba y esa inmersión profunda en un paisaje de anchurosas praderas se transmite en el ambiente incomparable de las primeras entregas de White Boy.
Esta clase de radicales diferencias en el abordaje de un género tan machista y violento como el western explican la brevedad de la serie, ya que según la ley del mercado el público manda, y si el público no acepta una propuesta porque le parece marciana, la propuesta lo tiene crudo. Pero no sólo la incomprensión incidió negativamente en el porvenir de la extraordinaria White Boy.
Tras su desbordante inicio, creado con una libertad para la que se había adiestrado durante años de aprendizaje, y que demostró sobradamente ser muy capaz de manejar, Price tuvo un primer encontronazo con la realidad: la agencia le impuso componer las páginas con arreglo a patrón fijo, según un número regular de viñetas uniformes, para que fuesen adaptables a un formato más vertical, el tabloide, puesto que en la nutrida cadena de diarios que distribuían las historietas había tamaños variados. Pasar del media página al tabloide requería redistribuir las viñetas, redibujar alguna, usar otro diseño de cabecera, que pasaba de un lateral al borde superior, etc. Y problema parecido había con el color, porque muchas rotativas no alcanzaban a reflejar la sutileza de la paleta de los originales y tiraban de colores fotomecánicos, más bien estándar.
Price se adaptó a las limitaciones y, cuando llegó el obligado episodio navideño de Santa Claus, pudo sostener aún la inventiva y enfocarlo ingeniosamente desde posición india. pero el encorsetamiento de la composición por infraestructurales necesidades del negocio no era el único problema, ni el menor. El impulso explorador y entusiasmo creativo iniciales se habían atenuado, aun siendo excelente el nivel, que aún mantenían.
Pero un domingo de abril de 1935 la página, dominada por voluminosas masas de tinta negra, proponía una estética inusualmente sombría sin que, por otra parte, el argumento (la leyenda del monstruo bromista de un lago) lo exigiese. Y a la semana siguiente, sin explicación alguna, la serie aparece sometida a cambios tan radicales que la convierten en otra. Sin ir más lejos, White Boy se llama ahora Bob White, y Starlight, que tiene el pelo corto, viste ropa occidental y calza botas en vez de mocasines, se llama Doris. Queda difuminado el intenso e inocente vínculo que mantenían en la tribu. Porque ahora ya no están a finales del XIX sino en el calendario contemporáneo, el año 35, y en una población del Oeste donde circulan automóviles (Ford T). En este nuevo escenario, conforme a las leyes más convencionales del western de serie B, broncos forajidos intrépidos y héroes enmascarados se mueven a base de colts, propensos todos a la golpiza. El estilo del dibujo está bien lejos del inicial. Price tiene oficio y versatilidad y es de sobra capaz de ejecutar con solvencia el estilo que le imponen desde arriba las fórmulas triunfantes, vendedoras. Otra cosa es que, por mucha voluntad cumplidora que ponga, le resulte insoportable trabajar sometido a esa censura de caja registradora, y se vaya desentendiendo.
Bob White y Doris, y se establece de lleno así en esta 3ª fase, la denominada Skull Valley directamente, son unos chavales que trabajan de peones en el rancho turístico de ese nombre, regido por la robusta pelirroja Nan. El dibujo, voluble, sigue siendo exquisito; los guiones, erráticos, sin una coherencia elemental.
Como si lo hubiesen secuestrado y en un avión trasladado a otro país, Price debe contar ahora la historia según contexto y reglas del hombre blanco: secuestros, peleas, extorsiones, robos, etc., y con un estilo agresivo y dramático aparatoso. Se ve a todas luces que es capaz, pero que no le interesa en absoluto, y hasta le disgusta tener que pasarse a la parte del hombre blanco, la “civilización”. Él quiso contar una cosa y ahora se ve fuertemente presionado para que cuente otra bien distinta. Y no le gusta: es patente en cada viñeta.
De la misma manera abrupta y sin explicaciones, deja de publicarse; no hay tampoco despedidas.
La serie entró de inmediato en el limbo. Price se centró de nuevo en la ilustración. Durante décadas siguió realizando magistrales portadas y viñetas. Cuando se jubiló en 1974 llevaba tiempo viviendo en un rancho con su esposa una existencia apacible que incluía también jardín y carpintería. Desde 1936 no había vuelto a dibujar ni una sola historieta, arte en el que figura como uno de esos raros maestros con una sola obra, pero culminante, eso sí.
En su día sucumbió a la implacable ley del mercado, pero ahora al fin revive con cierta gloria. Algo notará en su tumba el autor. Y con él, el gran Espíritu de las praderas americanas. Publicaid en Visual 189

Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

Plausive


Warning: Cannot call assert() with string argument dynamically in /srv/vhost/visual.gi/home/html/index.php on line 14