A los grafistas nos invade cierta congoja cuando vemos una valla abandonada. Puede que no a todos, vale, pero sí a los que más o menos tenemos conciencia de lo que somos y del exponente que es para nosotros ese soporte. La valla es el lugar donde mejor se sacia ese exhibicionista que tenemos dentro todos los que alguna vez hemos creado algo para que, en dos dimensiones, atraiga miradas. Es el sitio donde, ese puñetazo en el ojo que decía Santiago Pol que debe ser el cartel, produce un hematoma más profundo, grabándose mejor en la memoria del espectador.
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