MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Aníbal Hernández. Del punk al diseño humanista


Aníbal Hernández pertenece a esa generación que ha servido de transición entre las figuras consagradas de la disciplina y los millennials. Un profesional con dos décadas de trabajo a sus espaldas, en el que confluyen la tradición clásica, el diseño analógico, las nuevas tecnologías y la iconoclastia.
animal hernandez
La primera memoria que guarda Aníbal Hernández sobre diseño ni siquiera es un recuerdo consciente. La madre de un amigo de mi pandilla era diseñadora gráfica. Cuando íbamos a su casa me llamaban mucho la atención los libros de El Lissitzky aunque no tenía ni idea de quién era. Tal vez sea ese mi primer contacto con el diseño sin saberlo. De hecho, cuando empecé a dedicarme a esta profesión, tampoco tenía muy claro en qué consistía.
A ese despiste contribuyó en buena parte que la formación como diseñador de Aníbal Hernández resultara un poco caótica.
Siempre mostré una inclinación artística. Dibujaba, hacía portadas para las cintas de música, leía y hacía cómics, pero en los estudios no era muy aplicado y mis padres estaban preocupados. Cuando Aníbal decidió estudiar bachillerato artístico, la tranquilidad llegó por fin al entorno familiar, aunque duró poco. La verdad es que no iba a clase, así que se volvieron a preocupar y pedirme cuentas. Entonces decidí estudiar otras cosas, pero de forma un poco cutre.
Primero fue animación 2D, una técnica en la que era imprescindible dibujar, lo que, en principio, pintaba muy bien.
El problema era que como me dedicaba a intercalar, siempre dibujaba lo mismo con pequeñas variaciones. Tras la experiencia con el 2D, le tocó el turno a un curso de 3D, que resultó aún más aburrido que el anterior. No se me daba bien, eso es cierto, pero también es verdad que la tecnología no se prestaba mucho a ello. Ajustabas un parámetro, hacías un renderizado de diez minutos, lo veías, decidías subirle la luz especular, lo cambiabas, volvías hacer el renderizado… Me parecía súper tedioso, lo que no impidió que acabase trabajando en un estudio haciendo justamente eso.
A pesar de lo poco atractivo de esas tareas, entrar en un estudio permitió que Aníbal se familiarizase con otras facetas del diseño y pudiera acercarse a la disciplina desde diferentes puntos de vista. Me di cuenta de que había otros procesos, algunos menos laboriosos que el 3D, con resultados más inmediatos y para los que ni siquiera era necesario un ordenador, sino que se podían hacer con un lápiz. Fue ahí cuando, definitivamente, me engancha el diseño.
Poco después de esa epifanía, Aníbal abandonó el estudio de 3D para incorporarse a una consultoría en la que las cosas tampoco mejoraron. Al tedio del trabajo diario se sumó un despido por reducción de personal que fue aprovechado por Hernández para explorar mejor ese diseño pre-tecnológico que acababa de descubrir. Decidí entrar en el IED. El problema fue que, como yo dominaba Photoshop, InDesign, Freehand y otros programas, en las clases técnicas me aburría como una ostra. Lo que me salvó fue que me interesó mucho toda la parte teórica en la que, además, tuve muy buenos profesores. Gracias a ellos conoció a autores de los que nunca había oído hablar, comenzó a leer teoría del diseño y llegó a la conclusión de que, aunque todo era diseño, no todo el diseño era igual. Comprobé que había un diseño de batalla, demandado por aquellas empresas que no le prestan mucha atención pero que necesitan de él, y un diseño que podríamos llamar más elevado o humanista. Ese era el que más me interesaba.
Hasta ese momento, sus referencias gráficas estaban aparentemente alejadas de ese nuevo diseño que empezaba a llamar su atención. Se trataba más bien de productos de cultura popular entre los que estaban los tebeos de Marvel, cómic europeo, autores underground americanos como Robert Crumb, Gilbert Shelton, Peter Bagge o Daniel Clowes, películas de serie b, carteles, discos, arte urbano, moda… En ese momento no me daba cuenta pero estaba más en contacto con el diseño de lo que yo pensaba. Gracias a los discos, por ejemplo, veía los trabajos de Peter Saville y, aunque no sabía quién era, tenía la intuición de que esas portadas en concreto eran distintas a las demás, que había algo en ellas.
Tras la decepcionante experiencia laboral en esas empresas y su paso por el IED, Aníbal Hernández decidió montar su propio proyecto profesional junto a Ángel Fernández. Como me había ido de casa muy pronto, ya tenía unas responsabilidades que, aunque solo fuera conmigo mismo, como comer o pagar el alquiler, necesitaba resolver. Así que pasé de estar en esas empresas cutres a tener mi propio estudio de diseño: La Camorra.
Aunque era la decisión más lógica, la transición de trabajar por cuenta ajena a convertirse en empresario no estuvo exenta de dificultades y fue lo más parecido a hacerse adulto de la noche a la mañana. Cuando miro cómo ha sido mi carrera profesional, lo único que tal vez echo de menos es no haber tenido un mentor. Alguien que me enseñase, que me guiase un poco o que me dijera algo tan simple como ‘haz una retícula’. En ese aspecto creo que hubo gente que lo hizo mejor que yo y que, en un momento en el que tus necesidades son menores, se buscaron un hueco en el estudio de Mariné o en el de Eskenazi.
A pesar de esa falta de mentores –o justamente a causa de ello–, La Camorra destacó por hacer un diseño fresco, sin complejos, en el que jugaba un papel importante la experimentación, sacar el máximo partido a recursos limitados y saltarse las reglas, principalmente, porque nadie había dicho que las hubiera. En esa época había mucho trabajo y no parábamos de hacer cosas. No es que valiese todo, pero sí que es verdad que la falta de medios y nuestras limitaciones técnicas daban lugar a una estética muy particular. Por entonces, uno de los referentes de La Camorra era el diseñador estadounidense Art Chantry. Él se vanagloriaba de no utilizar el ordenador y nosotros hacíamos un poco lo mismo. En otras palabras, en La Camorra no nos interesaba el rollo suizo precisamente, lo que no quiere decir que no lo valorásemos.
Tras casi una década con La Camorra, el estudio se desmanteló y Aníbal Hernández comenzó a trabajar por su cuenta. Un cambio que llegó en un momento de madurez personal y profesional, pero en una de las peores coyunturas económicas a escala global de la época reciente.
Mi historia siempre ha sido una historia de limitaciones. He tenido que adaptarme constantemente a las condiciones que había. Esa falta de presupuestos, por ejemplo, ha hecho que cuando he necesitado una ilustración, en muchos casos me ha tocado hacerla a mí o buscar otra solución creativa. La otra opción era explotar a un ilustrador y siempre me he opuesto a eso. Aunque las formas de afrontar la precariedad sean diferentes, la falta de recursos ha marcado a muchos de los diseñadores pertenecientes a esa generación que ha crecido aprisionada entre las grandes figuras del diseño español y los millennials. Creo que, a diferencia de la generación anterior, la mía, tal vez por la aparición del ordenador, la democratización del diseño y el abaratamiento de costes, no ha disfrutado de grandes presupuestos o grandes proyectos. Alguno habrá que haya podido disparar con pólvora del rey, pero ni siquiera en esos casos los recursos han sido como los que había en épocas pasadas. Una situación a la que se suma el secretismo que sobre ese tema hay en el diseño y con la que Aníbal Hernández no se encuentra muy cómodo. En mi opinión, esa falta de transparencia es el caldo de cultivo perfecto para los abusos, tanto por exceso como por defecto.
La reflexión de Aníbal Hernández sobre la opacidad del colectivo en lo que a presupuestos se refiere no es nueva. De hecho, se remonta a los inicios de su carrera como profesional. En esa época, uno de sus libros de cabecera fue El valor del diseño, publicación que orientaba a los diseñadores sobre cuánto valía su trabajo y que fue editada por la Asociación de Diseñadores de la Comunitat Valenciana que, poco después, fue multada por la Comisión de la Competencia de la Comunitat Valenciana con 24.000 euros.
Supongo que lo justificarían con eso de ‘el es mercado, amigo’, pero creo que esa opacidad no fomenta la competencia, al revés. Normalmente los precios se tiran porque nadie se va a enterar, porque uno se lo puede permitir, porque puedes hacer jornadas de veinte horas y cobrando muy poco porque no necesitas demasiados recursos, porque no tienes responsabilidades familiares… En definitiva, situaciones que, en lugar de fortalecer al colectivo, lo hacen cada vez más vulnerable. Actualmente, los diseñadores estamos más cerca de los mensajeros de Glovo que de los arquitectos o los médicos. No estamos valorados socialmente y tal vez la razón sea que, a veces, los diseñadores hacen cosas por ego, por dinero o por visibilidad que nos perjudican a todos. Una crítica de la que Aníbal no pretende quedar exento. Supongo que en alguna ocasión yo también lo habré hecho pero, con el tiempo, te das cuenta de que no es el camino. Siempre vendrá otro que te hará lo mismo y, a la larga, todos perdemos.
A pesar de esas limitaciones, Aníbal Hernández ha logrado finalmente construir una carrera profesional en la que los proyectos que desarrolla se parecen cada vez más a aquellos que siempre deseó hacer. Puede que sea fruto de la madurez, pero también creo que se debe a que hay cosas en las que ya no quiero participar. Una decisión que hace que, poco a poco, los encargos se vayan decantando hacia aquello que buscas. Entre esas cosas que Aníbal prefiere hacer está un diseño que no esté disociado de su realidad, de su concepto del mundo o de sus intereses. Quiero que cuando alguien me vaya a encargar un trabajo lo haga porque le gusta realmente mi diseño. Una actitud que nada tiene que ver con comportarse como una estrella de la disciplina que antepone despóticamente sus caprichos por encima de las necesidades del cliente. Nunca he tenido queja de mis clientes. Normalmente siempre me han dejado hacer lo que les he propuesto y, cuando no ha sido así, tenían razón porque son ellos los que mejor conocen su marca. Hay que tener claro que no somos gurús a los que se les consultan cosas para las que damos soluciones mágicas. El diseñador debe trabajar con un guía y ese guía es el cliente.
Entre las características que definen el diseño de Aníbal Hernández, destaca la tendencia al horror vacui, la admiración por aquellos profesionales que hacen buenos trabajos solo con tipografía –algo que yo también intento hacer aunque no sé si me sale– y el contraste entre elementos porque en el conjunto, ese contraste entre las partes acaba generando un cierto equilibrio. Pero, además de esos aspectos formales, hay una serie de elementos conceptuales que, aunque puedan pasar desapercibidos a primera vista, son de gran importancia para los proyectos y sus destinatarios.
Me encargaron la imagen del Festival Malakids y entre los personajes que incluí había un niño con silla de ruedas. No lo hice por buenismo o porque alguien me lo pidiese. Fue, sencillamente, porque quería que, si un niño que va en silla de ruedas veía el cartel, supiera que él también estaba invitado a ir, que él también estaba representado en ese trabajo. Una filosofía que Aníbal incorporó a los encargos que realizó para el Ayuntamiento de Madrid durante el mandato de Manuela Carmena. Fui uno de los diseñadores seleccionados por concurso para trabajar con el anterior gobierno municipal dentro del acuerdo marco de diseño. Ha sido el cliente ideal, he trabajado con libertad, sin presiones y con muy buenos proyectos. Entre ellos estaba, por ejemplo, una guía de anticoncepción en la que se trataban temas como el sexo asignado, el sexo sentido o la transexualidad.
En esa guía, realizada en colaboración con Puño, Aníbal y el ilustrador madrileño decidieron colocar en la portada dibujos de algunas de las posibles combinaciones anatómicas de las identidades sexuales de las que se hablaba. En ningún momento lo hice para generar polémica sino para ayudar a la inclusión. Como diseñadores creo es algo que debemos tener en mente a la hora de hacer ilustraciones o incluso elegir fotos de stock. Si no, estaremos equivocando el objetivo del trabajo. Aunque en ocasiones ese objetivo puede no estar tan claro, en el caso de clientes como el Ayuntamiento para Aníbal es bastante fácil de determinar porque: en realidad mi cliente no era el consistorio como organismo sino todos los madrileños, tanto los que habían votado a ese gobierno como los que no lo habían votado. En ese sentido ha sido una gran responsabilidad.
Después de dos décadas de actividad y a pesar de no haber seguido un camino demasiado ortodoxo ni sencillo –la verdad, no sé si es la forma más adecuada de hacer esto, porque avanzas, te das el golpe, te vuelves a levantar, continúas hasta que te vuelves a caer y así siempre–, Aníbal Hernández continúa trabajando. Atrás quedan Saville, Chantry y su espacio lo ocupa ahora Milton Glaser, tal vez el diseñador que más valoro actualmente. Entre medias, trabajos muy variados que han permitido que Hernández haya ido cumpliendo etapas. He podido hacer casi todas las cosas que me apetecían. Packaging, diseño textil, identidades, diseño editorial… Aún así hay mil cosas que me gustaría hacer, como diseñar botellas de vino o una equipación deportiva. Ya llegarán. Publicado en Visual 200

Texto: Eduardo Bravo

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