Eso que se ha dado en llamar la “llamada a proyecto” es el mejor avance que ha experimentado el diseño público y su contratación en este país. Fue primero en Valencia. le siguió Madrid, con una fórmula parecida: si en el primer caso la llamada era por proyecto, en la capital se optó por articular, con un proceso similar de selección, una cartera estable de proveedores de diseño que se renovaría cada dos años. De manera más callada y con variantes, otras instituciones han explorado también el modelo. Los resultados –para las ciudades y sus habitantes, dejemos de mirarnos el ombligo– están a la vista. Podrá gustarnos más un cartel y menos una campaña, pero nunca el nivel estuvo tan alto. En pocos años nos hemos sacudido la caspa de décadas.
También es, o debería ser, un sistema interesante para los diseñadores: higiénico en su concepción. Sin trabajo especulativo. Con mecanismos de corrección, que implican que el volumen de encargo se distribuya. Todos deberíamos estar encantados… ¿todos?
Y aquí es donde llega la quema de rastrojos. Que haya crítica desde determinada prensa generalista o desde la oposición, siendo la llamada a proyecto un ejercicio que, a qué engañarse, nació con color político, tiene un pase. Como también es lógico y conveniente que si en casos concretos es utilizada como co artada de amiguismos, seamos el sector del diseño quien dé la voz de alarma. Pero no me refiero a eso. Hay desde hace tiempo una labor de acoso y derribo que no va contra el caso concreto, sino contra el sistema mismo. Y que no viene de los políticos y los tertulianos de brocha gorda. Viene desde un lugar del diseño muy concreto, con una url definida. Y claro, no faltan quienes desde el diseño, ya sea por envidia, destroyerismo o pose se suben a ese carro a jalear el fenómeno. Esa actitud barrena el trabajo que durante años asociaciones y profesionales vienen haciendo para dignificar esta profesión, la labor de todos los que, ya sea en el trato diario con clientes y proveedores, o desde sus redes sociales, dedican esfuerzos a concienciar sobre lo que el diseño es y debe ser. Un trabajo tenaz y constante, eficaz en el tiempo, pero que no puede ser dilapidado desde una web aparentemente afín pero capaz de vender su alma por un puñado de clics.
Como quiera que no puedo hacer otra cosa, me voy a dar el gusto de rebatir algunas de las afirmaciones que estos abanderados de la polémica fácil arguyen:
Los concursos de diseño, que ahora llaman llamadas a proyecto, son procesos sin garantías. La afirmación esconde una mezquindad que dispara en la línea de flotación de este sistema de contratación. Porque no son concursos de diseño. Equipararlos con aquellos que llevamos décadas intentando erradicar es de un simplismo atronador. Son concursos, acaso, de diseñadores, no de diseño. En realidad son licitaciones, en las que se valoran experiencia, garantías y trabajos anteriores, no son concursos de diseños. Tampoco es cierto que sean procesos sin garantías. Tienen cuando menos las mismas que cualquier otro proceso, cuando no más.
Si me considero profesional, exijo que la parte contratante lo sea. No me presento a un proceso en el que no sé quién me va a juzgar. Este argumento haría que los diseñadores no pudiéramos trabajar nunca. Ni en el sector privado ni en el público. Pero es que además es falso: las llamadas a proyecto sí suelen especificar quién valorará las candidaturas. Con mucho más detalle que cualquier otra licitación. Lo habitual es que los perfiles sean los siguientes: el responsable de la institución u organismo, que no tiene por qué ser experto en diseño, pero si conoce en profundidad las necesidades y matices del encargo. En ocasiones, algún funcionario o técnico con más conocimiento específico, y cuyo criterio suele escuchar el anterior. Expertos en diseño, normalmente nombrados por la asociación de diseñadores de turno. Habrá quien eso le haga albergar sospechas, pero es al revés: mientras el colectivo esté representado en las decisiones, podrá velar por que sean transparentes y ajustadas a criterios profesionales.
El precio me lo imponen. Exacto. Como en cualquier licitación de carácter público. Con una ventaja: el precio no es –no suele ser– un condicionante, como sí sucede en la mayoría de ofertas de contratación: solo la calidad del diseño es el criterio, sin ofertas ni bajas temerarias.
Se presenta como una oportunidad que no existe, porque debes tener un cierto nivel y, aunque parezca mentira, muchos no lo tienen. El argumento es de vergüenza ajena. A veces parece que nos olvidamos de que estamos hablando de cómo se invierte el dinero público. Y que del mismo modo que queremos que nos curen los mejores médicos o que enseñen a nuestros hijos los mejores profesores, como ciudadanos tenemos derecho a que el diseño que nos ofrecen las instituciones sea el mejor.
Tienes que ser conocido entre las personas que te juzgan. Estar en la órbita de las juntas de las asociaciones, tener amigos entre el jurado, haber hecho otros proyectos con visibilidad… En definitiva, ‘ser alguien’ dentro del mundillo. Esto es simplemente mentira. Si algo ha traído la llamada a proyecto ha sido diversidad, acceso a muchos diseñadores jóvenes a encargos públicos y a la visibilidad que ello supone. Por supuesto, que el prestigio es un activo y va a seguir siéndolo. Entre otras cosas porque no lo regalan, es la consecuencia de realizar un buen trabajo en el tiempo. Y eso es una garantía más, y perdón por recurrir otra vez al argumento, de que el diseño pagado por todos tendrá calidad. Pero es que además, si analizamos lo que se está haciendo, veremos que como el reintegro de la lotería, el trabajo suele ser muy repartido. Que en cuatro años en Valencia los estudios más “afortunados” solo hayan “ganado” cinco veces no es un escándalo, es la demostración de que el sistema además de funcionar beneficia la diversidad en el sector, y que con esas estadísticas nadie puede plantearse que el estudio viva de eso. Y eso es bueno.
El proceso de selección es subjetivo y no medible. Tampoco es cierto. La valoración de una pieza gráfica puede serlo. Del conjunto del trabajo de un diseñador o equipo, se extraen indicativos perfectamente objetivables y cuantificables. Eso lo sabemos nosotros y el que lo escribió. Pero claro, lo necesitaba para esconder la falacia de la segunda parte del argumento: Por tanto, está sujeto a los vaivenes e influencias del jurado. Es el viejo truco de la premisa errónea para la sentencia falsa, que es lo que se pretende.
Ahora es un proceso populista (sic) en el que los políticos aprovechan para darle difusión y relevancia al acto. Eso eran los concursos populares que se hacían antes, abiertos a cualquiera y especulativos, y que por desgracia en muchos lugares se siguen haciendo. Las llamadas a proyecto precisamente han conseguido minimizar esto. Que los diseñadores en nuestro mundito podamos estar más o menos pendientes de las convocatorias y los resultados en nuestros reductos de opinión, ni es difusión ni relevancia. Otra vez las pelusas del ombligo no nos dejan ver el bosque.
Ojalá, no se presentara nadie y, de ese modo, se optaría por la contratación directa. Pues eso es lo que hemos tenido demasiadas veces, contratación directa y no precisamente buscando el mejor diseño. Si esta es la conclusión a la que llegan quienes desde su atalaya deberían establecer el criterio, no hay mucho más que decir.
Como reza el dicho, líbranos de los amigos, señor. Publicado en visual 199
Texto: Alvaro Sobrino