MAGAZINE DE DISEÑO, CREATIVIDAD GRÁFICA Y COMUNICACIÓN

Éxito y derrota de la Bauhaus


Quiso ser la escuela que acabara de una vez por todas con las fronteras entre arte y artesanía; quiso reconocer a la mujer el espacio de igualdad que le corresponde en el mundo; quiso fijar para siempre una visión globalizadora y funcionalista del diseño; quiso incidir en la mejora de la vida cotidiana de su tiempo; quiso someter todas las artes al objetivo común de la construcción; quiso poner en comunión arte y tecnología; quiso someter el diseño a criterios estrictos de racionalismo; quiso fijar una teoría de la forma; quiso establecer leyes universales para la comunicación visual; quiso, en suma, que el arte mejorara la vida cotidiana de las personas. Cuando los nazis clausuraron la Bauhaus en 1933, tras catorce años de existencia, tres directores y 1400 alumnos, no había conseguido ninguno de esos objetivos, pero el diseño y la arquitectura modernos no se entenderían sin ella.

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Aprovechando que ahora, mientras espero a la Parca, ando sobrado de tiempo, estaba estos días releyendo un libro sobre la Bauhaus, ese hito del diseño moderno al que tanto debemos los diseñadores y los compradores de IKEA. Hubo otras escuelas con afán reformista, pero la historia suele plagiar su propio relato una y otra vez, en una suerte de síntesis simplificadora e injusta. No he podido dejar de comprobar, por enésima vez, los paralelismos entre las instituciones y los seres humanos. De ambos, sólo nos queda el testimonio, parcial y subjetivo, de quienes les sobrevivieron; nos quedan las fotos que congelan en el tiempo instantes llenos de luz, de sombra, pero sobre todo, de zonas inciertas y borrosas; nos quedan los grandes momentos que sepultan el recuerdo de los pequeños y mucho más significativos hechos cotidianos; nos quedan las bisectrices y las costuras trazadas por el historiador, el biógrafo o cualquier otro insensato topógrafo de la memoria; nos queda el fantasma de quien un día habitó entre otros futuros fantasmas; nos queda el relato que, según quien lo escriba, se transforma con facilidad en mito, es decir, en esa metáfora que cargan los diablos de la pereza; queda en suma el testimonio inevitable de una derrota, la dimensión exacta entre la realidad y el deseo, entre lo que se es y lo que se siente, entre lo que se quiere y lo que se puede.
No sé si Walter Gropius, recién regresado de la Gran Guerra, sabía lo que estaba creando, cuando bajo su dirección se unificaron en Weimar la escuela de bellas artes y la de artes y oficios. Los viejos profesores de la escuela de arte no soportaron mucho tiempo la unificación, así que, cogiendo sus modelos de yeso y un puñado de alumnos, se escindieron para crear su propia escuela y continuar con sus dibujos al carboncillo en paz. Fue una de las primeras derrotas de Gropius, que vio peligrar su ideal de romper las barreras entre arte y artesanía. Unas barreras que, en realidad, nunca se lograron traspasar: a los maestros de forma, reputados pintores sin un callo en las manos, había que llevarlos a rastras para que pusieran sus pies en cualquier taller de oficios. Paralelamente, a los maestros de taller se les negaban muchas de las ventajas y privilegios laborales con las que contaban aquellos y tenían poco margen de decisión en el programa pedagógico.
Mientras me dedico a la redacción de estas memorias personales, no puedo sino constatar lo inútil que resulta hablar de uno mismo o de cualquier otro pretendiendo que hablamos de una sola persona. Yo he sido sucesivamente: un niño ensimismado, prácticamente mudo, algo zascandil y pueblerino; un adolescente romántico, atrabiliario, hacendoso y charlatán; un joven utópico, urbanita, filántropo, enamoradizo y aspirante a literato; un hombre solitario, profesional del diseño, egoísta, huraño, amante de la botella y moralista. Ahora que soy un señor mayor y jubilado, creo que soy una suma imposible de todo lo que fui, matizada por un manso escepticismo; alguien que ha aprendido a no creer demasiado en sus propias opiniones, a relativizar la importancia de todo y que vive su propia contradicción como un destino, en cierto modo, aventurado.
Así pues ¿se puede hablar de la Bauhaus como de un ente compacto, coherente y sin fisuras? Creo que no. La Bauhaus expresionista, artesanal y mística de los primeros tiempos tiene bien poco que ver con aquella que pregonaba la comunión entre el arte y la tecnología. Lo mismo que no tiene nada que ver su primer maestro del curso preliminar, Johannes Itten, con su sucesor, el húngaro Lászlo Moholy-Nagy. Decía Alma Mahler –a la sazón esposa de Gropius (aunque no por mucho tiempo)– que la principal característica de la escuela era la peste a ajo que exhalaba todo el mundo. Esto era debido a la influencia en la cantina de Itten, que había conseguido que prepararan unas gachas macrobióticas generosamente sazonadas con tan aromático condimento, muy del gusto de la religión que seguían él y veinte estudiantes a los que había logrado adoctrinar: profesaban una fe llamada Mazdazman, que ve el mundo como un pálido reflejo de una realidad superior y como un campo de batalla donde miden sus fuerzas el bien y el mal (y blablablá). Con su cabeza rapada, una estrafalaria túnica, su vegetarianismo salpicado de ayunos y los ejercicios de respiración a los que sometía a sus alumnos, Itten era la antítesis de Moholy-Nagy. Éste vestía un mono de trabajo, se había formado junto a los constructivistas soviéticos, era racionalista y frío, despreciaba el subjetivismo de los creadores al uso y le exasperaba que gente inteligente profesara cualquier tipo de creencia religiosa.
En la Bauhaus daban clase artistas de muy variada condición y procedencia, algunos de ellos, sin ningún tipo de experiencia docente previa, como es el caso del pintor Paul Klee, que se convirtió, sin embargo, en un profesor concienzudo y muy apreciado por sus alumnos, principalmente por su alergia al dogmatismo. El ruso Wassily Kandinsky era, en cambio, todo lo contrario: estricto e inamovible en sus convicciones, algunas de las cuales se basaban en su particular sinestesia, que le llevaba a afirmar sin rubor que el color natural del triángulo es el amarillo, el del cuadrado el rojo, y azul el del círculo. ¡Y pobre del que le llevara la contraria! Había bastante dogmatismo y muchas ganas de hacer pasar por el aro de la teoría a la bestia feroz, poliédrica e indomesticable de la realidad (no me digan que no soy un figura inventando parábolas). Se diría que a ciertos maestros les urgía resolver algunos temas de manera definitiva, como cuando establecían que, en tipografía, lo mejor es dejarse de zarandajas y componer los textos exclusivamente en caja baja, una regla que, por supuesto, se apresuraron a incumplir.
El curso preliminar, instaurado por Itten, era una de las características pedagógicas de la Bauhaus. Se trataba de un curso donde se hacían ejercicios en torno a la forma y el color (con algo de gimnasia sueca en la época macrobiótica), y que servía para hacer una criba de los estudiantes que finalmente accedían a especializarse. Otra de las novedades de la escuela es que a los alumnos se les concedía un tiempo limitado para cursar los estudios, evitando que la gente se eternizase y, sobre todo, que a nadie se le ocurriera la idea de formar una tuna.
El estudiantado era, al principio, muy variopinto: desde artesanos profesionales y profesores que querían formar parte de esta nueva experiencia, a veteranos de la guerra, algunos con severos traumas físicos o mentales. También había el alumnado heredado de las escuelas fusionadas, entre los que se encontraban los estudiantes más reticentes al nuevo sistema, alguno de los cuales abandonaría los estudios. Itten se había traído puesto desde Viena su propio grupito de alumnos (los de las gachas con ajo).
Había también un número considerable de mujeres, si tenemos en cuenta la época. La mayoría venían con la intención de hacerse tejedoras y, si por un casual, alguna albergaba la idea de dedicarse a la pintura, la escultura o la arquitectura, ya se encargaba Gropius de quitarles la idea de la cabeza. Al bueno de Walter no se le ocurrió mejor cosa que ponerse en modo feminista anunciando que la escuela no haría distinciones entre “el bello sexo y el sexo fuerte”. En fin, no seré yo quien cometa el clásico error de juzgar a nuestros antepasados con la vara de medir del presente, pero la expresión es elocuente. Más elocuentes son sus propias palabras en un documento interno ante la avalancha de matriculaciones femeninas: “Según nuestra experiencia no es aconsejable que las mujeres trabajen en los talleres de artesanía más duros, como carpintería, etc. Por esa razón en la Bauhaus se van formando talleres marcadamente femeninos como el que se ocupa de trabajar con tejidos. También hay muchas inscripciones en encuadernación y alfarería. Nos pronunciamos básicamente en contra de la formación de arquitectas”.
Cuando el tercer director de la Bauhaus, Mies van der Rohe, decantó los estudios hacia la arquitectura, la presencia de la mujer en la escuela se convirtió en meramente testimonial. Hubo, sin embargo, algunas profesoras en la Bauhaus. Todas, a excepción de Lilly Reich, colaboradora de Mies, habían sido antes alumnas, como Gunta Stölzl, Anni Albers, Otti Berger, Marianne Brandt y Karla Grosch. Por cierto, como nota a pie de página, las sillas Barcelona y Brno de Mies son, básicamente, obra de Lilly Reich.
Aunque en la Bauhaus se jactaban de dar un trato igualitario a las mujeres, la verdad es que la peste a testosterona lo inundaba todo, empezando por el claustro de maestros (a Gropius no le gustaba la palabra profesor), un atajo de machos alfa dispuestos a chocarse la cornamenta por un quítame allá esas gachas.
Los alumnos producían objetos que servían para sufragar, en parte, los gastos de la institución, de manera que, una vez superado el curso preliminar, se daban de alta en la cámara de comercio de Weimar como aprendices. La idea romántica de los primeros tiempos era la de volver a los productos manufacturados, pero esto, en la práctica, se traducía en unos precios demasiados elevados para esa población de clase popular a la que se pretendía abastecer. Theo van Doesburg, líder de De Stijl, un movimiento artístico con muchos puntos de contacto con el espíritu de la Bauhaus y “el más feroz de los redactores alemanes de manifiestos”, como lo caricaturiza Tom Wolfe, le hizo ver esa contradicción a Gropius en el primer congreso internacional del arte para el progreso celebrado en Düsseldorf, en 1922. La artesanía era cosa de burgueses y, en aquella época, lo último que deseaba un autor de vanguardia es pasar por burgués (la izquierda siempre se ha mostrado muy antiburguesa, mientras el fascismo se ocupa de cortejarla, mientras cautiva al proletariado). Lo cierto es que, como apunta Wolfe en From Bauhaus to Our House, la reacción exagerada contra el decorativismo burgués redujo la arquitectura moderna, en el peor de los casos, a un montón de azucarillos.
Existe la idea generalizada de que la Bauhaus estaba compuesta, en su mayoría, por alumnos y profesores de ideas progresistas. Sin duda esto es así, pero de los tres directores que tuvo, sólo Hannes Meyer, ferviente marxista, se significó políticamente. Su sucesor, Mies van der Rohe, prefirió trasladar una imagen de neutralidad suscribiéndose a periódicos de distintas ideologías, incluido uno de afiliación nacionalsocialista. El papel que jugaron los estudiantes de la Bauhaus en la resistencia contra el pujante nazismo fue sencillamente nulo. Sin embargo, algunos de ellos presionaron a Mies para que prescindiera de la profesora Gunta Stölzl, tras su matrimonio, en 1931, con un arquitecto judío. Mies no dudó en solicitar –y conseguir– la dimisión de su brillante profesora de diseño textil (previamente, no había dudado en expulsar a un grupo de estudiantes comunistas).
Aparte de algunos alumnos judíos que murieron en los campos de exterminio, pocos de los 1400 alumnos que pasaron por la Bauhaus durante toda su existencia tuvieron problemas con las autoridades nazis. Sin embargo, algunos destacados alumnos llegaron a trabajar para ellos. El antiguo militante comunista Franz Ehrlich logró su liberación del campo de Buchenwald a cambio de diseñar, entre otras cosas, su reja de entrada, presidida por el lema “Jedem das Seine”, algo así como “A cada uno lo suyo”. Habrá quien disculpe a Ehrlich por canjear su dignidad personal por su vida, pero en 1972, otro ex alumno, Fritz Ertl, sería juzgado por ser uno de los arquitectos del terrorífico campo de exterminio Auschwitz-Birkenau. Aunque el tribunal lo absolvió, años más tarde se demostró su participación en el diseño de los hornos crematorios y la cámara de gas del infame recinto.
Como algunos seres humanos, las instituciones pueden dejar descendencia. La melancólica y bella mirada de la abuela vuelve entonces a asomarse en otros ojos y aquellos arranques de genio de un lejano ancestro de la familia reaparecen, idénticos, tras muchas generaciones, borrado todo rastro del viejo misántropo, mientras alguien se pregunta: “¿Pero a quién habrá salido este chico?”.
Los profesores de la Bauhaus se diseminaron por el mundo y fueron sembrando la semilla de una nueva manera de entender el arte y el diseño, después que los nazis clausuraran la escuela, en 1933 (aunque algunos de los más importantes ya se habían marchado con anterioridad al traslado de la escuela de Dessau, su segunda ubicación, a Berlín). Tras catorce años, la Bauhaus no había conseguido, ni de lejos, los objetivos que se proponía. Sin embargo, su derrota dio a luz al éxito sin precedentes del “estilo Bauhaus”. Estrictamente hablando, sin embargo, poner en la misma frase “estilo” y “Bauhaus”, debería ser considerado una contradicción, dado que uno de sus lemas era precisamente que la forma debe seguir a la función.
Además de sus tres directores, otros profesores llevaron las enseñanzas de la Bauhaus a nuevos lugares e instituciones. Por citar algunos ejemplos, Josef Albers se encargó del programa de arte del Black Mountain College, en Carolina del Norte y posteriormente dirigió el departamento de diseño de la universidad de Yale; Moholy-Nagy fundó en Chicago una escuela, de corta vida, a la que llamó New Bauhaus; y, finalmente, Itten compartió sus gachas y su sabiduría en la alemana Escuela de Ulm.
Por lo que respecta al diseño gráfico, Bauhaus se hizo eco del espíritu de la época, pero creo que a menudo se ha exagerado su importancia. Mientras Herbert Bayer o Joost Schmidt realizaban torpes experimentos tipográficos dentro de la escuela, jugando con formas geométricas puras, afuera Paul Renner estaba creando la Futura bajo esos mismos principios, con bastante más acierto. Para entendernos, la Nueva Tipografía de Jan Tschichold, uno de los padres del diseño contemporáneo ajeno a la escuela, tuvo en la Bauhaus un respaldo académico, pero no indispensable. Me parece que los maestros del Constructivismo soviético ya lo habían dicho todo y no en vano uno de ellos, Moholy-Nagy, fue el responsable de algunas de las piezas gráficas más logradas de la Bauhaus.
Quizá a alguien le parezcan algo desmitificadoras mis divagaciones, pero lo cierto es que si me recreo en la derrota de las utopías bauhasianas –que lograron colocar más piezas de diseño en los despachos de los notarios que en los hogares de las clases trabajadoras– es porque adoro a los perdedores. Publicado en Visual 196

Texto: G, diseñador jubilado

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