Como atinadamente señalaba en una ocasión el caricaturista italiano Tullio Pericoli, no intenten buscar a Saul Steinberg (1914-1999) en los libros de historia del arte del siglo XX, porque no lo encontrarán. Una de tantas paradojas que el mundo académico nos ofrece, puesto que estamos hablando de uno de los grandes creadores visuales del siglo pasado. Su colaboración con la revista New Yorker ha sido la gran escuela de varias generaciones de ilustradores. Un genio –como muchas voces autorizadas no dudan en calificarle– que fue no sólo algo más que un ilustrador, sino algo quizá distinto o que anticipaba la evolución del oficio: un creador gráfico generador de un mundo propio. Un ser humano poliédrico, hipocondriaco y propenso a la melancolía, pero viajero incansable, amante del buen vino y la gastronomía. Lector voraz y metódico, coleccionista de sellos y violinista aficionado, le disgustaba la compañía de los niños, pero adoraba a los gatos. Un gran conversador, culto, irónico e imprevisible. Un mago que dibujaba, entre otras cosas, reflejos, interrogantes, arquitecturas, escenarios de palabras, parejas imposibles, mosaicos humanos, documentos ficticios, alegorías americanas, planos y mapas, seres híbridos, estatuas con pedestal, pedestales sin estatua y, por supuesto, gatos.
Texto: Carlos Díaz. Publicado en Visual 162
Siempre he pensado que cuando tu admiración por la obra y la figura de un artista es profunda y genuina, tarde o temprano te acabas encontrando con él. He tenido la fortuna de poderlo confirmar dos o tres de veces, sin que el hecho de que el artista en cuestión hubiera muerto fuera un obstáculo insalvable. En estas mismas páginas, ya relaté mi inexplicable encuentro con un anciano George Grosz (Visual, nº 69), casi cuarenta años después de que éste comenzara sus vacaciones eternas.
La siguiente entrevista da testimonio de una cita peculiar con uno de los creadores gráficos más importantes, admirados e influyentes del siglo XX: Saul Steinberg. El año que viene se cumplirán cien años de su nacimiento, pero ¿a quién le interesan las cifras redondas?
Seguramente fue la lectura compulsiva de dos libros –dos joyas– editados por Media Vaca, lo que desencadenó esta, llamémosle, larga alucinación. Uno es Reflejos y sombras, una especie de breve y aleatoria reseña autobiográfica de Saul Steinberg destilada de largas conversaciones con su viejo correligionario vital, Aldo Buzzi. El otro es, precisamente, Cartas a Aldo Buzzi, 1945-1999, la transcripción de parte de la correspondencia mantenida entre ambos amigos durante más de medio siglo. Estas lecturas, sumadas a algunas otras, han sido sin duda el sustrato de esta insólita conversación con el maestro (que esas sobrevaloradas barreras del espacio y el tiempo no han podido impedir).
La cita es en un lugar público. Las torres gemelas todavía se recortan, poderosas y soberbias, contra el cielo de New York. El tiempo es primaveral. Así que, mayo o septiembre, nos encontramos en algún momento a principios de los años noventa. Yo había sugerido uno de esos previsibles sitios cool que salen en todas las guías, pero Steinberg me indicó la terraza de un pequeño y acogedor café cercano a Washington Square, en el Greenwich Village. “Me siento incómodo en los lugares demasiado elegantes”, apostilló.
Mi inexperiencia para moverme en la ciudad de los rascacielos me hace llegar con el tiempo justo a la cita. En la terraza identifico sin dificultad la figura de mi entrevistado.
Quizá a causa del consejo que le había dado su colega, el célebre pintor Barnett Newman –“nunca te dejes fotografiar riendo o sonriendo”– la imagen mental que yo me había creado de Saul Steinberg era la de un señor más bien serio, casi adusto. Incluso aunque en muchas de las instantáneas que conocía de él saliera enmascarado o “haciendo el indio” de una u otra forma, no esperaba encontrarme con un anciano de rostro tan amigable. Sin levantarse de su asiento y mirándome con una viva curiosidad tras sus gruesas lentes al estilo de Woody Allen, me extiende su mano derecha mientras con la izquierda, con mímica exagerada –quizá anticipando mis dificultades con el idioma– me invita a sentarme en el asiento contiguo. Estrecho con tanta devoción como cautela su huesuda y fría mano, ese instrumento de precisión al servicio de una mente excepcional. Interpreto como un discreto gesto de cortesía que se despoje de su visera de tweed, mientras yo acabo de acomodarme y pedir al camarero lo mismo que está bebiendo Mr. Steinberg: una copa de un vino tinto (bordeaux) que se revelará excelente.
De modo que aquí estoy, cara a cara con ese señor de cráneo desnudo y aspecto sencillo y aliñado. La primera idea que se me viene a la cabeza es el extraordinario parecido que tiene con el viejo Groucho Marx, otro judío genial. En seguida, la mirada expectante de mi interlocutor me indica la necesidad de romper las divagaciones mentales y el silencio. Sé que Steinberg, quizá por su larga convivencia con Josefa, su asistenta mallorquina, habla algo de castellano, pero formulo la primera pregunta en mi precario inglés.
Mr. Steinberg, en primer lugar, resulta obligado preguntarle por su larga colaboración con New Yorker…
Tiempo atrás solía declarar que New Yorker era mi patria…
Una patria donde la protagonista es la palabra (no en vano su eslogan es “una revista para gente que lee”). Sin embargo…
¿Sabe? Yo en realidad me considero escritor, un novelista que en lugar de escribir, dibuja. Tengo la gran tentación –pero no el valor– de escribir. Pero iba a preguntarme algo y yo le he interrumpido…
Bueno, creo que de alguna manera estaba buscando esa respuesta…
Ja, ja, las preguntas son ficción y las respuestas algo que oscila entre mucha más ficción y la ciencia ficción. Pero volviendo a su pregunta inicial, le diré que para mí el New Yorker fue durante muchos años la única publicación americana completamente libre e inteligente, avanzada a su tiempo. Luego, hace como cosa de cinco años, fue comprada por ese consorcio de revistas [Condé Nast], despidieron al que había sido su brillante director durante casi cuarenta años, Bill Shawn, y empezaron a transformarla en algo más vulgar. Supongo que buscaban vender más. La gente que se puso a dirigir la revista era eso que llaman punk, gente convencida de que la brutalidad es chic. Por momentos, parecía una mezcla de Esquire y Playboy, ya sabe, una revista para idiotas listos. Aunque es cierto que a veces mejoraba y sólo parecía una de esas revistas que te encuentras en el respaldo del asiento del avión…
Sin embargo, sus trabajos no han dejado nunca de aparecer en la revista, incluyendo alguna portada…
Mi relación con la revista en los últimos años ha sido contradictoria. Le diré que incluso había largas temporadas en las que dejaba de utilizar su papel de carta para escribir (una vieja costumbre). Pero luego pensaba si renegar de la revista no sería como divorciarse de una esposa porque ha adquirido una enfermedad grave… ¿Cuál sería mi patria entonces? ¿La Pace Gallery? Si le soy sincero, es algo que no he resuelto: es embarazoso abrir a veces la revista y sumergirse en ese espíritu tan feo como sus dibujos, aunque a veces hay algunas cosas buenas. Supongo que es un buen vino servido en un vaso feo y sucio. Siguiente pregunta.
Quisiera, si es posible, volver un poco a sus orígenes, su Rumanía natal, la influencia que su padre –encuadernador y tipógrafo de profesión– pudo ejercer en su vocación. Por otra parte, ha sido usted uno de los grandes cronistas de la vida americana viniendo de una cultura muy distinta…
Mire, por lo que respecta a Rumanía, le diré que nunca he querido volver a los escenarios de mi infancia y mi juventud: esos lugares ya no pertenecen a la geografía, sino al tiempo. Aunque, claro, Rumanía fue el escenario de mi infancia y creo que uno nunca se cura de la infancia. Me encuentro entre esos pocos que continúan dibujando una vez se hacen adultos, continuando y perfeccionando sus dibujos infantiles sin la interrupción de la preparación académica. Se necesitaría una vida de trescientos años para evolucionar del modo que soñamos. Somos demasiado tiempo víctimas de la infancia y constato con terror como, a pesar del progreso, los viajes, los libros, etc., acabo en el mismo punto que mis padres, confuso y asustado. ¡Lástima! Pero volviendo a su pregunta, en efecto, mi padre fue mi primer maestro (tenía también dos tíos pintores de letreros); el segundo, mi álbum familiar. He dibujado familiares, tíos, tías, primos, de fotografías y reconozco (al mirarlos por primera vez como verdaderas personas) partes de mí mismo, una oreja, un ojo. ¡Arqueología! Los dibujos son variantes y parodias de mí mismo, como lo son en general los parientes…
Un interés por sus orígenes que contrasta con el aparente desapego que muestra por su país de origen…
De muy joven decidí que yo debía irme de Rumanía. Me molestaba formar parte de una civilización primitiva y decidí marcharme.
Usted estudió arquitectura, pero ya en Italia comenzó a colaborar como dibujante humorístico con la revista satírica Bertoldo y con una revista española de similares características con la que nuestros lectores estarán familiarizados, La Codorniz. Pero en Estados Unidos, su trabajo se extiende a los murales, la pintura e, incluso, la escultura. De la mano de galerías de primer nivel, entra en el circuito de eso que los críticos consideran arte con mayúsculas. ¿Considera que, de algún modo, su itinerario va de lo que, no sin pedantería, podríamos calificar “baja cultura” a la “alta cultura”?
Suena pedante, en efecto. Con los estudios de arquitectura se aprenden cosas elementales, como sacar punta a un lápiz. Yo empecé en el nivel más bajo, es decir el de los dibujos satíricos. Fui aprendiendo sobre la marcha y sin entregarme del todo a las groserías de la caricatura o el aburrimiento del arte comercial, pero conservando una parcela de mediocridad –de vulgaridad diría yo– que vale la pena de ser conservada. Un poco como alguien que cambia de medio social sin renegar, sin embargo, de la esposa o los amigos del principio. Creo que todo se reduce a una cuestión de contexto. La gente que ve un dibujo en The New Yorker piensa automáticamente que es chistoso porque es una caricatura. Si lo ve en un museo, piensa que es artístico; y si lo encuentra en una galleta de la suerte, piensa que es una predicción. Yo me defino como un dibujante de humor. Pintar o dibujar es fácil: lo complicado es encontrar esa idea que nos sirve para explicar algo concreto y expresarla de una manera lo suficientemente eficaz para que el estilo no se interponga entre esa idea y el lector. A veces es una auténtica tortura… Por otra parte, el mundo del arte es tan complejo, está tan lleno de diletantes y de imprevistos, por estar también estrechamente ligado a la fama y el dinero… Un mundo especial, que a veces tiene alguna similitud con el mundo de los proxenetas. Los intermediarios transforman en dinero la pasión por el arte, tanto del que lo produce como del que lo compra. Se compra, se vende, parte de la poesía, del alma, de la inteligencia de una persona.
De modo, que usted reivindica el oficio del dibujante satírico…
El oficio de dibujante satírico, de humorista, es difícil. Sobre todo porque debes convertirte en tu propio corrector, con el fin de podar, podar y podar sin cesar. Una pintura, un collage al carbón, un paisaje, son para mí un placer comparados con el martirio que me impone la búsqueda de una idea y luego la necesidad de ejecutarla de la manera menos personal posible, ante el temor de que la imagen no sea accesible al público. Apenas levantado por la mañana, desde muy temprano, tengo delante de mí un cuaderno y un lápiz y me pongo a dibujar. Entonces, ¿qué debo hacer? Sí, ¿qué haré? El desasosiego es total, las ideas me abandonan…
Permítame decirle que suena bastante increíble esa confesión, viniendo de un creador con un imaginario tan rico y variado…
Pura gimnasia mental. Todas esas horas pasadas cada mañana, durante tantos años, buscando ideas, han salvaguardado en mi un vigor intelectual del que yo no disfrutaría hoy si hubiera insistido en pintar paisajes y acuarelas, algo que puedo realizar cómodamente, como sin pensar. Lo que realmente resulta difícil es la eliminación de una multitud de cosas, y lo más pronto posible. Pero por encima de todo, tengo que ser capaz de amalgamar las ideas de la manera más imprevisible. La idea (o mejor, la vena o la dirección), una vez puesta a la luz del día, ya no me parece tan nueva. Todo va sucediendo como durante una búsqueda arqueológica: mi trabajo se limita en realidad a exhumar un fragmento que se escondía y pertenecía lógicamente a otra cosa que ya me era familiar. Así, eso que yo creo haber descubierto, no era otra cosa que un elemento anterior del que yo había olvidado la existencia. Uno cree que ha entendido todo y, al instante siguiente, se da cuenta de que no ha entendido nada de nada o que ha olvidado eso que venía de entender. Uno entiende a través de la emoción. ¡Y qué alegría el día en el que por la primera vez entendí que entendía! Lo importante consiste en comprender que uno comprende, en comprender que tal cosa es posible y que, incluso si se pierde hoy, no está perdida para siempre.
Entiendo, por lo que dice, que su obra pictórica se enmarca en un contexto, digamos, más relajado…
Más que un pintor pintando, me siento un director de orquesta. Mi trabajo se resume en una declaración sobre algo: sobre la pintura si se quiere, pero entonces una aserción sobre la pintura y no sobre el hecho de que tal cosa es lo que es. Si yo aplico un sello sobre un cuadro, lo hago para probar que el color no es un color propiamente dicho, que no es más que el símbolo de lo pintado. De la misma manera que un sello es el símbolo del individuo. Ignoro si mi actitud es un signo de humildad o lo contrario. De vez en cuando veo dibujos hechos por mí ahora o en el pasado y pienso que son bonitos y sencillos, y me pregunto por qué pierdo el tiempo con pinturas que parecen impresas y objetos que casi cualquiera podría hacer. En cualquier caso, me aburre hablar sobre pintura o arte en general. Los grandes pintores no hablan de pintura. Son los pintores mediocres los que te aburren con su cháchara pretendidamente intelectual. En realidad, se hace arte, para evitar trabajar. ¡Ja, ja, ja! Ahora en serio, considero el arte el enemigo número uno del artista. El arte como intención, se entiende…
Mr. Steinberg, hay algo en su trabajo que siempre me ha fascinado, esa capacidad en hacer que lo difícil parezca sencillo, esa coexistencia de esas soberbias perspectivas, tan bien trazadas, ese dominio de la composición y ese trazo tan espontáneo, que a veces parece hasta fortuito o aleatorio y esas figuras inacabadas…
Me parece que sé a qué se refiere… Creo en el poder del gesto, en el sencillo toque de la magia. Tuve el placer de trabajar con un carpintero –me encantaba verlo trabajar– cuyo lema era “mide dos veces, corta una” (el verdadero lema del mundo occidental), mientras en mi mundo es “corta primero, mide después”.
Detrás de esa “facilidad” para el dibujo ¿Hay muchas horas de dibujo del natural?
Yo, realmente, soy muy reacio a trabajar del natural. Un dibujo al natural revela demasiado de mí. Durante mis estudios de arquitectura, hice un viaje a Ferrara y a Roma y tuve la oportunidad, por primera vez, de dibujar del natural. Sin haberme beneficiado de ninguna formación artística propiamente dicha, había aprendido a dibujar trazando planos a mano alzada y consideraba el dibujo libre como un trabajo de pura invención, salido directamente de la imaginación. Y fue en ese viaje educativo que comprendí lo difícil que es reproducir la naturaleza en toda su realidad esencial; eso exige mucho esfuerzo, un compromiso del cual uno se sustrae por vagancia –inventar es infinitamente más cómodo, menos fatigoso. Hay que establecer una íntima relación de complicidad con el objeto a dibujar para conocerlo. No se hace nada bueno mintiendo. Inversamente, cuanto más honesto se es, mejor será el trabajo. Otra dificultad en el dibujo del natural: estamos obligados a encontrar respuestas a preguntas que no se han hecho nunca antes, mientras que en el estudio los problemas por resolver son conocidos de antemano. Hay una moral detrás de todo eso: nos frena la avaricia, nos enamoramos de lo que hemos descubierto y pensamos que es bueno. Hay quien al trabajar del natural usa continuamente los recursos que ya ha adquirido: mira sin ver. Yo solía ir al zoo a dibujar los animales, pero era muy molesto, porque estaba lleno de niños, y lo que es peor, de padres…
Mr. Steinberg, no quisiera robarle más tiempo. Sólo agradecerle la entrevista y…
Me ha dicho usted que venía de Barcelona ¿No es cierto?
En efecto…
Así que es usted compatriota de Dalí, un pirata tramposo que estafaba a sus compradores. Pero se lo tenían bien merecido… ¡Ja, ja!. ¿Hemos terminado?