Víctor Moscoso, uno de los representantes más importantes de la psicodelia californiana de finales de los años 60, no nació en san Francisco, sino en un pequeño municipio de La Coruña. Sus carteles para eventos musicales forman parte de toda una época, limitada en el tiempo, pero cuyo espíritu renace una y otra vez cada vez que un joven diseñador realiza una pieza gráfica para un grupo de la escena underground o indie. El movimiento hippy cuestionó los viejos valores de un mundo polarizado que dirimía sus contradicciones en la guerra de Vietnam. Consecuentemente, en la expresión gráfica de ese movimiento, todas las leyes cromáticas y tipográficas saltan por los aires. Para decodificar en condiciones un viejo cartel de Víctor Moscoso para The Doors o The Miller Blues Band hay que participar de un cierto estado de conciencia.
Parafraseando a Giorgio Gaber, aquel viejo cantautor italiano al que también llamaban “Señor G”, puedo decir que “yo no me considero español y sin embargo lo soy”. Eso es lo que dice mi carné de identidad. Quizá algún día cambie mi condición legal y sea otra mi nacionalidad. Nunca se sabe, quizá a los pacíficos andorranos les entre un súbito ardor guerrero y nos anexionen. Me dará exactamente lo mismo. No me interesa cómo se llame el estado donde pague mis impuestos, ni qué territorios comprenda: me preocupa más bien cómo se organiza ese estado y cómo aplica su poder. Al final todos los estados están sometidos a los mismos intereses económicos supranacionales y se preocupan únicamente por los privilegios de unos pocos (los de siempre, los dueños de la finca). En eso son escandalosamente parecidos.
Como ya expuse al hablar de la apropiación por parte de los nacionalistas españoles del símbolo del toro, las discusiones sobre patrias y banderas no van conmigo. Sencillamente, me parece absurdo enorgullecerse por algo tan obviamente accidental como nacer en un sitio u otro. En mi país, nacionalistas de uno y otro signo andan a la greña mientras en sus playas se amontonan los fantasmas de otros seres humanos que huyen de unas patrias que no han sido capaces de proveerles de una vida digna. Nos consideramos más hermanos de alguien de Mollerusa o de Villalpando, al que no hemos visto nunca (y que posiblemente nos caería rematadamente mal) que de aquél que nos mira fugazmente desde las imágenes de un telediario y cuyas pupilas, llenas de desesperación, nos interpelan directamente.
Con sus respectivas banderas por antifaz, a los patriotas se les hace quizá más liviano el hecho de que hayan de prostituirse cada día en un trabajo alienante y absurdo. En este gran supermercado en el que se ha convertido el planeta, el pueblo tiene muchas drogas para elegir cómo evadirse, y en ese supermercado cada vez hay más espacio destinado al patriotismo y sus sucedáneos.
Esta pequeña perorata viene a cuento de una pequeña discusión que tuve hace unos días con el Gacetillero, ese ser con forma aceptablemente humana con el que he establecido algo parecido a una amistad. Mi amigo, de origen gallego (ambos somos hijos de la inmigración y compartimos una genealogía felizmente bastarda), se ufanaba al recordarme que uno de los diseñadores más representativos de la psicodelia californiana nació en un pequeño pueblo cercano a La Coruña. También se lamentaba de lo poco conocido que es este hecho y de la poca atención que la prensa nacional en general había prestado a este creador. Yo, por el contrario, no veo motivos para enorgullecerse de lo primero, ni para lamentarse de lo segundo. La discusión tuvo muy poco recorrido, ya que mi amigo me dio la razón en seguida. No es que mis argumentos lo convencieran, pero el muy granuja ha aprendido que la mejor manera de hacerme callar es darme la razón.
Aquí somos muy dados a celebrar las victorias de un tenista patrio, por el mero hecho de que su tarjeta de identidad tenga el mismo diseño que la nuestra, sin importarnos que quizás ese caballero, muy diestro con la raqueta, sea un perfecto misógino de manual, es decir, un ser humano con los valores morales seriamente dañados. A mí no me gusta el tenis (una actividad de cero trascendencia para el progreso de la Humanidad), pero, si fuera aficionado, estaría más dispuesto a seguir y apoyar a un jugador que me resultara más solvente desde el punto de vista humano que a un descerebrado, sin importarme su país de origen. Por no hablar de las hinchadas de fútbol, esa manera de sublimar los impulsos fascistas del personal.
Así que, si en este capítulo he decidido hablarles de Víctor Moscoso, ese gran gallego psicodélico, sepan que no lo hago movido por la vanidad colectiva, sino por la sincera admiración hacia la obra de un creador muy alejado de la manera en que yo mismo entendí y ejercí el diseño gráfico.
El señor Moscoso nació, en efecto, en Galicia, en el pequeño municipio de Oleiros, en 1936, el mismo año en el que el golpe de estado de Franco y sus secuaces desencadenó la Guerra Civil Española. A su padre, que trabajaba de pintor de brocha gorda, le llamaban el americano, ya que había nacido en Nueva Jersey, hijo de migrados gallegos.
Víctor Moscoso, que abandonó Galicia con sólo tres años y medio de edad, guarda todavía algunos recuerdos de su infancia rural: imágenes de su madre lavando la ropa en el río o la de aquel caballo que montaban sus primos y él. Benditas imágenes, añado yo, al lado de los sucesos que acaecían en aquellos tiempos, dentro de una guerra en la que gente normal había sacado afuera al monstruo que todos escondemos. Chivatazos, venganzas, “paseos” nocturnos, torturas y violaciones eran el pan diario de un país enloquecido. No es de extrañar que la familia Moscoso hiciera las maletas y pusiera rumbo al nuevo mundo cuando vieron que “los malos” habían ganado la guerra. Al americano y sus ideas democráticas la represión fascista le estaba pisando los talones.
Así, el pequeño Víctor se crió en Brooklyn, un barrio que en aquellos tiempos distaba mucho de ser esa zona de paseo para turistas en el que se ha convertido. A los catorce, su sueño era llegar a trabajar para Walt Disney. Quizá en aquellos tiempos se cruzara o, incluso, compartiera juegos con un contemporáneo suyo, pelirrojo, miope y escuchimizado al que conoceríamos por el nombre de Woody Allen. Aquí se acaban las coincidencias, si al cineasta neoyorquino le horroriza el sol de California y la música rock, Moscoso acabaría residiendo el resto de su vida en San Francisco, convertido en parte fundamental de la historia de la música popular.
Como Glaser, Moscoso estudió en la Cooper Union de Nueva York. Tras su paso por esta prestigiosa escuela de arte, amplió sus estudios en la Universidad de Yale, junto a profesores de la talla de Josef Albers, uno de los profesores de la diáspora bauhausiana. Me puedo imaginar al joven Moscoso familiarizándose con la divina geometría y la armonía de los colores, conceptos de los que, más tarde, huirá como de la peste. Su formación académica se completó en el Art Institute of San Francisco, su ciudad de adopción en adelante.En 1967 Scott McKenzie cantaba aquello de “Si vas a venir a San Francisco, asegúrate de llevar flores en tu pelo, porque vas a conocer a gente encantadora”. En el llamado Verano del Amor, Víctor Moscoso ya trabajaba en sus carteles de conciertos, envuelto en una nube de humo de cannabis y formaba parte, sin duda, de ese grupo de gente encantadora.
Si no recuerdo mal, en aquel mismo verano yo estaba estudiando algunas asignaturas pendientes que me habían quedado para septiembre, envuelto en el humo de unos cigarrillos Celtas (el Chéster obrero). Estaba enamoradísimo de una chica que me hacía caso sólo a medias (lo peor que le puede pasar a un adolescente enamorado) y me entregaba compulsivamente a componer versos y otros placeres solitarios. La única conexión con Moscoso era el origen gallego de mis cigarrillos.
En mi pueblo, The Doors sonaban alguna vez por la radio, pero a la gente le gustaban más Los Brincos o Los Bravos. En Estados Unidos tenían a Janis Joplin, nosotros teníamos a Raphael. En todo caso, yo era más de Brel y Brassens (que no sonaban nunca en las ondas) aunque a duras penas entendiera algo de la letra, gracias a las paupérrimas clases de francés que nos daba en el instituto un señor de Albacete. A los que llevábamos el pelo hasta los hombros nos llamaban yeyés pero los más enterados del lugar también nos decían hippies. Yo no era para nada un hippy, ya que me había quedado muy gustoso en el existencialismo como manera de entender la vida, pero llevar una americana de terciopelo y una camisa con chorreras te convertía automáticamente, a ojos de tus conciudadanos, en un hippy.
Pero, en fin, volvamos a San Francisco, junto a Víctor Moscoso que, junto a creadores como Stanley Mouse, Alton Kelley, Wes Wilson y Rick Griffin, estaban generando las obras más interesantes de la gráfica psicodélica.
El término “psicodelia” había sido acuñado una década atrás por el psicólogo británico Humphry Osmond y significa, etimológicamente, “que manifiesta el alma”. Para el común de los mortales, la psicodelia se convirtió en la manifestación artística ligada a la ingesta de LSD y otras drogas que provocan un estado alterado de conciencia. Pasados los ochenta años, Moscoso sigue reivindicando el consumo de cannabis como un gran potenciador de la creatividad. Personalmente, no estoy en condiciones de darle o quitarle la razón: lo único que he conseguido fumando marihuana es desmayarme.
Dicen los puristas que los carteles psicodélicos rompen todas las normas de la buena comunicación, empezando por la de la legibilidad. No estoy en absoluto de acuerdo (y eso que mi trabajo profesional siempre tendió a la claridad y la racionalidad). Si damos por sentado que la comunicación se establece gracias al manejo de un código común de formas, signos y colores cuyo conocimiento comparten emisor y receptor, los carteles psicodélicos cumplen perfectamente este requisito: al lector, para decodificarlos, le es preciso haber consumido exactamente las mismas sustancias que el diseñador se ha tomado para hacerlos. Algo que sin duda sucedía en aquellos tiempos de exaltación hippy. El potencial asistente a los conciertos que anunciaban los carteles de Moscoso y otros diseñadores afines, era una persona joven que conocía perfectamente los códigos utilizados: colores complementarios que vibraban y dificultaban la lectura de textos e imágenes; letras dibujadas a mano contenidas caprichosamente en formas orgánicas y aleatorias, casi imposibles de leer; símbolos relacionados con la espiritualidad oriental; composiciones barrocas; horror vacui; etc. Se trataba, en suma, de un repertorio gráfico sólo para iniciados, donde la atmósfera, evanescente, hipnótica y ligeramente alucinógena era tan importante, o más, que la propia información.
En cualquier caso, Moscoso da la razón a los puristas cada vez que explica que con sus carteles pretendía romper todas las normas establecidas. Contra el imperativo de legibilidad, nuestro hombre trataba de hacer los textos lo más difíciles posible de leer. Relacionado con esto, también se propuso ir en contra del imperativo por el cual un cartel debe poder transmitir su mensaje lo más sencilla y rápidamente posible: “Un cartel debe retenerte todo el tiempo que pueda”, afirma siempre que tiene ocasión, así como que: “Hay que usar colores que vibren siempre que sea posible, lo mismo que los músicos amplifican el sonido hasta hacerte estallar los tímpanos. Yo he pretendido hacer lo mismo con los globos oculares del espectador”. El cartel deviene así un puñetazo en el ojo en toda regla.
Moscoso también formó parte de la plantilla de colaboradores de Zap Comix, la publicación fundada por Robert Crumb en 1968 que logró cosechar un número significativo de denuncias por obscenidad.
A pesar de subvertir todo lo que aprendió en su formación académica y de su compromiso con la contracultura, a Moscoso le duele que nunca se le haya invitado a dar un seminario o una conferencia en ninguno de esos centros de enseñanza donde él se formó y donde, asegura, fue un magnífico estudiante. Bueno, la disidencia paga siempre un alto precio. Lo digo por experiencia. Jamás obtuve ningún premio en toda mi carrera, ni el menor reconocimiento, pero yo no me quejo: es difícil obtener un premio al que no te has presentado. Sin embargo, gracias a su talento (y a haber emigrado, seguramente) Moscoso puede presumir de tener obra expuesta en el Louvre, el Victoria & Albert Museum o en el MoMA, entre otras instituciones de prestigio mundial. Se puede llegar bastante lejos siendo un antisistema después de todo. Publicado en visual 199
Texto: G, diseñador jubilado