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Diez negritos, o el misterio de las portadas mediocres


Si uno curiosea portadas de la novela Diez negritos, publicadas en el mundo a lo largo de ocho décadas, puede llevarse una sorpresa: la mayoría son bastante mediocres. De un libro del que se han vendido más de cien millones de ejemplares, compartiendo ranking con obras como el Quijote o la Biblia, cabría esperar alguna edición esmerada en una colección selecta, o en una biblioteca de clásicos, o porque lo hubiese propiciado uno de los muchos devotos de la obra. Y en el esmero, lo sabemos, juega importante papel la portada o cubierta. Del Quijote se han realizado ediciones
especiales, con participación de grandes artistas para ilustrar el texto o para plasmar en la cubierta todas las sugerencias plásticas del contenido. No digamos de la Biblia, y de tantas piezas literarias universalmente adoptadas. Hemos crecido entre ellas, como si fuesen elementos de la realidad tan sólidos como los montes de nuestra comarca, los edificios de nuestra ciudad. ¿Qué demonios ocurre entonces con una novela que ha cautivado a semejante muchedumbre de lectores y admiradores?
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Porque hablamos de un gentío que duplica de largo a la población española, por dimensionarlo de forma casera. ¿Acaso un público ordinario que, como mucho, lee novelas de kiosco? De tiros, aventuras, policíacas o rosa, según el género; lo denominado pulp en EEUU, por lo basto del papel reciclado.
Va por aquí una primera tentativa de explicar el fenómeno del escaso nivel estético de las ediciones supervisadas de Diez negritos. ¿Se trata de un libro que vive en circuitos subculturales, eufemísticamente designados en ocasiones como “cultura popular”? ¿Un libro equiparable a los de Marcial Lafuente Estefanía, José Mallorquí o Corín Tellado, productos industriales vendidos como churros y consumidos ávidamente en el escalón más bajo de la lectura? Lo siguiente son las fotonovelas y los tebeos, y lo siguiente el analfabetismo (01-05).
Las novelitas sentimentales de Corín Tellado también se vendían en España y América por millones. Vargas Llosa la defendió y entrevistó, llevado por su simpatía hacia los redactores de folletines y radionovelas, los escribidores. También es cierto que, tras morir la escritora gijonesa, don Mario reconoció no haber leído ninguna de sus novelas. Pues de haberlo hecho se habría regalado con un sinfín de inefables clichés: “Un tipo tan duro, tan sin consideración”, “El busto túrgido de juveniles senos”, “Su ternura, capaz de impresionar a una piedra”, “Un hombre correcto, un tanto comercial y algo materializado”, “Ojos de un gris perla casi estremecedor”, “Le cortó con una frase cortante”, “Una mirada de expresión indefinible” o “Era un sexual indecente”.
¿Está realmente la obra de Agatha Christie instalada en ese populoso suburbio de la industria editorial?
Corín Tellado y Agatha Christie tenían en común la capacidad de conectar con un público multitudinario y provocar cifras de difusión mareantes pero, en honor a la verdad, sus respectivas escrituras pertenecen a categorías distintas. La diferencia se podría expresar así: el fenómeno Corín Tellado es más bien sociológico y el fenómeno Christie es más bien literario.
No obstante, el Diccionario de Literatura Penguin dedica a Agatha Christie una escueta entrada, si bien al final concede que se trata de “una figura mucho más compleja de lo que se supone”. Y en el enciclopédico Diccionario Bompiani de Autores, de cinco volúmenes, apenas tiene unas líneas en el apéndice, que suenan a concesión al gran público.
En la vieja colección de bolsillo Penguin (1935) sí hubo lugar destacado para una obra de la escritora inglesa, El misterioso caso de Styles, que inauguró la serie verde del catálogo, la policíaca. Pero resulta que el vanguardista diseño de la colección no se detenía en la especificidad de los contenidos, no los singularizaba con una imagen ilustrativa. Todos quedaban homogeneizados y abstractos en el diseño uniforme de los libros (06). Pasa lo mismo con la edición de Albatross, donde cada título queda férreamente uniformado (07). Y con el planteamiento de Austral, nacido de una estrategia visual semejante: el único matiz que se aportaba era el del género literario, según un código de colores.
Y además en Austral, que ubicó las policíacas junto a las de aventuras y las femeninas en la serie roja, nunca entró una novela de Agatha Christie.
Si contemplamos el ámbito hispanoamericano, resalta enseguida la colección del Séptimo Círculo (el destinado a los violentos en el infierno dantesco), sello policíaco editado en Argentina por Emecé a partir de 1945. Para ser un género subcultural, consiguió publicar hasta 1983 un total de 366 títulos, con notable aceptación por parte de lectores intelectuales (08). Algo insólito para un material propio más bien de kioscos. Influyó sin duda que el proyecto estuvo auspiciado y dirigido por Borges y Bioy Casares, aficionados a las novelas inglesas de misterio criminal, que ellos mismos intentaban bajo el seudónimo conjunto Bustos Domecq.
La mayoría de los autores del catálogo eran clásicos británicos, los fundacionales del género (Wilkie Collins, Dickens, Quentin, Dickson Carr, etc.). El conocido gusto de Bioy por el erotismo justifica la inclusión de ciertas piezas de la novela negra cultivada en EEUU a partir de Dashiell Hammett, el hardboiled aderezado con violencia y sexo. Aquí la audacia de los editores contribuyó a la difusión de esa innovadora escuela en el circuito hispanohablante.
Pero no podemos perder de vista otro factor decisivo para el éxito editorial: el excelente diseño de la colección, modernamente geométrico, con ecos constructivistas y unas ilustraciones de cubierta sencillas y atinadas, obra todo ello del artista italoargentino José Bonomi, quien leía a conciencia cada texto y lo interpretaba con acierto.
Aun siendo el catálogo eminentemente policíaco y de línea british, lo único que figura de Agatha Christie es su colaboración en el nº 69, El almirante flotante, libro colectivo firmado también por Chesterton y Clemence Dane (seudónimo del matrimonio Cole). Borges era devoto de Chesterton pero no pudo hacerse con los derechos de la serie del Padre Brown, el cura-detective. Hubo de conformarse con esta rara obra a ocho manos y, por tanto, publicar de rebote algo de Agatha Christie, quien llevaba casi veinte años publicando con amplio reconocimiento de los aficionados al género. De hecho, muchos de ellos ya consideraban El asesinato de Roger Ackroyd (1926) como una de las cimas de dicho género, gracias a su insólito y maquiavélico artificio compositivo.
Como El asesinato de Roger Ackroyd”, el argumento de Diez negritos contiene prestidigitaciones narrativas tremendamente audaces, juegos acrobáticos con las estructuras realizados en la tramoya, más como una autora experimental que como una mera paperback writer.
Borges tenía sus fobias y, junto a detalles de su prosa, le disgustaban algunos rasgos estilísticos de Christie. De ahí el rechazo. Y ello suponiendo que no se debiera a que composiciones tan precisas y minuciosas, argumentos tan arquitectónicos, fuesen obra de una mujer. Si bien tampoco quería saber nada con Conan Doyle, ni con Simenon y los noir en general. Lo cierto es que entre los ciento veinte autores de la colección sólo una docena son escritoras, y más bien ortodoxas, cuando ya por entonces además de las de Agatha Christie se publicaban las novelas de Patricia Highsmith, Ruth Rendell o P. D. James, que tampoco figuran.
En uno de los célebres relatos borgianos, La intrusa, dos hermanos varones se enamoran de la misma mujer y, para evitar que los celos u otras pasiones oscuras enturbien su fraternal vínculo, la matan con laconismo pampero.
Borges, recordémoslo, era muy influyente en su entorno editorial y librero. Un comentario suyo hizo que, a la hora de crearse en Buenos Aires la colección Austral, fuese desechada la mascota primera, un oso polar, y la reemplazase la famosa cabra zodiacal.
Otro ejemplo del peso decisivo de unas cubiertas diseñadas con criterio es el Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, fenómeno que revolucionó el panorama de la cultura española en los setenta. Hubo otras colecciones de bolsillo en el panorama, desde luego Austral, y por ejemplo Salvat, pero, con independencia de la selección de títulos, más bien tirando a clasicista, su política para las portadas era la uniformidad.
A diferencia de Austral, Alianza sí apostó fuerte por la policíaca, pero de la negra: Hammett y Chandler sobre todo. De las clásicas, Conan Doyle. Y fueron estas las novelas las que resultaron engrandecidas por el trabajo de Daniel Gil, el vocabulario gráfico de cuyas portadas insuflaba vida propia a los ejemplares en cada estante (09).
Un adolescente sale a pasear antes de la cena y las metas volantes de su recorrido son las librerías. Es ya de noche, por el invierno. El vaho rebota suavemente contra el escaparate iluminado. Cada libro, un mundo. Y mucho más amplio el acceso por la imagen de portada que por las sugerencias del título. Una vuelta por el barrio se convierte en recorrer continentes mentales, épocas históricas, dimensiones futuristas.
La crítica progresista consideraba que la novela policial era conservadora y de derechas porque, al ceñirse al aspecto lógico de la investigación del crimen, ignoraba los conflictos sociales, mientras que la novela negra denunciaba la injusticia imperante al conectar mediante el caso criminal los bajos fondos con la cúpula de la sociedad.
Aunque no cuestionó el orden social, Agatha Christie jugó desde el principio con los códigos del género para involucrar al lector. Son ejercicios lógicos implacables que reconstruyen escenas al minuto, ubicaciones especificadas al centímetro en espacios claustrofóbicos, laboratorios idóneos para una mentalidad forense. Aparte de que alguien acabe yéndose al Canadá, hay numerosas constantes relativas a la construcción rigurosa y al dominio de las reglas que pacta con un lector a quien exige en alto grado, más que complacerle.
Estos del Séptimo Círculo y Alianza son sólo dos ejemplos de cómo la calidad de las cubiertas da lustre a una edición y contribuye a su prestigio. Y en ninguno de ellos los libros de Agatha Christie se vieron beneficiados, al quedar excluidos. Cuando al fin se prepara con ellos una colección coherente, la de Fontana Books (presentada en España por Molino en segunda época, tras la de la Biblioteca de Oro), con las concienzudas y originales ilustraciones del artista angloamericano Tom Adams (10), precisamente la de Diez Negritos es de las peores, si no la peor (11). ¿Pero qué demonios…?
Esta novela había cambiado más de una vez de título al entrar en el mercado norteamericano, por mor de la corrección política. La canción tradicional de Los diez negritos (Ten Little Niggers), que presta un esqueleto formal al relato, un pretexto o pie, desaparece en un nuevo título: Ten Little Indians (¿Diez indiecitos?). Como quiera que la connotación racista no desaparecía sino que se aplicaba ahora a una etnia peor posicionada en el escalafón, si cabe, fue pensado un nuevo título: …And Then There were None (…Y no quedó ninguno), línea final de la canción, y spoiler de campeonato que hace palidecer al de La semilla del Diablo, de Polanski, para España. La secuencia de los títulos nos acaba dando un apretado resumen del argumento: hay diez personajes, y al final palman todos.
¿Ese título que es como patata caliente puede haber influido? Cada dos por tres aparecen en las tapas “negritos”, sin venir a cuento. Es condición totalmente anecdótica. Podían ser diez londinenses, diez campesinos o diez enanitos del bosque. En realidad, el meollo del asunto lo protagonizan los diez invitados. Prueba de que el director editorial no tenía leído el libro al hacer el encargo, ni tampoco el portadista. El mero título, reflejado como un jeroglífico de los pasatiempos del periódico: Diez, por un lado, Negritos por otro, y a tirar. Aquí tengo un negrito. ¿Cuántos eran, diez? Pues venga, lo repetimos, no problem (12-20). Ahora decimos que indios. ¿Pero pielrojas o de la India? Bien, allá que vamos… Y el lector, que suponía que la cosa ocurriría en el Congo, pasaba a situarla en los Apalaches (21-23). Esta impresentable simpleza domina un buen porcentaje de las cubiertas. Otras, con menos desatino, se centran en el escenario donde se reúnen los diez protagonistas, la mansión solitaria en una isla. Están más cerca de expresar el tono de la obra, aunque sea por la vía paisajística (24-33). Y otras pocas se ciñen a algún detalle muy particular, oscilando entre lo significativo y lo trivial. Aparecen unos tipos del KKK que pasaban por allí (35), un pez ensangrentado (37), un gramófono (39), un grupo de gente que se diría en un vagón de metro (40) o, con cierta insistencia, una horca (38).
Para buena parte de los actuales ingleses Agatha Christie y Alfred Hitchcock son como parientes, unos abueletes, por su asentada presencia en la vida cultural diaria y por la familiaridad con que tal presencia es asumida. Sus respectivas figuras públicas eran lo más opuesto a la bohemia o la extravagancia asociadas a los grandes creadores e intelectuales; lo menos sexy. El marketing de la imagen, como hoy lo entendemos, les resbalaba bastante.
Hitchcock, siempre orondo, flemático, con traje, corbata y zapatones negros, podría pasar por un oficial de notaría o corredor de bolsa de la City londinense.
Agatha fue educada con institutrices en casa, en el campo, leyendo muy pronto por su cuenta, sin acudir a centros de enseñanza hasta ya muy crecida. Condiciones para forjarse un mundo propio. Y supo mantenerlo. Le gustaba nadar, con la ropa más ligera posible, cuando todavía se usaban casetas de baño con ruedas y ni una pulgada de piel quedaba al descubierto. En Waikiki fue pionera blanca del surf, el marido en misión diplomática.
Agatha Christie no fue siempre su nombre civil. Se llamaba Agatha Miller hasta casarse con Archibald Christie. Pero al divorciarse también se separó del apellido, y cuando se volvió a casar pasó a llevar el apellido de su segundo marido, Mallowan. Así era la ley. Sin embargo, ya había empezado a publicar novelas y continuó firmándolas igual. Así que Agatha Christie se convirtió en un seudónimo, aunque no para ocultar su identidad. El que usaba aposta, para novelas psicológicas o románticas, en cualquier caso no policíacas ni criminales, era Mary Westmacott.
La BBC le debe mucho: ha convertido su novelística en un vivero de adaptaciones. En correspondencia, la cadena ha interpretado los argumentos a fondo y con óptica modernizadora, en producciones magníficas, exquisitas, sin escatimar un chelín. La de 2015 es en verdad excelente.
Aparte de las adaptaciones televisivas y las versiones cinematográficas, hay de Diez Negritos un formato teatral, para representar en escena según la reescritura de la autora, quien aparecía para dirigir los ensayos con aspecto de señora inglesa de postal kitsch y por tanto parecida a la vieja reina, con collar de perlas y abrigos de pieles. Pero algo sabría de los menesteres dramatúrgicos porque otra de sus obras, La ratonera, se viene representando desde 1974 en el West End londinense y hace años que ya batió los récords correspondientes. Más de 25.000 funciones, sin hablar de longevidad y recaudación.
La mujer récord: autor/a con más libros vendidos, según Guinness: dos mil millones de copias.
Los carteles correspondientes a las numerosas versiones cinematográficas, televisivas o teatrales tienen mejor aspecto, sea porque al cabo de más de medio siglo de circulación la obra se ha ganado un respeto, sea porque la nueva generación digital es mucho más solvente a la hora del diseño, sea por lo que sea: no deja de ser un alivio, francamente. Y eso que insisten en los dos grandes caminos, el de poner a la decena de figuras, con una curiosa inclinación por los soldaditos de plomo, entre la tendencia y el plagio (48-49) y el de sacar la mansión casi como protagonista (45-46).
Con ello parece que encara su fin una tradición torpe y feísta, para cuya explicación hemos tanteado unas pocas aproximaciones, aunque no sabemos si estamos más cerca que lejos de comprenderla. Por lo mismo, si hoy por hoy cayera el encargo de una portada para Diez negritos, igual terminábamos haciendo algo entre anodino y horrible, por mantener viva la antorcha, ante la indiferencia de doña Agatha quien, en algún soleado olimpo de escritores, se mantendría enfrascada en el estudio de los efectos (en otros) del último veneno indetectable. (Publicado en Visual 198)


Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)

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