De mis entretenimientos en este confinamiento uno ha sido pensar cómo será ahora nuestra relación con los objetos. Es curioso que, ni siquiera en el ámbito del diseño, se haya tomado este debate, más allá de las anecdóticas e ingeniosas iniciativas que salen en los informativos. No me refiero solo a lo que ahora va a formar parte de nuestra vida cotidiana, como la mascarilla, o el artilugio ese para pulsar los botones del ascensor sin tocarlos, que no aporta nada que no tengamos ya en un bolígrafo. Creo que hay que ir más allá. Algunas cuestiones:
¿Hay alternativa a los utensilios de un solo uso que van a inundar nuestra vida? Se nos anuncia un impuesto a los plásticos desechables. Por fin. Pero es un hecho que los cubiertos y vasos de plástico van a ser casi ineludibles incluso para quienes intentamos evitarlos. Es necesario que incorporemos los aparatos de esterilización de utensilios a nuestra vida. Pero apenas hemos oído nada al respecto.
Ya fue un error eliminar las vinagreras rellenables de los restaurantes. El siguiente paso son las monodosis. Monodosis en todo. Poco producto y mucho envase.
¿Hasta dónde vamos a llevar la obsesión por el retractilado? Éramos cada vez más quienes nos hemos ido convenciendo de que la fruta y la verdura, mejor a granel y si es posible con bolsas reutilizables que traemos de casa… ¿otra vez las bandejas de corchopán? Basta acercarse al supermercado para ver que los productos frescos envasados van ganando terreno.
Los periódicos y revistas de las cafeterías o peluquerías, salas de espera, todo eso, fuera… ¿hay alternativas? El ejercicio de tomar un café en el bar y hojear el periódico ha desaparecido. Pierde el periódico y el bar.
Los libros, ¿podremos seguir hojeándolos antes de comprarlos, o van a estar todos retractilados? Se ha hablado mucho del retorno a las librerías, pero muy poco sobre cómo será a partir de ahora nuestra relación con el libro. Un ejemplar de consulta y el resto plastificado para su venta era una práctica antes, ahora es casi un requisito imprescindible. Comprar ropa, material escolar, casi cualquier objeto exige nuevas consideraciones, y una de ellas es la asepsia como valor añadido. ¿Y las bibliotecas? Algunas comunidades autónomas ya han previsto que los libros en préstamo o lectura presencial hayan de pasar una cuarentena. Pero no he leído en ningún sitio que estos protocolos se acompañen de un aumento en las partidas de adquisición bibliotecaria. Y ya ni te cuento qué pasará con las hemerotecas, donde la rotación es vertiginosa pero por un corto espacio de tiempo.
¿Van a seguir los hombres utilizando trajes que no van a la lavadora? ¿Estará el sector de la moda trabajando en prendas y tejidos para la postpandemia? ¿Desaparecerán las corbatas, los foulares y las bufandas?
Los casinos de barrio –ojalá les vaya mal–, las tragaperras, los futbolines, las máquinas expendedoras, los pomos de las puertas y las barandillas de las escaleras, todo aquello que tocamos de manera compartida a lo largo del día… sí, ya sé que en algunos sitios están poniendo puertas con sensores… ¿no se puede hacer algo más? En esto y en otras muchas cosas, tengo la sensación de que nos estamos estrujando poco la mollera.
Las barras a las que nos agarramos en el transporte público, ¿nos sujetaremos a ellas con un grillete o una cincha, como los escaladores?
Hablando de transporte público… ¿y todos esos sitios donde nos sentamos a lo largo del día? Hay materiales donde el virus dura más que en otros. Pero también son a veces los más fáciles de limpiar y desinfectar. Sinceramente, ahora mismo no sé si son mejores los asientos de plástico, de metal, o tapizados con piel o sintéticos, o con fibras naturales… pero seguro que alguien está trabajando en ello, espero.
¿Son posibles las guarderías sin objetos compartidos y sin contacto físico? Tendrán que serlo, pero habrá que repensar toda una utilería concebida para la experiencia compartida.
Seguro que se nos ocurren muchas más cosas. Pero a mí hay una que me preocupa muy especialmente, y que por desgracia no va a cambiar. Se trata del libro de texto escolar. La presión de los editores que, casualidad, coincide que son también los grandes medios de comunicación, llevan años condicionando las decisiones para que no evolucione un sistema tan anacrónico como rentable. Si algo nos ha traído esta nueva realidad es la certeza de que la educación pasa por el uso de las nuevas tecnologías, y esto puede abrir una brecha importante. Digitalizar los procesos de enseñanza sería un descalabro para un sector con mucho poder y que se niega a esa transición, pero sería un ahorro para las familias. El coste de una tablet o un notebook no alcanza ni la mitad de lo que cuestan los libros de un solo hijo durante un curso. Sería fácil pactar con las operadoras una conexión social para las familias más desfavorecidas. Y se daría alas a los proyectos colaborativos de generación de contenidos para la enseñanza, que ya existen pero chocan con la imposición del libro impreso. Todo es sensato y todo son ventajas, excepto para los grandes grupos editoriales. Esta nueva realidad debería servir para impulsar un nuevo modelo. Pero no parece que vaya a ser una prioridad. Qué lástima. (Publicado en visual 203)
Texto: Alvaro Sobrino