Cuando el humor no se conforma con la terapéutica carcajada y adquiere tintes de crónica o de denuncia con aspiraciones de cambio, adopta los modos y las formas de la sátira. Desde antes de la Revolución Francesa, los artistas gráficos ya querían dejar constancia de su perplejidad ante el mundo que les había tocado vivir. Las estampas satíricas, que declararon su guerra solitaria contra los abusos del poder y las arbitrariedades del pacto social, acabaron agrupándose y formando parte de publicaciones satíricas, auténticas trincheras gráficas y literarias desde las que el humor ha venido lanzando sus dardos, mojados en diversos venenos. Haciéndose eco de las realidades de su tiempo, estas revistas han funcionado como necesarios espejos de feria, devolviéndonos, con sus risibles deformidades, los diferentes rostros de esa actualidad que los órganos oficiales de información nos sirven perfectamente adulterada bajo la equívoca apariencia del rigor periodístico.
Una espesa cortina de silencio parece haberse interpuesto entre G y su recién estrenado alumnado. Quince rostros inescrutables le miran fijamente. Tras una eternidad que dura apenas unos segundos, el viejo profesor se dispone a dar su primera clase desde aquel día remoto en que fuera expulsado de su puesto como docente de lengua y literatura en un instituto (pero esa es una vieja historia que ha preferido olvidar para siempre).
Unos minutos atrás, Artemisa, la directora de la escuela, le ha presentado con unas palabras tan elogiosas como escasas, a juicio de G, siempre tan poco sobrado de humildad. Definitivamente, no debería haber accedido a impartir ese curso de Historia de la imagen gráfica, pero ¿quién puede decirle que no a Artemisa?
Decide comenzar sin rodeos.
Ejem, ejem. El gran experto en semiótica Umberto Eco escribió una novela protagonizada por un Sherlock Holmes del siglo XIV, fray Guillermo de Baskerville, un fraile franciscano que debe resolver unos asesinatos que han tenido lugar en una abadía. Se trataba de El nombre de la rosa. No quiero destriparos la trama. En ella tiene importancia el segundo volumen de la Poética de Aristóteles, supuestamente perdido para siempre durante la Edad Media y dedicado a la comedia. En un momento de la novela, Guillermo tiene la oportunidad de leer la primera página de ese libro. Esta es, pues, la cita de una supuesta cita. Dice así:
“En el primer libro hemos tratado de la tragedia y de cómo, suscitando piedad y miedo, ésta produce la purificación de estos sentimientos. Como habíamos prometido, ahora trataremos de la comedia (así como de la sátira y del mimo) y de cómo, suscitando el placer de lo ridículo, ésta logra la purificación de esa pasión. Sobre cuán digna de consideración sea esta pasión, ya hemos tratado en el libro sobre el alma, por cuanto el hombre es –de todos los animales– el único capaz de reír”.
En este curso no os voy a explicar un relato cronológico de la comunicación visual, lo de las pinturas rupestres lo dejamos para otro día. Hoy vamos a abordar el tema de las revistas satíricas, cuna de la caricatura. Voy a hablar de la relación del dibujo con ese fenómeno que es capaz de provocarnos cosquillas en el cerebro: el humor.
Amigas y amigos, dicen que los viejos somos especialistas en contar batallitas. En efecto, yo voy a empezar por hablaros de la guerra, de una guerra muy lejana, incluso para mí, pero algunas de cuyas víctimas yacen aún, anónimas, en las cunetas. La guerra civil española, que estalló en el verano del 36 y finalizó en los albores del 39, nos deja, entre tantas lecciones amargas, un par de anécdotas que quiero compartir con vosotras (soy ajeno a las trincheras del lenguaje, pero, dado que veo más mujeres que hombres, permitidme que le conceda su importancia a la estadística y utilice el femenino).
Para hablaros del humor, no os sorprendáis, necesito explicaros un par de cosas sobre la guerra.
La primera batallita es la siguiente: Pedro Muñoz Seca fue un autor teatral dedicado a un subgénero practicado en nuestro país en las primeras décadas del siglo XX conocido por astracanada, un tipo de comedia rabiosamente disparatada que no perseguía otro fin que el de hacer reír, cuanto más, mejor. Yo no sé si a vosotras os provocaría siquiera una sonrisa su obra La venganza de don Mendo, la más celebrada de cuantas escribió. Me atrevo aventurar que no, pero eso no es importante.
Muñoz Seca era un atildado caballero de largos y excéntricos bigotes, profundamente conservador, partidario de la monarquía y de los valores tradicionales católicos. Un inofensivo reaccionario al que le gustaba lanzar sus pullas contra la frágil República. Cuando, debido al levantamiento militar, estalló la guerra, nuestro hombre fue capturado en Barcelona y encarcelado en Madrid. En aquellos tiempos, el que se había destacado ideológicamente en uno u otro sentido tenía muchas posibilidades de acabar con sus huesos en la cárcel si se hallaba en un territorio dominado por las fuerzas contrarias. Digamos que pensar distinto era considerado un crimen. Nuestro hombre tuvo el infortunio de ser uno de los miles de prisioneros asesinados en las llamadas Matanzas de Paracuellos, sin más grave acusación que la de posicionarse en el bando equivocado de la Historia.
Dicen que nuestro hombre le dijo a quienes dictaminaron su ejecución por fascista y monárquico: “Podéis quitarme el reloj, la cartera o las llaves y hasta la vida. Pero hay una cosa que no podéis quitarme: el miedo que tengo”. Hay quien afirma que, en sus últimos momentos se dirigió al pelotón de fusilamiento con estas palabras: “me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades”.
G hace una estudiada pausa antes de proseguir, para dar espacio a las risas o los comentarios, pero el silencio de sus alumnos es obstinado e indescifrable. Por fin, alguien se manifiesta: “¿Pero eso es cierto?”.
Seguramente ambas anécdotas, continúa G, forman parte de la leyenda, pero nos hablan de un hecho cierto y cotidiano: sólo el sentido del humor puede redimirnos de este mundo tantas veces absurdo y cruel y al que los humanos nos empeñamos en empeorar.
Lo mismo podría decirse de la poesía, dice una alumna, tras sus grandes gafas redondas: “Una vez vi un documental en la que un escritor que había estado en un campo de concentración nazi decía que sólo la poesía era capaz de devolverle la dignidad y la libertad en medio de aquella barbarie. Decía que en las largas horas que les hacían formar en silencio, él se recitaba a sí mismo versos de grandes poetas que sabía de memoria”.
Cierto, lo mismo podría decirse de la poesía. Pero, aunque os suene extraño, ambas disciplinas tienen muchos puntos en común.
Ante los rostros de incredulidad, liderados por el de la chica de las gafas redondas, G se ve en la necesidad de argumentar su afirmación.
Humor y poesía nos proponen una especie de acertijo, ya que nos sugieren algo que la inteligencia del espectador, oyente o lector deberá completar para que adquiera significado. Si el proceso vale la pena, culminará en una carcajada o una sonrisa, en el caso del humor; y en una emoción en el caso de la poesía. El éxito de un chiste o de un poema está en manos del público. Supongo que vosotras, como futuras creadoras, ya os habéis tenido que haber dado cuenta de una cosa: nuestro trabajo implica un diálogo constante con un interlocutor invisible, pero implacable, el público. Una exigente pero hermosa metáfora es la mayor gentileza que podemos tener con él.
“No estoy entendiendo nada”, interrumpe un chico con el rostro acribillado por el acné.
Bien, detengámonos un momento. Cuando Pablo Neruda era todavía un adolescente escribió un poema de un solo verso: “Mi alma es un carrousel vacío en el crepúsculo…”.
“¡Qué belleza!”, exclama la chica de las gafas, mejor conocida por Silvana, su nombre de pila.
“Pues yo lo encuentro muy cursi”, dice un chico muy serio que no ha levantado la vista de la mesa desde que ha comenzado la clase.
¿Y a ti qué te parece?, dice G dirigiéndose al chico cuya cara es la apoteosis de la adolescencia.
“Creo que Neruda no debía tener novia cuando escribió eso”.
Por tanto, Neruda podría haberse limitado a decir “estoy solo”. Pero nuestro poeta chileno sencillamente utiliza su estado de ánimo, real o no, para proponernos un juego intelectual en forma de poema. Una vez, como lectores, visualizamos ese carroussel solitario sobre un fondo crepuscular ya hemos sido arrancados de nuestra pasividad lectora para convertirnos, a nuestra vez, en creadores: hemos pintado un cuadro en nuestra imaginación. Con muy pocos elementos, cuidadosamente seleccionados por el autor, hemos creado una imagen evocadora y, quizá, inolvidable.
“De todos modos, he leído que Neruda era muy mala persona”, apunta Silvana.
Bueno, ese es otro debate y aún no os he contado la segunda batallita relacionada con el humor. Me encanta ser interrumpido, pero me temo que debido a ello perderé el hilo de mis pensamientos más de una vez. Espero que sepáis excusarme.
Vuelvo al tema. La Traca era una revista satírica creada en Valencia a finales del siglo XIX. Tuvo diversas etapas, todas marcadas por la censura. Ni al rey Alfonso XIII ni al dictador Primo de Rivera les gustaban las ocurrencias irreverentes de la revista. Su director, Vicent Miquel Carceller acabó entre rejas por publicar una caricatura del rey. En lo sucesivo, la publicación fue cambiando de nombre para evitar su cierre definitivo. Durante la República, La Traca vivió un gran éxito, del que dan cuenta más de medio millón de ejemplares vendidos de su primer número en castellano (anteriormente combinaba castellano y valenciano). Su humor adquirió un carácter mucho más combativo a favor de las causas progresistas, representadas en ese momento por el Frente Popular, una coalición de partidos de izquierda. Los dibujantes de La Traca tendían a hacer un humor de trazo grueso, como suele ser habitual en este tipo de revistas, que pretenden llegar a un amplio público y cuyo objetivo es no sólo hacer reír a sus lectores, sino también, y no menos importante, enfurecer a sus contrarios. La Traca hizo del anticlericalismo una de sus señas de identidad, sobre todo una vez iniciada la guerra. En este contexto se publicaron una serie de viñetas de Carlos Gómez Carrera. En todas ellas se hacía mofa de la supuesta condición homosexual del Generalísimo Franco, líder de los sublevados contra el gobierno legítimo de la República. Hasta no hace muchos años, me temo que utilizar la condición social de las personas para denigrarlas era una práctica común entre los humoristas. Hoy estas caricaturas no hacen reír a nadie, ni a los nostálgicos del Franquismo, ni a cualquier ciudadano medianamente sensibilizado con los derechos del colectivo LGTBI. Que a Franco no le hicieran gracia no es ninguna sorpresa: el hombrecillo tenía el mismo sentido del humor que uno de esos cadáveres de atún con los que se hacía fotografiar.
Cuando acabó la guerra, tanto el director de la revista, Carceller, como el dibujante Gómez Carrera fueron condenados a muerte y ejecutados.
Alguna exclamación de asombro y de sorpresa se deja oír en el aula, mientras G prosigue su disertación.
Sirvan estas dos anécdotas para dejar claro un concepto de una vez por todas: el humor es algo muy serio.
“Eso es como lo que les pasó a los de Charlie Hebdo”, interviene Silvana.
En efecto, el 7 de enero de 2015 dos hombres encapuchados y armados hasta los dientes irrumpieron en la redacción de este semanario francés, matando a 12 personas e hiriendo a 11 al grito de: “Alá es el más grande”. El desencadenante fue la publicación de unas caricaturas del profeta Mahoma, al que según la doctrina islámica está prohibido representar, aunque sea en tono respetuoso.
“¿Cómo puede generar tanto odio una broma?”, dice una alumna con un acento que a G le suena a ruso. “Si no te hace gracia, pues no te rías y ya está, no es tan grave ¿no?”.
Os decía que el humor es algo muy serio precisamente porque el humor es el instrumento más eficaz que existe para desenmascarar a los idiotas peligrosos. Creedme, los hay de todos los credos, ideologías y nacionalidades. Son los defensores del dogma: para unos es el Corán y para otros lo que dicte la corrección política del momento, aunque pase por querer reescribir los clásicos de la literatura en lenguaje libre de sospecha. En todo puritano hay un furibundo censor y, por supuesto, un perfecto fascista: aquél que confunde su razón con “la razón” y se otorga a sí mismo la legitimidad de imponerla. Si el puritano en cuestión dispone de fusiles de asalto, una vida social bastante triste y una firme creencia en que tras la muerte ingresará en una especie de eterno guateque, más vale que nos pongamos a temblar.
Durante la transición política española, en 1977, la revista El Papus, donde colaboraban conocidos dibujantes como Carlos Giménez, Gin, Ivà y Óscar Nebreda, ya había sido objeto de un atentado. Aunque hubo 17 heridos de diversa consideración, la única víctima mortal fue el portero de la finca, al que le explotó el paquete bomba antes de que pudiera entregárselo al director de la revista. Los responsables fueron, en principio, unos pistoleros fascistas que respondían al nombre de la Triple A (Alianza Apostólica Anticomunista). El poco interés que pusieron las autoridades del momento por esclarecer los hechos, por no decir trabas, da bastante que pensar. Las cloacas del estado franquista estaban prácticamente intactas. La revista aguantaría aún una década, con un humor que no ha pasado a los anales de la exquisitez humorística precisamente.
En este momento, quisiera volver a las páginas de la novela de Umberto Eco que os citaba para comenzar esta charla. En ella, un viejo monje, Jorge de Burgos, adusto guardián de la biblioteca de la abadía, sospechosamente parecido a Jorge Luis Borges, opina que Aristóteles fue demasiado lejos escribiendo un libro sobre la comedia, porque: “La risa mata el miedo, y sin miedo no puede haber fe, porque sin miedo al Diablo ya no hay necesidad de Dios”.
Creo que en boca de Jorge de Burgos hablan todos los puritanos e intolerantes del mundo. La principal arma de los terroristas que perpetraron la masacre de Charlie Hebdo es el miedo, pero para combatir el miedo, como hemos visto con la anécdota de Muñoz Seca, no hay mejor antídoto que el humor. Quizá, siguiendo este razonamiento, el humor sea una suerte de valentía cívica. En fin, no me hagáis tampoco un caso excesivo en mis afirmaciones.
Permitidme hacer un poco de historia, que para eso estamos aquí. En el siglo XVIII todavía no existe la prensa satírica, pero hay una serie de ilustradores que publican sus estampas satíricas con gran éxito. En Inglaterra podemos destacar a Hogarth, Rowlandson, Gillray y Cruickshank. Durante los años de la Revolución Francesa se imprimen y circulan estampas que suponen algo así como una crónica social y política de la época.
Nuestro Francisco de Goya fue también un precursor de la ilustración satírica con sus series de grabados en los que venía a afirmar que “el sueño de la razón produce monstruos”. Encontraremos su huella en ilustradores del siglo XX como Topor, Chumy Chúmez o El Roto.
Podríamos decir que la primera publicación satírica ilustrada que ejerció una gran influencia nace en Francia, en 1830. Se trataba de La Caricature. Aunque su vida fue corta, trece años, por sus páginas pasaron históricos colaboradores como Honoré Daumier, Paul Gavarni o Charles-Joseph Traviès de Villers. Por supuesto, la revista tuvo problemas con la justicia y su director, el también dibujante Charles Philipon, acabó encerrado todo un año en prisión. Charles Philipon fundaría paralelamente el periódico Le Charivari, exento de esa crítica política que tantos quebraderos de cabeza le daba con La Caricature. Le Charivari duró apenas cinco años, pero sirvió de fuente de inspiración para la revista inglesa Punch, que no tenía problemas en subtitularse The London Charivari.
La longevidad de Punch sí que es digna de ser reseñada, ya que se publicó desde 1841 hasta 2002, con una pequeña interrupción de cuatro años entre 1992 y 1996. A mediados del pasado siglo alcanzó un tiraje de 175.000 ejemplares. A pesar de su línea editorial conservadora, Punch denunció no pocas injusticias sociales y fue incisivo con la monarquía. La lista de colaboradores, tras siglo y medio de existencia es, evidentemente abrumadora, incluyendo a grandes de la literatura como Somerset Maugham, Kingsley Amis, P. G. Wodehouse o Sylvia Plath. En la lista de ilustradores tenemos nada menos que a Quentin Blake, George du Maurier, Arthur Rackham o John Tenniel, al que todas vosotras recordaréis por sus ilustraciones para la edición original de Alicia en el País de las Maravillas.
Cuando Punch paró sus rotativas, The Yale Record, una revista nacida al amparo de la prestigiosa universidad norteamericana, recogió el relevo de la longevidad, ya que, fundada en 1872, actualmente ostenta el título de la revista de humor más antigua de cuantas siguen publicándose. Sus temas siempre estuvieron muy ligados a los principales intereses de los estudiantes, a saber: alcohol y sexo.
(En la clase se oyen murmullos unánimes y contradictorios de desaprobación y asentimiento).
Volvamos a Francia, amigas y amigos. A principios del siglo XX se dieron cita en publicaciones como L’Assiette au Beurre o Le rire un puñado de talentos, algunos de los cuales tienen su rinconcito en los manuales de Historia del Arte (ya os iréis dando cuenta de que para estos manuales los ilustradores sencillamente no existen). Steinlen, el gran cartelista del Art Nouveau; Félix Vallotton, gran representante del grupo de pintores nabis; el español Juan Gris, maestro del cubismo; o el pionero de la abstracción, el checo František Kupka.
Los amigos alemanes de principios de siglo XX también tenían mucho de lo que reírse y lamentarse, doble función inherente al ejercicio de la sátira. Simplicissimus, muy influenciada por las publicaciones satíricas francesas, dirigió sus dardos contra la anquilosada y clasista sociedad prusiana. Para ello contó con la inestimable colaboración de ilustradores como George Grosz (uno de los más grandes dibujantes satíricos de todos los tiempos), el noruego Olaf Gulbransson, Erich Schilling, la extraordinaria Käthe Kollwitz o John Heartfield, el rey del fotomontaje político.
En fin, entenderéis que no puedo mencionar todas y cada una de las revistas satíricas que en el mundo han sido y nos estamos olvidando, sin duda injustamente, de publicaciones aparecidas en países que nos resultan culturalmente más desconocidos.
Ahora me tenéis que disculpar porque necesito ir al baño. Al regreso hablaremos de publicaciones como L’esquella de la Torratxa, La Codorniz, Hara-Kiri, Hermano Lobo o Mongolia, entre otras. Publicado en Visual 200
Texto: Carlos Cubeiro