Recientemente, en 2015, la casa neoyorquina de subastas Doyle vendió por la considerable suma de 137.000 dólares un lote de 25 cartas de Frida Kahlo, escritas entre agosto de 1946 y noviembre de 1949. Pertenecían a la correspondencia amorosa que la pintora mexicana mantuvo con su amante secreto Bartolí, un extraordinario pero poco famoso dibujante cuya figura suscitó una enorme curiosidad a partir de airearse el episodio romántico.
Como ocurrió con Carlos Vives, el anónimo diseñador de dos objetos que durante décadas estuvieron en el centro de la cotidiana vida nacional, el paquete de Ideales y el librillo Bambú de papel de liar, quien fue “descubierto” en un programa televisivo de gente pintoresca porque llevaba veinte años sin pegar ojo (caso sobre el que escribimos El soñador insomne en Visual nº 193), la existencia del magnífico dibujante Josep Bartolí Guiu fue revelada al gran público por reportajes ubicados más bien en la sección de crónica rosa.
El capricho del oleaje mediático, sí, pero no tanto en este caso, al menos para el público español, cuya ignorancia de la existencia de Bartolí no era fortuita sino resultado del apantallamiento aplicado por la censura. Para el franquismo, uno de los mejores dibujantes españoles del siglo XX pertenecía a la Antiespaña, y por tanto no existía.
El interés por las cartas que demuestra el elevado precio pagado en la subasta, por encima de la expectativa más alta, se explica por la popularización de la figura de la artista mexicana a partir de la película Frida (2002), de Julie Taymor, y, junto con ello, el incremento de la difusión y cotización de su obra pictórica, obra que en vida realizó en condiciones de privacidad y expuso al público en muy contadas ocasiones en los años finales. A la manera de Hollywood, generalmente disneyizadora, el áspero físico y la terrible existencia de la pintora aparecen en la película atenuados por las más suaves facciones de Salma Hayek y el más digerible guión de su biografía. (Para no saturar aquí el artículo con una crítica cinematográfica, pongo enlace a más extenso comentario mío de la película: www.filmaffinity.com/es/user/rating/590705/601562.html.)
La vida de Frida Kahlo consistió desde temprano en un tormento físico, por una parte, y así lo transmite con intensidad su talentosa y autorretratista pintura, y en un tormento sentimental, por otra, generado por la relación devoradora y ambivalente con Diego Rivera. En las cartas ella es Mara (de Maravilla), y él es Sonja, para evitar que Rivera entrase en erupción si las encontraba. Si las relaciones lésbicas de su esposa no le alteraban, la sombra de un escarceo con un hombre podía desatar una incontrolable tormenta de celos.
Lisiada desde niña por la poliomielitis, un accidente de tráfico cuando adolescente le causó tal cantidad de fracturas y tan graves, sobre todo las de la columna, que pasó el resto de la vida condenada a movilidad reducida y a dolores crónicos, cirugías fallidas y analgésicos imprescindibles.
El periodo abarcado por la correspondencia con Bartolí, entre 1946 y 1949, es el de las frecuentes visitas de Frida a Nueva York para varias operaciones experimentales en una clínica de Manhattan, con una dieta ya considerable de morfina. Bartolí se acababa de establecer en la llamada Ciudad de los Rascacielos y se conocían de antes, de los círculos intelectuales de México D.F., donde los exiliados españoles fueron bien acogidos.
Fue en el anonimato de la gran metrópolis, a la que Frida Kahlo llegaba en estado de extrema fragilidad, donde sintonizaron como seres dolientes. Porque Bartolí, hombre batallador que luchaba con pulso firme para abrirse camino profesional en los ambientes artísticos estadounidenses, arrastraba también dolores profundos, áreas de sensibilidad en carne viva, como tantos españoles obligados a encajar lejos de su tierra una derrota sangrienta que les había partido la vida en dos; pero que además habían empezado ese destierro con una inesperada experiencia de maltrato y humillación, multiplicadora del dolor hasta cotas prácticamente incurables.
Josep Bartolí fue uno de los 450.000 españoles que, según estima la historiografía, en febrero del 39 rebosaron la frontera pirenaica hacia el sudeste francés, huyendo de las tropas franquistas que acababan de entrar en Barcelona. Un masivo movimiento demográfico que se conoce como La Retirada e incluye a modo de símbolo la triste muerte de don Antonio Machado en una pensión de Collioure. El venerable cantor de Castilla al menos se libró por vía rápida de la ignominia que aguardaba al contingente de compatriotas que se apiñaban en los pasos de Le Perthus, Port Bou y Lamanère. Militares y milicianos debían dejar las armas y unirse a las familias que, recogiendo aprisa las cuatro pertenencias que podían cargar, habían enfilado a pie las rutas de la frontera. Miraban hacia atrás, pendientes de bombas y detonaciones, temerosos de ser atacados por un ejército que había anunciado las duras represalias ya ejecutadas en otras ciudades españolas. El 9 de febrero quedaba promulgada la Ley de Responsabilidades Políticas, cuyo mensaje era: Esto no ha terminado, ahora lo vais a pagar caro.
Con la vista puesta en el terror del que escapaban, la aspiración de aquella multitud desesperada era salvar el pellejo, pasar de una vez a un país democrático donde sentirse a salvo. No contaban con lo que en realidad les aguardaba. Para colmo, después de haberse lavado las manos hasta entonces, el 29 de febrero Francia y el Reino Unido reconocieron de modo oficial al nuevo estado franquista.
Los dibujos que presentamos en este artículo fueron publicados por Bartolí en México, muy frescas en la memoria las experiencias plasmadas; imborrables, en realidad. Salieron a la luz en 1944, en la editorial Iberia, junto a textos de Narcís Molins i Fábregas, periodista del POUM que conocía en persona los campos de concentración franconazis de Argelia [01], como Max Aub, uno de los escritores españoles que más obra relativa a aquellos recintos norteafricanos produjo. Sobre los campos iniciales, los de la Francia continental, dejaron testimonio varios autores; de modo destacable Celso Amieva, quien pasó años en Argelés-sur-Mer y Le Barcarès (y uno de cuyos poemarios, Poeta en la arena, y la arena es la de aquellas playas, llevaba ilustraciones de Bartolí, precisamente) y Manuel Andújar, a quien tocó pasarlas canutas en Saint Cyprien.
Ante la muchedumbre llegada de un día para otro al Rosellón, las autoridades francesas optaron por dividirla en hombres y mujeres y confinar a los grupos en recintos alambrados que se improvisaron en las playas próximas a Perpignan, kilométricos arenales en torno a las desembocaduras de los ríos Têt y Tech, emplazamientos inhóspitos sometidos a una tramontana inclemente y, en febrero, al gélido régimen atmosférico del Canigó.
El dibujo que abre la colección [02] incluye una dedicatoria manuscrita a los combatientes republicanos: los miembros del Ejército Popular, de las milicias varias, de las Brigadas Internacionales… Aunque entre sus convicciones libertarias se contaba un antimilitarismo pacifista, Bartolí estuvo alistado en alguna columna combatiente en el frente de Aragón, respondiendo a la necesidad social de contrarrestar el avance de las tropas golpistas. Fue uno de ellos, y por tanto el soldado lo dibuja “desde dentro”. Uno de tantos luchadores derrotados que hubieron de entregar las armas en la frontera pirenaica. Aun trazado con sentida voluntad de homenajear, un aire de vencimiento impregna la figura. Flaco el soldado y sin afeitar, cargado de pertrechos, sueltos los cordones de las viejas botas y remendada la ropa, su directa mirada al espectador es seria, grave, compungida, pero también está dotada de esa elemental dignidad del ser humano, que sin embargo no iba a ser reconocida por las autoridades francesas de los campos que aguardaban [03].
La línea finísima, delicada, minuciosa, ajena al énfasis del trazo engrosado, puede despertar asociaciones en el lector familiarizado con la ilustración española de la posguerra y los sesenta, porque la semejanza de esa línea con la de Lorenzo Goñi, el dibujante sordo que tanto publicó durante décadas en ABC y Blanco y Negro, es muy notable.
Sin entrar ahora a averiguar la eventual influencia de uno sobre otro, y de quién sobre quién, la clara confluencia tendría una sólida base real porque ambos, Bartolí y Goñi, de muy parecida edad, compartieron militancia gráfica en el palacete incautado en Barcelona por el SDP (Sindicat de Dibuixants Professionals) al marqués de Barberá para la producción masiva de los carteles propagandísticos que los partidos demandaban. Ambos pintaron alguno para la UGT. El de Goñi es el celebérrimo del soldado herido que nos señala y pregunta “I tú? Qué has fet per la victoria?”.
Al realizar la colección de los dibujos del libro, Bartolí aplicó dos ópticas: una muy próxima al apunte del natural, el testimonio directo de las condiciones materiales en extremo penosas de los campos [04], y otra que utiliza con radical y corrosivo sarcasmo, elementos simbólicos y deformaciones grotescas en las composiciones, en evidente seguimiento del estilo gráfico de Georg Grosz [05], con similar trazo ultrafino, como de grabado, y la misma acidez vitriólica en la representación caricaturesca de ciertos personajes, en especial los gendarmes, y demás cuerpos policiales de la vigilancia. En varios dibujos aparecen, tocados con el proverbial quepis, diversos seres abyectos, hirsutos, violentos, perrunos [06], sádicos [07], violadores [08], caracterizados con una furia y una saña que nunca bastan para conjurar en el recuerdo su odiosa huella. Nos referimos a juegos simbólicos como la escuadrilla de aviones que dibuja en el aire una imposible esvástica, en la ilustración del fusilado [09] que, hablando de grabados, evoca directamente los goyescos desastres de la guerra.
Para representar a los compatriotas, en realidad compañeros de bando e infortunio (correligionarios, por así decir), el naturalismo escogido redunda en una presentación honda, melancólica y doliente del maltrato sufrido por parte de las bestias uniformadas [10]. Realismo para los seres humanos, sátira feroz y sin contemplaciones para los literalmente retratados como inhumanos; con ensortijada cola de cerdo en algún caso [07], como insectos voladores en otro [11]. Hay que precisar que esta limítrofe agresividad expresiva no es habitual en el repertorio de Bartolí. De hecho, el estilo que a partir de 1946 desarrolló cuando, como portadista y asiduo ilustrador del cosmopolita magazine norteamericano Holiday, alcanzó en la profesión el primer nivel internacional, es un estilo basado en una línea llena de refinamiento, delicadeza y gracia. Si en los dibujos de los campos escoge esa forma escarnecedora y rabiosa es con deliberación y en justicia, y la exhibe junto al lamento y la conmiseración por la peripecia de las víctimas [12]. Todo con alto voltaje, gracias a cuyo patetismo nos traslada más vivamente que los escritos la terrible experiencia.
El sortilegio del dibujo opera en nuestra mente y conectamos con la del Bartolí que transmite al mundo, y para toda la posteridad, instantes del tiempo vivido en aquel infierno, instantes transferidos a un presente en el que se reeditan indefinidamente cada vez que en la actualidad alguien los contempla y se estremece.
Si otros lo contaron a un círculo de familiares y amigos, o escribieron relatos que leyeron unos miles, o si a lo mejor lo olvidaron todo para poder en adelante sobrevivir, Bartolí lo comentó en silencio y lo fijó para las generaciones futuras con mayor contundencia que las escasas fotografías. ¿Queremos saber qué pasó allí? No tenemos más que contemplar estos dibujos, exponernos con gradual cuidado a su impacto imborrable. Sabremos así que aquella masa de gente española que huía a pie de las tropas fascistas internacionales (alemanes, italianos, marroquíes y otros españoles) en busca de asilo, fue de primeras encerrada como ganado entre el mar y varias hileras de alambradas [13]. Arenales, sin más, azotados por la tramontana. Los desconcertados fugitivos prepararon chabolos con ramas para ponerse a resguardo. Otros, juntando mantas improvisaban con palos tiendas de campaña. A veces, simples paravientos, sin techumbre. Y otros, con tablas y trozos de uralita, chamizos abiertos donde atechar por turnos [14].
Nancy Cunard, cronista del Manchester Guardian, contaba a sus lectores: “Visité Saint-Cyprien ayer, la situación es más o menos la misma que en Argelès. Los españoles han construido pequeños refugios para dormir, como los castillos de arena de los niños”. La precariedad descrita con un aire naif. A falta de instalaciones sanitarias, se utilizaba la orilla del mar. Más adelante se hincaron bombas que extraían agua de pozas subterráneas. También letrinas, que filtraban y contaminaban. La disentería estaba a la orden, con la consiguiente mortandad. En el silencio de la noche se escuchaban a diario las agonías [15].
Después llegaron los barracones [16], con suelo de arena, acrecentada con la que el viento metía por las rendijas entre tablas [17]. Uno de ellos se destinaba a enfermería, en idéntico régimen de hacinamiento insalubre [18]. La convivencia con chinches y piojos era tan estrecha como cabe suponer. Una vez un campo hubo de ser desalojado temporalmente a causa de una plaga masiva de pulgas. Al menos no fumigaron a los españoles junto a los otros parásitos. Porque como parásitos fueron tratados desde el primer día por el gobierno Daladier: “bocas improductivas”. Pronto, colaborativamente sometidos ya los franceses a los nazis, el propio Pétain se presentaba en los campos para invitar a la famélica multitud a volver de una vez a España, un país donde según él estaba restablecido un orden garantizado. O, si no, a la Legión Extranjera o los Batallones de Trabajo, que ya estaba bien de vagancia. Sus amigos alemanes, además, tenían ideas para acabar con el asunto.
Estos elocuentes dibujos hablan por sí mismos y no necesitan mucho comentario; no más que aportar unos pocos datos históricos para encajarlos en el escenario y las circunstancias que provocaron su gestación, un episodio aún borroso entre lo pendiente de traer a la luz de nuestra Historia.
Antes de este triste episodio Bartolí llevaba ya una considerable trayectoria como ilustrador. En la bulliciosa Barcelona de los años veinte y treinta había publicado dibujos en numerosas cabeceras, tanto en informativas (La Veu de Catalunya, Lecturas, L’Opinió, La Humanitat…) como en satíricas (La Esquela de la Torratxa) y en las que se denominaban ‘sicalípticas’ (Papitu). Más o menos las mismas en que publicaba la cuadrilla de bohemios artistas criados en la vanguardista ciudad, Opisso entre ellos.
Y después, lejos de quedar abatido por la sombría experiencia bélica y postbélica, desarrolló una carrera profesional extraordinaria. La mayoría de los españoles atrapados en los campos pasaron en ellos largas temporadas, largos años, algunos hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Bartolí estuvo en siete campos, también en Bram, que era el disciplinario, el del castigo peligroso. Atrapado al poco de una fuga, volvió a escaparse del tren en que la Gestapo le conducía a Dachau. Clandestino en París, de nuevo huyó cuando iba a entregar unos figurines diseñados para el Circo Barnum y le avisaron de que la Gestapo iba a cazarle allí de nuevo. En coche con el cartelista Carles Fontseré salió de Francia. Anduvo por Casablanca (uno de tantos en busca de papeles en un Rick’s Cafe) y Túnez hasta conseguir al fin pasaje a México.
Lo que publicó en América, durante décadas, revela una inmensa estatura artística y merece un próximo artículo. Estuvo en México tres años y pasó a los Estados Unidos, donde se movió sin descanso. Con la gente agrupada en torno a 10th St Manhattan, Kline, De Kooning y otros tantos, compartió la germinación del Expresionismo Abstracto. Además de su prolongada y fructífera colaboración en Holiday (más de un millón de suscriptores en la mejor época, que se dice pronto), hizo en Hollywood decorados, figurines y escenografías. A elegantes revistas de estilo y buena vida aportó apuntes de viaje, reportaje de ciudades, y dibujaba cada ladrillo de una muralla o de un palazzo: minucioso, perfeccionista. Ilustró clasicos como Los Viajes de Gulliver, o las obras del Marqués de Sade, con absoluta libertad. Y sus propios libros: Calibán, con vigorosos textos en el prohibido por Franco Ruedo Ibérico, editor incansable, o The Black Man in América.
Todo ello exhibiendo una línea triunfante en el circuito internacional, como la de Saul Steinberg, la de Ronald Searle o la de Tomi Ungerer. En España, aunque estaban censurados, se nota que dibujantes de La Codorniz como Arturo o Máximo conocían esos dibujos.
En fin, décadas brillantes, viajeras y vitales sobre las que volveremos. Tras la muerte de Franco, Bartolí regresó a su país natal por primera vez en 1977. En 1989 se empadronó en Terrassa, aunque era ciudadano norteamericano y siguió viviendo en Nueva York hasta su muerte en 1995. Sus cenizas fueron esparcidas en el Mediterráneo al año siguiente, desde Premiá del Mar, a petición suya.
Hace ya una eternidad que es necesario que la obra de uno de los mejores dibujantes españoles de todos los tiempos sea reconocida también aquí, no sólo en el resto del mundo. (Publicado en Visual 203)
NOTA FINAL:
Al infatigable Alfonso Meléndez que, además de diseñar y editar el extraordinario catálogo de la exposición 1939. Exilio republicano español, aportó de su colección particular para la muestra el ejemplar del libro de Bartolí, agradecemos que nos haya proporcionado las imágenes impecablemente escaneadas que ilustran este texto.
Esa edición mexicana de 1944 es hoy, poco menos, un incunable casi imposible de encontrar. Hay una edición más reciente de la misma obra en ACVF Editorial, 2007.
Texto: Luis Pérez Ortiz (LPO)